Ilse Nilsen
Patricia Suárez
Se llamaba Ilse Nilsen, aunque de nórdica apenas si le quedaba uno que otro gesto, y el cabello de ese rubio que hacía que las gentes se volvieran a su paso para preguntarse si en realidad no sería ella albina. Estaba sentada a la mesa del comedor, frente a su padre, que no le hablaba. El se llamaba Karl y su madre Brigitte. Ésta obligaba a Ilse a llamarla Brigitte y no mamá, al parecer debido a su juventud y a su coquetería. Sin embargo, Ilse había visto que otras niñas cuyas madres eran tan jóvenes como la suya, llamaban mamá a su madre. Brigitte no quería escuchar estas razones y al padre el asunto este le parecía muy chistoso. Una vez, como a los siete años, había oído a través de la puerta a su madre comentar a unas gentes que el nacimiento de Ilse había sido un parto trabajoso y largo, y que luego del puerperio y del dar de mamar casi se le habían quitado las ganas de vivir. Es muy difícil criar un niño cuando se tienen dicienueve años, se excusó, tanto que es fácilmente comprensible el por qué algunas parturientas desean asesinar a sus bebés o, si no se los impiden a tiempo, los asesinan. Las gentes que estaban con su madre reunidas la habían festejado con una risa que a Ilse le pareció antojadiza y biliosa; y su tía Elisabet, de haberle ella contado lo que había hecho, habría dicho que quien escucha escondido detrás de las puertas oye lo que se merece. Su tía Elisabet y su tía Karin estaban desempacando las valijas para pasar unas semanas con ellos en la Argentina; después se llevarían a Ilse a Oslo. Ilse preguntó esa mañana a su padre cuánto tiempo pasaría ella en Oslo, pero el padre no se había dignado a contestarle o tal vez no la había escuchado. (Quizá el padre esperaba que ella se pasara el resto de su vida en Oslo). Era una pena, porque ella hablaba ahora el castellano a la perfección, aunque seguía pensando el mundo en noruego. ¿En qué lengua pensaría su padre el mundo? ¿Le sucedería como a ella? El padre había contratado a un chico, Sergio, que vivía pasando el Saladillo, y que iba todas las mañanas y le hacía practicar el castellano. Estaban en Argentina desde hacía cinco años, y ella pudo escribir sus primeras palabras a los seis años tanto en noruego como en español. Ahora estaban leyendo un libro que se llamaba "Príncipe y mendigo"; Sergio siempre estaba trayendo algún libro y haciéndoselo leer. Le gustaba estar con Sergio. A la madre le había dado últimamente el berretín de que Ilse debía aprender también el inglés, y que ella se lo enseñaría, puesto que lo dominaba a la perfección desde la infancia. Incluso consultó esta idea con Sergio, quien lo tomó con bastante indiferencia, ya que no podía dilucidar si esta idea significaba o no su despido de la casa. Cada vez que Sergio se marchaba, la madre lo acompañaba hasta el umbral de la puerta, y permanecía allí, estática, como un prisma de hielo atravesado por el rayo de una luz subtropical que generara en ella siete turbios colores. Pero la novia de Sergio se llamaba Laura Kretz. El padre, sin embargo, obligó a la madre a descansar mientras estuviera panzona y recién luego, cuando se hallara menos atareada, podría enseñar a Ilse el inglés. No fuera a ser cosa que se desgraciara el parto y el puerperio y se repitiera la historia que con el nacimiento de Ilse. El padre estaba enamorado de la madre. Le llevaba casi veinte años y nunca tomaba en serio nada de lo que la madre decía ni sus enojos. Una vez Ilse los había visto hacer el amor de pie, muy tarde en la noche, en un recodo de la galería. La madre se estaba quieta y blanca como una cala que pudiera suspirar y el padre le robaba el aire con sus besos. Pero sus sombras en la pared eran como la de un lobo parado en dos patas, aullando y con un conejo entre las fauces. Sus tías entraron en ese momento al comedor, la tía pequeña le acarició la cabeza. Su madre no quería a la tía pequeña, que en realidad era mucho mayor que ella, porque decía que había quedado loca de una insolación en unas vacaciones en China y hacía cosas impredecibles. Esto no era cierto: la tía Karin nunca había estando en China, aclaraba el padre, no obstante la madre acusaba a la tía pequeña de llevar una vida secreta que hasta los propios hermanos desconocían. Pero Ilse pensaba: ¿cómo pueden las gentes irse a China sin que otros lo sepan? La tía Karin siempre llevaba pastillas y chocolates con menta en los bolsillos y en ese momento la convidó con uno. La tía Elisabet puso su ajada mano de pájaro sobre el hombro del padre. Cruzaron unas rápidas palabras en noruego, porque suponían que a Ilse le costaría entenderlos, como si alguien pudiera olvidarse la lengua con que piensa el mundo y dice su propio nombre. La tía mayor había preguntado cómo se encontraba Brigitte y el padre había dicho que al cuidado de una enfermera, ya fuera de peligro y que se estaba reponiendo. La madre era fuerte como un olmo, su único problema era que se cansaba con facilidad y le surgían ojeras violetas debajo de los ojos, era un cansancio como un aburrimiento, igual que cuando llueve varios días seguidos en el verano. Había hecho una lista, la madre, de la que había elegido: Max si era niño, Ida o Margit o Marjorit si era niña. Pidió la opinión de Ilse y ella respondió que Anders era mejor para un niño que cualquier otro nombre -no podía explicar por qué pensaba tal cosa-, y que Ida le caía en gracia más que Margit porque le recordaba a la pequeña Ida del cuento de hadas, la que tiene siete hermanos que son gansos salvajes. Después preguntó a su madre si permitiría al niño o niña llamarla mamá en vez de Brigitte, pero la madre no le contestó. Había leído una cantidad inmensa de cuentos de hadas cuando era un poco más pequeña, de unos libros con dibujos que traía Sergio de una biblioteca municipal y que le leía en voz alta. Sergio tenía una hermosa voz pausada, y al leer, le daba a cada personaje una entonación diferente, acentos e inflexiones. Su tía pequeña había expresado a su padre que lo sucedido no era más que una niñería, que no había que darle importancia, que le había venido a Ilse la ocurrencia precisamente tras haber leído tantos cuentos de hadas. ¿No había pasado algo así en la Bella Durmiente? (La tía Karin quería decir en Blancanieves). Lo mismo que esa vez (la tía pequeña lo sabía por las cartas) en que Ilse había persistido en la tonta fantasía de que si se vestía con su ropita de los dos años no iba a crecer jamás, que la ropita iba a ser como un cerco para el paso del tiempo, y luego tuvo aquella crisis cuando reventó el vestido con los ositos y los botones saltaron por el aire y ya no los encontraron ni debajo de las camas. (¿Cómo llegó a saber la tía Karin que los botones saltaron por el aire?) También la tía Elisabet achacó la culpa a cómo afectan la imaginación los cuentos para niños y a la falta de control del padre y de Brigitte sobre el material que este muchacho argentino traía para su lectura. Ilse se preguntó trágicamente: ¿podía haber algo verdaderamente maligno en "Los tres cerditos", "Salchichita y Salchichón" o "El Sastrecillo valiente"? En aquella época en que Sergio traía estos libros, ella solía apenarse de que hubiera luego que devolverlos a una biblioteca. Entonces su padre le había prometido que en cuanto fuera mayor le enseñaría a tomarse el ómnibus y la dejaría ir al centro sola a comprarse libros. Tenía una alcancía de cerámica en la que echaba las monedas plateadas y doradas a la vez de un peso argentino que le regalaba su padre o su madre en días especiales; fue la que rompió para sacar de ahí el dinero para comprar las peras al caramelo y lo otro. También tenía una mensualidad, que su padre depositaba puntualmente en una caja de ahorros a su nombre en un banco de Oslo, para cuando ella fuera mayor y decidiera qué cosa estudiar en la universidad y en cuál país vivir. Ella no lo tenía todavía decidido; ella tenía nueve años y cuando caía una de esas tormentas con rayos y truenos aun le parecía ver sombras de brujas montadas en sus escobas atravesando el cielo. La tía Elisabet le dijo que allá en Noruega la esperaba Azul, un caballito que tenía la familia y que ella podría cabalgar a su antojo. La tía Karin le contó que allá la Reina Sonia era plebeya cuando se casó con el rey, una historia al estilo de Ricitos de Oro (la tía Karin quiso decir Cenicienta), y que el Príncipe Haakon se había casado también con una mujer plebeya, Marit, y que la iglesia fue decorada con diez mil rosas rojas. Las tías de Ilse habían asistido a la boda, y habían visto de cerca al niño que la futura princesa había tenido de soltera con otro hombre cualquiera al que conoció en una fiesta. El niño se llamaba Marius. Ilse no comprendió nada de todo esto: una princesa que había tenido un niño no con el Príncipe si no con otro hombre al que conoció en una fiesta, algo inexplicable. El padre ordenó a sus hermanas que se callaran, y sus hermanas lo obedecieron. Las hermanas, como zumbando, consolaron al padre diciendo que la juventud de Brigitte la hacía capaz de traer al mundo todavía veinte hijos, si así lo que quería; que no debía él amargarse. Luego, la tía Karin, suavemente, preguntó a Ilse si conocía la canción en la que el junquillo se enamora del sauce, e Ilse negó con la cabeza. Ahora, explicó la tía pequeña, no la recordaba exactamente, pero en Oslo ellas tenían la canción grabada en un disco por unos niños cantores muy simpáticos y allí aparecía bien claro el relato de cómo el junquillo elige como amante al sauce a pesar de estar indeciso entre dos o tres pretendientes, nada más que para no quedarse solo como un estúpido mirando la estrella de la Osa Polar en el cielo. La tía Karin preguntó a la tía Elisabet con los ojos si era efectivamente así la canción y la tía Elisabet dijo que no lo sabía, que la única canción que recordaba en este instante era sobre la solterona despechada que corta su corazón en trozos y se lo da a comer a un gato miserable. El padre reprendió a la tía mayor por venir con estos cuentos que a la larga traían más mal que bien, si no es que el mal estaba en realidad en la herencia, y con estas palabras dirigió una mirada torva a la tía Karin. El padre sugirió que salieran las tres al parquecito, donde Ilse podría enseñarles las especies de árboles y de flores tan particulares que crecen en la Argentina y que ellos cultivaban gracias a los buenos oficios de un jardinero chaqueño. Las tres salieron inmediatamente, no sin que antes la tía pequeña se calzara un sombrero de paja de ala muy ancha para proteger su rostro del sol que en ese clima (lo mismo que un sol chino) le hacía salir pecas en la piel. Caminaban por el senderito de piedras rojas, e Ilse iba enumerando un poco en español y otro en noruego, cuando había traducción, las clases de flores: achira, rosa china, jazmín del Paraguay, hortensia, madreselva, Santa Rita. Ninguna de las tías le preguntó sobre la sustancia con que había ungido las peras ni cuándo fue el momento en que su madre, para su propio pesar, las había mordido.
Premio Relatos Breves Ciudad de Peñíscola.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 28/May/02