La Casa de los Infelices
Irma Verolín
En casa eran todos tan infelices que yo me sentía sin el más mínimo derecho a estar contenta. Si me acordaba de algún chiste o de las canciones que nos habían enseñado en el colegio, no tenía otro remedio que subir a la terraza para reírme o cantar bajito. De lo contrario las caras largas iban a considerarlo una ofensa.
A simple vista mi familia se parecía a la del resto de la gente. Pero en el fondo eso no era cierto. Mi abuela iba de aquí para allá y de allá para aquí, de una punta a otra de la casa, arrastrando su escoba. Ella decía que estaba barriendo. Según mi modesto entendimiento eso no era barrer sino arrastrar la escoba. Aunque mejor sería decir que mi abuela era arrastrada por una escoba mientras protestaba y despotricaba a más no poder diciendo que barría, repitiendo hasta el cansancio que una casa con semejantes anchuras como la nuestra y con tanto patio, le quitaba las fuerzas y las ganas de vivir a cualquiera. Sé que mi abuela nunca tuvo ganas de vivir ni antes ni después de venir a casa. Y nadie puede contradecirme.
Años atrás mi abuela había llegado con su escoba. Fue al día siguiente de la muerte de mamá, justo tres meses antes de que muriera papá. Entró con la escoba al hombro y empezó a barrer a diestra y siniestra; desde entonces no ha dejado de hacerlo. El problema principal de mi abuela siempre fue el de sufrir de baja presión, por ese motivo sus tareas tenían un aire desganado que, la verdad sea dicha, daban lástima.
-A Dios gracias que estoy yo para limpiar este desquicio- decía mi abuela a cada rato.
Y dale que dale, la pobre escoba la arrastraba por los patios con sus baldosas blancas y negras, por las piezas con maderas carcomidas sin lustrar del primer piso, por la terraza, los húmedos baños y esa cocina roñosa que juntaba grasa en los rincones, en las hendiduras de los azulejos y en los lugares más insospechados. Mi abuelo, por supuesto, no barría. Él se ocupaba de limpiar los retratos y de ponerle flores frescas a los jarrones alegóricos. Y lo hacía llorando a moco tendido. Causaba tristeza ver a un hombre grandote y ya bastante viejo llorando a mares; sin embargo no había nada que hacerle porque los retratos eran de gente muerta. Muerta y todo hacía mucho o poco tiempo, la gente en los retratos sonreía. A mí, a veces, se me daba por pensar que aquellas sonrisas de los retratos podían haberle inspirado a mi abuelo, aunque más no fuera, una pizca de felicidad. Pero no. Mi abuelo no miraba las imágenes sino que en él prevalecía la idea: él sabía que se trataba de gente muerta. Y listo. Mi abuelo era una de esas personas que al mirar las cosas que lo rodeaban no se dejaba distraer así nomás. Él pensaba, siempre pensaba y nunca pensaba bien. Mi abuelo veía primero la idea y después la cosa. Si miraba un perro pensaba: "Me puede morder". Así que no veía al perro sino a la mordedura. Si veía una planta, se le cruzaba la desdichada ocurrencia de que iba a secarse algún día. De manera que en vez de la planta veía cualquier desastre. En fin, mi abuelo era un idealista.
Además de mis abuelos, en casa vivía una tía. Mi tía había perdido tantos amores en su larga existencia que se consideraba en la obligación de mostrar al mundo sin desparpajo su cara de escupida. Andaba por ahí con sus vestidos chingueados augurando males e infortunios. A la hora de comer se juntaban todos con esas caras largas que tenían y masticaban y masticaban, absortos en su amargura, sin decir esta boca es mía. Un espectáculo desolador. Hasta los perros que nos habían tocado en suerte completaban el cuadro de desolación a las mil maravillas. El primero fue uno de esos que tienen flequillo largo. Nunca le pude ver los ojos. Era rengo y ladraba bajito. El segundo sufría de depresión aguda, ni siquiera ladraba.
Mi naturaleza, por el contrario, era muy distinta a la de mi familia. A mí cualquier cosa me causaba gracia. Desentonaba de lo lindo en medio de tía, abuelos y perro. Cuando estaba contenta me las arreglaba para escabullirme a la terraza. Creo que con el tiempo empecé a sentir que la terraza era algo parecido al Cielo y la casa propiamente dicha, donde mi abuela barría, mi abuelo mejoraba floreros y mi tía iba sembrando el pánico con su cara de escupida, era ni más ni menos que el Infierno. Durante la mayor parte del día yo estaba en la terraza: iba a leer, a cantar, a contarme chistes, a no hacer nada. Una verdadera fiesta.
Sucedió -porque tarde o temprano siempre sucede algo, aún en casas como la nuestra- que por encima de la pared medianera del vecino empezó a asomarse un loro. Era obviamente verde y enemigo acérrimo de nuestro pobre segundo perro. El loro -hay que reconocerlo- se asomaba con soberbia y provocación. Nuestro perro, que era prácticamente mudo, al verlo aparecer tan radiante, gemía para sus adentros con infinito dolor. Condolida por aquel espectáculo, a mi tía se le dio por llorar. Mi abuelo, que no necesitaba en estos casos ninguna clase de estímulos, lloró más fuerte que nunca. Y mi abuela lo amenazó con la escoba. En cambio a mí, aquel loro me dio una risa bárbara. Hasta aquí podríamos decir que los hechos se presentaron con bastante normalidad si lo comparábamos con el paisaje doméstico al que estábamos acostumbrados. Pero el loro resultó ser más arriesgado de lo que cualquiera podía suponer. Entonces, sin que ninguno hubiese sido capaz de sospecharlo, el loro se suicidó. Así de simple: se dejó caer con cierto impulso. Fue espantoso. Lo vimos descender desde lo alto hasta estamparse contra el piso. Allí quedó el pobre bicho hecho una cataplasma sobre el salpiqué gris de las baldosas. Perplejos frente a semejante hecho, hicimos un silencio unánime y profundo. Después nos echamos miradas sugestivas con la boca un poco abierta. Tía estaba ya acercando una de sus manos a su cara, mi abuelo buscaba un pañuelo en el bolsillo del pantalón, mi abuela estaba a punto de dejar caer el mango de la escoba cuando, de repente y sin el menor anticipo, el loro resucitó. Lo vimos ponerse de pie y salir caminando como Panchito por su casa. En realidad no se había muerto. Mejor para él, pobre bicho. Digamos que se había desmayado logrando casi una destreza, una demostración circense, una proeza sin precedentes. La actitud del loro despertó furias y ataques de ira en todos menos en mí: me agarró una risa tremenda. Una risa inexplicable para mi familia que, según su opinión, yo debía ahogar en la terraza. Y a la terraza subí, aunque no para ahogar nada sino para dar rienda suelta a mi tentación de risa. Estuve horas y horas a las carcajadas limpias. Me acuerdo de que se hizo prácticamente de noche y que, al asomarme a la calle, descubrí que en el baldío de enfrente estaban levantando un edificio de departamentos. Un hecho verdaderamente importante en nuestro barrio, sencillote y chato a más no poder. ¡El primer edificio en la historia del barrio justo enfrente de mi casa!
Al día siguiente del suicidio y la resurrección del loro, los miembros más representativos de mi familia fueron a hablar con la vecina para advertirle que no estaban dispuestos a soportar nuevamente aquel espectáculo. Hacia allí partieron endomingados mi abuelo, mi abuela y mi tía. El perro y yo nos quedamos en casa. Cuando mi tía y mis abuelos volvieron tenían el mismo aire soberbio que tuvo el loro un momento antes de lanzarse desde las alturas.
Aquel mediodía las caras largas almorzaron intercambiándose guiños y codazos imperceptibles. Pocos días después el loro se volvió a asomar y, para mi regocijo y frente a la concurrencia de la familia entera, hizo lo mismo que la primera vez. La alarma cundió de una punta a otra de la casa. Yo me deshice entre carcajadas en la terraza, desde donde podía verse el armazón de maderas del futuro edificio. Hubo nuevas quejas ante la vecina que resultaron tan ineficaces como la primera. Así que pasando el tiempo. A aquel loro le debo los mejores momentos de mi vida y mi abuelo una úlcera y mi abuela sus ataques al hígado. Y mi tía una cantidad mayor de arrugas en su cara de escupida.
De entre el montón de hechos rutilantes que la presencia del loro provocó, algunos son dignos de mencionarse: una vez una visita, al ver al loro de repente, de puro susto nomás, dio un grito y quedó afónica tres meses. Otra vez mi abuela se enfureció. Apenas vio al loro trató de pegarle con la escoba, pero no hubo caso. La distancia era mayor que el largo de la madera percudida. Mi abuela, a pesar de comprobar lo inútil de su esfuerzo, siguió intentándolo. Después no fue necesario porque el loro se murió y después, resucitado, ya era al divino botón. La cuestión es que mi abuela se quedó con las ganas de hacerlo morir de nuevo. Afortunadamente las apariciones del loro con sus posteriores muertes y resurrecciones mantuvieron bastante regularidad. En otros momentos, al verme montones de días alzando los brazos y doblándolos sobre mi vientre para lanzar carcajadas, los albañiles que construían el edificio de enfrente se rieron de mí.
Como era de esperarse, nada habían podido hacer mi abuela ni mi abuelo ni mi desdichada tía contra aquel loro. En más de una ocasión se me dio por pensar que aquel loro se burlaba de la muerte y eso le causaba a mi familia mucha contrariedad. Para ellos la muerte era un evento demasiado serio. No para mí. En otras oportunidades pensé que el loro padecía cierto trastorno que podía catalogarse como un complejo de Jesucristo, lo que no dejaba de ser absolutamente insultante para nuestro enquistado catolicismo. Llegó un momento en que el loro hizo crecer la infelicidad de todos y multiplicó mis escapadas a la terraza, donde pude crear por un espacio auténticamente celestial.
El edificio de enfrente fue terminado sin alharaca; cubrieron su fachada con mármoles color arena y bebieron sidra en el hall de entrada. Limpiaron los vidrios y después aparecieron cortinas de distintos colores con sus frunces, sus volados y sus firuletes. Justo en la ventana que estaba a la altura de nuestra terraza, vino a vivir una familia con una muchacha que tendría más o menos mi edad. Sólo que ella era rubia y a cada rato su cara de escupida bastante parecida a la de mi tía, se asomaba en la ventana
Desde el primer día la muchacha se puso a espiarme. Claro que ella lo único que conocía de mí era mis carcajadas limpias y el movimiento continuo con que abrazaba mi vientre. Creo que, a juzgar por su cara, no le debía imaginar que la causa de mis tentaciones de risa era un simple loro. Un loro chamuscado con las alas cortadas y el pico averiado de tanto darse contra el suelo. Es preciso agregar que el loro, luego de resucitar, se iba por el fondo y volvía a su casa atravesando una pared más bajita que había y que, lógicamente, mi familia estaba enojada con los vecinos.
La terraza era un rectángulo imperfecto, sin una sola maceta, con paredes despintadas, baldosas color ladrillo y junturas grises. De esta manera podía describirla cualquier persona y sin duda, también, la muchacha del edificio; aunque yo, secretamente, sabía que la terraza se desbocaba hacia el cielo, porque era el sitio desde donde se le volaban los sesos a la casa.
Una tarde, casi al principio de la noche, después de reírme hasta no dar más, me confesé que si no hubiera sido por el loro me hubiera ido directamente a vivir a la terraza. De pronto, en la ventana del edificio de enfrente, se asomó la muchacha con cara de escupida y ahí se quedó, redonda y chata, del otro lado del vidrio. Inmóvil y con los ojos muy abiertos, contemplé su cara, largo y tendido, hasta muy entrada la noche. Poco a poco las otras ventanas del edificio se fueron oscureciendo. Dejé de oír el ruido de la escoba de mi abuela, que allá abajo desgastaba los mosaicos y me pareció que ascendía un olor a flores viejas, descompuestas, desde los jarrones llenos de agua de color verdoso. Creí también que las chancletas de mi tía iban haciendo un ruido después de otro sobre el pórtland de la escalera. Pero me equivoqué. La terraza estaba tranquila cuando, demasiado rápido, las dos hojas de la ventana de enfrente se abrieron. Por un instante la cara de la muchacha flotó en el aire y su cuerpo dio una vuelta carnero extremadamente veloz, pero muy suave, también en el aire. Y después quedó sólo el aire hasta que se escucharon las sirenas de la policía y un poderoso murmullo de fondo y pasos y gritos.
La noche siguió avanzando. Yo no bajé a dormir; me senté en el centro de la terraza, tensa, con los ojos agrandados, muy seria, como esperando el segundo acto. Cuando la noche le abrió paso al otro día, me animé por fin a pensar que en este caso ya no habría resurrección. Titubeando me acerqué a la baranda de la terraza. Tendido sobre los adoquines estaba el cuerpo de la muchacha. Su cara no se veía, una sombra o la melena la tapaba.
Por un momento llegué a creer que aquel loro había terminado por demostrar que la vida y la muerte describían un círculo sin principio ni fin. Con esta creencia, después de aquella noche, desaparecieron muchas otras. En lo demás no hubo grandes cambios, salvo que mi familia miró al loro con menos furia y más esperanza. Mi tía, con una sonrisita sarcástica, solía comentar:
-No hay nada seguro en estos tiempos.
Mientras tanto la escoba siguió arrastrando a mi abuela de aquí para allá, de allá para aquí. Mi abuelo, al verme subir la escalera hacia la terraza, me miraba de costado, con bastante compasión, como quien espía a alguien que va en busca de su premio consuelo.
Lo cierto es que yo seguía yendo a la terraza a esperar que algo sucediera en aquella habitación. Esperé mucho tiempo hasta que por fin se encendió la luz. Una mano se asomó y colgó una jaula con un canario amarillo. Me quedé mucho tiempo con el cuello largo, ansiosa de que el canario revoloteara. Pero permaneció quieto. Sin embargo en seguida empezó a cantar. Me acerqué un poco más. El canario cantaba siempre el mismo sonido con una perfección que espantaba. Y volvía a empezar otra vez. Y otra vez. Y otra vez más. Me acerqué cuanto pude: Vi que tenía las plumas brillantes, de nylon, y el ojito inmóvil de piedra azul y las patitas de alambre. Cantó incesantemente una y otra vez la misma melodía, sin equivocarse y sin cansarse, como si estuviera vivo.
Del libro La escalera del patio gris.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03