Papá soñaba con hacer la guerra

Irma Verolín

De mi padre sólo sé que pasó su vida preparándose para hacer la guerra. Todos los días, todas las mañanas, no bien se despertaba, empezaba a limpiar su revólver. Y lo hacía con lentitud, lo acariciaba despacio, muy despacio, hasta se diría con cierta sensualidad. Los ojos un poco bizcos, los dedos ágiles y una atención excesiva. Yo me figuraba que al final sus dedos debían quedar muy pero muy fríos. Lo imaginaba en el borde de la cama, con su revólver, dejándose estar, suave, calculadoramente, a esa hora en la que únicamente la luz de la lamparita eléctrica iluminaba la habitación, donde mamá dormía con los párpados hinchados. Y arriba, el cielo raso. Abajo, el piso cubierto con capas y capas de cera, brillando casi tanto como la hendija de la luz que horas más tarde tajeaba las persianas.

Se decía que papá estaba más preparado que nadie para este asunto de guerrear. La verdad es que él se esforzó mucho, siempre, en sus preparativos. Era capaz, incluso, de predecir acontecimientos, gracias al mapa del mundo que había colgado entre el almanaque y la hornalla de la cocina. Lo llenaba de chinches puntudas con banderines multicolores, que eran signos evidentes de avance o retroceso.

No está de más decir que papá hablaba muy poco de este asunto, aunque, por cierto, no era necesario: su vida entera giraba alrededor de aquel revólver como en torno a un eje. Sus ojos conocían de memoria el camino de las chinches con las banderitas que, en el mapa del mundo, interrumpían ríos, oscuras cadenas de montañas o la orilla delicada de los océanos.

Pero la guerra no llegaba. Llegaban, sí, rumores confusos, que quedaban vibrando en las bocas por donde iban y venían o en algunas páginas del diario con las que, tarde o temprano, mamá terminaba empapelando el tacho de basura.

Lógico es suponer que en ínterin el tiempo desparramó su harina y que mi padre trajinó por campos gastados, amarillentos, adentro de esos enormes bichos de metal. Me lo imagino acurrucado, hecho un ovillo, fumando uno de aquellos inaguantables cigarrillos negros, como Jonás en el vientre de la ballena, como tragado por un dinosaurio o de regreso, nuevamente, en la panza de la abuela.

Alguien dijo que papá soñaba la guerra igual que una jornada de fuegos artificiales, una fiesta muy importante, sin final feliz, con cuerpos humanos que danzaban camino al cielo. También se rumoreó que, en alguna ocasión, hubo un amago tan contundente que vieron a mi padre en la vereda con gesto desconocido, gallardo, desafiante, más atento que nunca, con los ojos mirando muy lejos. Mientras tanto el tiempo se iba deslizando igual que aire y pasó, pasó, pasó hasta desaparecer por un resquicio o por una grieta inimaginable.

Lo cierto es que a papá jamás nadie lo vio declinar en su espera. No olvidó limpiar su revólver cada mañana con la misma parsimonia con que mamá se retocaba el maquillaje de sus párpados. Ni tampoco dejó de curiosear el dichoso mapa atravesado por chinches y banderas. Entre tanto pasaron muchas cosas: pasaron de moda algunos que otros bailes y sus melodías, mi persona llegó al mundo en una tarde lluviosa y se quedó arrinconada en la casa de alguna tía, un hombre del hemisferio norte pisó la luna, crecieron y bajaron las mareas, se hizo más grande el agujero de la capa de ozono y se llenó de murciélagos el árbol de la vereda de enfrente.

Sé que los párpados de mi madre se fueron pareciendo cada día más a la piel de las tortugas y que el revólver de mi padre gastó pólvora en chimangos y que las banderitas adheridas con las chinches describieron infinidad de figuras con contornos que hasta llegaron a ser muy armoniosos. Y que el tiempo se escurría, blanco, y que se desbordaba como la leche cuando, sobre la hornalla, hierve a todo vapor.

No tengo dudas de que al pintar sus párpados mamá acostumbraba tener el mismo gesto que solía tener mi padre cada vez que se acercaba al mapa del mundo, como quien va a controlar algo que ya conoce demasiado. Tampoco tengo dudas de que todo fue muy lento para algunos y desmesuradamente veloz para papá.

Una noche entraron en casa muchos hombres dando gritos. Grandes alaridos. Papá venía con ellos. Que dejara lo que estaba haciendo, le ordenó a mamá, porque en la guerra no se hace nada. Entonces mamá primero se demaquilló los párpados y después se fue corriendo a buscar aquellos pesados borceguíes, el casco, la chaqueta y el pantalón. Cuando mamá quiso tomarlos, una bandada de polillas escapó volando, se alzó, violenta, desde la ropa gastada, subió, se arremolinó y sobrevoló la cabeza canosa de mi padre. Y el almanaque se deshojó una y otra vez, se deshizo, se convirtió en finísimo polvillo, se pulverizó delante de los ojos de mi padre, que buscaba encontrar los números y las letras con sus días y sus meses, inútilmente. Así quedó papá durante varias horas, estático, mirando el almanaque con la cara de quien contempla un campo seco o bombardeado o una vieja foto de su adolescencia.

Hay quienes afirman que entonces la tierra se abrió, que se partió en dos mitades y los ríos salieron de su cauce. Que hubo terremotos, se dijo también. Sin embargo mamá sostiene lo contrario. Nada pudo pasar, nada había pasado. Sólo tiempo, tiempo tras tiempo, porque aquel día el patio se llenó como siempre de gorriones, los murciélagos del árbol de la vereda de enfrente continuaron allí y en la radio anunciaron que la temperatura iba a ser alta aunque soplaría un poco de viento.

De todos modos mamá asegura que aquella noche papá tuvo un sueño. En aquel sueño yo aparecía caminando desde el fondo de la casa, descalza, vestida de blanco y de pronto volaba o me deshacía en el aire. Lentamente el aire de la casa se volvía blanco. Y llegaba la noche y mi padre se despertaba y allí está todavía caminando por el patio. Entre las paredes blancas el cielo hondo lo está llamando. Mi madre lo mira dar vueltas y vueltas con la cabeza echada hacia atrás; le dice con voz muy baja, casi con miedo:

-Es hora de dormir.

Como mi padre ya está bastante sordo entiende que es hora de morir. Por eso no baja la cabeza, no quiere dejar de mirar la danza titilante de las estrellas. Se me ocurre que, observado desde arriba, papá ha debido parecer un pequeño punto blanco encerrado en un cuadrado que, siguiendo la ley primordial del Universo, da vueltas o gira, gira, gira.

Cuento del libro "La escalera del patio gris". Publicado con autorización de la autora.


Otro cuento de: Valle y Montaña    Otro cuento de: Zona de Trincheras  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Irma Verolín    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03