El traje

Juan José Delaney

De los muchos velorios a los que asistí, el que más recuerdo es el de mi padre. Sonreía. Sonreía como feliz de haberse ido de este mundo infeliz.

A mí me tocó quemar sus pertenencias. Mejor dicho: inmediatamente después del entierro fui el único de los tres hermanos que, casi sin vacilación, dijo que no tenía dificultad en hacerlo, que no entendía cuál era el problema. En realidad lo que no entendía era que una fuerza oscura había determinado que fuera yo el que acabara de dar sepultura a la historia paterna.

Frente al ropero, me concentré en el sector del muerto; la otra puerta, la que corresponde a nuestra madre, estaba, como siempre, abierta, ostentando discretas prendas, algunas lociones, revoques, cajas de colores y, en fin, un desorden casi voluntario. Al tratar de abrir la hoja advertí que estaba cerrada con llave, la que encontré en un lugar recóndito de la mesita de luz.

Una vieja fotografía familiar color sepia me enfrentó desde la cara interior de la puerta del mueble. Allí estábamos los cinco, de pie, en Luján, un día que yo no registraba pero que la cámara había capturado por un tiempito más. La felicidad parecía estar ahí. Jóvenes e ingenuos, con una mirada de extrañeza, nosotros tres esperábamos el futuro. Inconscientemente, mamá sonreía. Papá era el típico empleado administrativo de los años cuarenta. Al fijarme en su rostro comprendí como nunca a los que tantas veces aseguraron que yo era el que más se parecía a él. Arranqué la foto y la pegué en mi placard.

Después supe que mi trabajo no habría de ser excesivo. Me conmovió, además, el hecho de que toda una vida se pudiera reducir a tan poca cosa: una hilera de corbatas deshilachadas, algunas camisas amarillentas, pañuelos, ropa interior y dos trajes oscuros y abrillantados por el abuso constituían el legado del ex oficinista recientemente jubilado. Había notas y cartas que provenían del remoto tiempo de estudiante en un pupilaje religioso. No me creí con derecho a espiar esa documentación íntima; sí leí y desprecié aquellas otras palabras -tarjetas, reconocimientos, placas- provenientes de la compañía en la que se había iniciado a la vida adulta y a la que había terminado donando su existencia. Esos textos, también redactados por muertos, habían constituido el pasaporte a lo real, el endeble reconocimiento primero de que estaba haciendo las cosas aparentemente bien y de que iba por la buena senda. Con esas felicitaciones, esos augurios, esos reconocimientos hipócritas y comerciales encendí la fogata; después vinieron fotografías habitadas por antepasados que ya no eran ni siquiera un nombre; la escasa ropa y los dos pares de zapatos contribuyeron a agrandar las llamas.

Habiendo dado por concluido mi trabajo, una última inspección al interior del ropero me permitió advertir que abajo, bien atrás, había una valija. Una pequeña valija de cartón con los ángulos reforzados, que ostentaba cerrojos incompatibles con la enclenque estructura general. Infructuosa resultó la búsqueda de la llave. Mordido por la curiosidad, me llevé la valija a mi cuarto. Allí mi hermano me hizo notar que era la misma que todos los viernes, desde que se jubilara casi un año atrás, el viejo se llevaba a sus misteriosas excursiones al centro. "¿No la vas a quemar?" -preguntó. La guardé sin saber exactamente por qué.

El viernes en que, solo en casa y sin razón aparente decidí faltar a mi empleo, fue, creo, el día que más me acerqué a la posibilidad, quizá única, de entender un sentido. Por ahora trato de recomponer secuencias que, intuyo, esconden una significación. La necesidad de un orden y la esperanza de una revelación me empujan a la escritura. Creo que aquella mañana no fui totalmente responsable de mi historia; ojalá el mismo secreto motor haga que broten las palabras que persigo.

El caso fue que nunca estuve tan lejos de la libertad como aquel día en que, tras tenue rebelión laboral, creí haber declarado la independencia de mis actos.

Cavilaba aún sobre el destino de las imprevistas horas libres cuando me poseyó la imagen de la valijita que, apenas unas semanas atrás, había incorporado a mi vida.

Para abrirla necesité hacer uso de cierta violencia.

Encontré un traje cuyo fondo oscuro aparecía atravesado por severas líneas blancas. Me hizo acordar a los que, según el cine, usaban los hampones neoyorquinos de los años veinte. Tal vez porque sentí que se trataba de una operación privada, recién me lo puse al anochecer, momento en que lo furtivo es de más fácil ejecución. Cuando lo hice, sentí que yo era otro. En el bolsillo derecho del saco encontré dos llaves. Para entonces me sabía víctima de una imposición que se iniciaba con la necesidad de salir. Para que no me vieran, lo hice por el pasillo, y aunque grité que volvería muy tarde, nadie me contestó. Un poco como esos turistas que ciegamente toman una senda porque la principal intención es pasear, me dejé conducir por la casualidad y así fui encaminándome hacia el centro. Pese al intenso frío y al cielo nublado que me hizo dudar sobre la conveniencia de volver por un piloto, no pude no recordar el chiste de mis hermanos según el cual los trajes de papá caminaban solos. Anduve por un oscuro Buenos Aires que me pareció antiguo, que nunca había transitado y que ahora apenas recuerdo. Registro, sí, caras de asombro y aun de perplejidad en cierto bar del sur, como si, con sólo verme, aquellos parroquianos hubieran visto a un resucitado. Lo mismo me pasó en un sótano, al que todavía no sé cómo llegué, y en donde se despachaban bebidas, se cantaban tangos y hombres y mujeres para mí anacrónicos bailaban al ritmo de un piano destartalado. Tal vez porque yo así lo acepté, mi ruta culminó en una zona muy poco iluminada de la calle Riobamba, no muy lejos de la avenida Corrientes. Recuerdo que sin razón aparente me detuve frente a un edificio de departamentos o de oficinas y que, como si se tratara de una operación habitual, extraje las llaves del bolsillo, una de las cuales abrió la puerta verde. El viejo ascensor me recordó mi condición de prisionero, prisionero de una situación que no podía controlar. En seguida me sentí empujado a una de las oficinas a la que, previsiblemente, la otra llave me permitió acceder. Un aroma de tabaco penetrante, de madera y de tiempo me envolvió inmediatamente. Lo que después me mostró la luz, superó a mi imaginación. En el breve ambiente, dos muñecos que alcanzaban a parecerse bastante a mis abuelos, le daban sentido a una escena familiar y arcaica prolijamente montada: él aparecía sentado a la humilde aunque digna mesa, sobre la que ella, de pie, apoyaba una sopera. Cuadros con fotografías de hombres y mujeres para mí desconocidos poblaban las paredes que cedían espacio a una biblioteca mínima: la Biblia, Platón, Tomás Moro, algunos ejemplares de la revista "Caras y caretas" y del diario "Crítica". Muy cerca de mí había un sillón a cuyo lado imperaba la vieja radio "Capillita", que según mi padre, tanto había entretenido al trío. Junto al aparato, una foto del abuelo me ayudó a entender algo más porque el muerto de la mirada optimista vestía un traje idéntico al que yo llevaba puesto. Me senté y traté de imaginar a mi padre disfrutando de la reconstrucción de su paraíso infantil al tiempo que fumaba los cigarrillos que apresuraron su muerte. En ese paraíso artificial (¿qué paraíso no lo es en este mundo?) él buscó un sedante a su soledad esencial, un remedo de la siempre esquiva felicidad. En un momento tuve la impresión fúnebre de que, en realidad, ese cuarto era una bóveda, y porque reparé que estaba dentro del traje del ausente, en el ámbito del ausente, lo reconozco, sentí miedo. Espantado, abandoné el lugar y corrí por las escaleras hacia la calle. Llovía cuando me situé fuera del edificio. Creyendo librarme de una historia y un destino que juzgué ajenos, a las dos cuadras me desprendí del saco con sus llaves, y antes de tomar un taxi arrojé el chaleco a un baldío mientras prometía reservar la experiencia. Cuando el auto me dejó en la esquina de casa, diluviaba. La oscuridad, el agua y la avanzada hora me permitieron quitarme los pantalones que, sin pudor, dejé en la vereda. Adentro, todos dormían.

El sábado me desperté muy tarde, frustrado en el intento por convencerme de que la experiencia de la víspera había sido un sueño. Al abrir mi placard volví a encontrarme con la fotografía tomada en Luján. Permanecí frente a ella unos minutos. No tardé en comprender que lo que me fascinaba del viejo era el traje. ¡Qué línea! ¡Qué distinción! Juré que algún día me haría confeccionar uno igual.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05