A hard day's night

"Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma,
Dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía;
pues ¿por qué habría de estar yo como errante
junto a los rebaños de tus compañeros?".
Cantar de los Cantares.

Josué Martínez Sánchez

Lo miras detenidamente y vas y abres las puertas del balcón y tratas de no pensar en nada, mientras los John, los Paul, los Ringo y los George siguen cantando con sus voces de eternos jóvenes y tú, cada vez que los oyes, te acuerdas de aquellas excursiones al campo, durante la secundaria, cuando todo estaba por venir y era tan agradable soñar, enamorarse y dejar que las noches se alargaran porque hoy, Alicia, saliste a la calle bien temprano y antes de tomarte el café caliente frente al San José y de palpar el aire frío y húmedo del amanecer, recordaste casi sin quererlo que Ismael y tú llevaban semanas en un difícil momento: esa verdad te hizo suspirar con desasosiego y contemplaste el cielo oscuro, sentiste la cercanía de las siluetas que pasaban y se perdían otra vez en las sombras y la lluvia al caer; miraste entonces el parque para hacer tuyo ese ángulo con la iglesia en el centro: los bancos de madera, las puertas tristes, los agitados árboles; saboreaste el café y te abrigaste, pero ahí seguía en tu mente la certeza de que hoy sería otra batalla perdida en la búsqueda de un alquiler y no sirvió tampoco que tu mirada trepara por las paredes desconchadas y por los faroles tambaleantes: iba a ser un día difícil como los demás, ¿verdad? Por eso, cuando el viejo que se daba balance y balance ceremoniosamente te dijo que sí, que el apartamento ya estaba al fin desocupado y podías alquilarlo, no tuviste tiempo de sonreírle, ni de nada -era la primera vez que sus ojos dejaban de ser inquisitivos para palpitar con simpatía. No supiste después si fue porque le confesaste que eras una reportera recién graduada, que tu familia era de Santiago de Cuba y resultó que él también quiso ser periodista, pero en mis tiempos de muchacho, m’ija, estudiar no era cosa fácil, o porque, tal vez, vio en el fondo de tus pupilas otra joven que lo miraba desde el recuerdo. Nunca lo supiste y sin aliento, sin casi creerlo, escuchaste los detalles del alquiler y pensaste en Ismael, en su porte desgarbado, en el pecho cubierto de vellos y en el sexo duro y volvió ese estremecimiento cuando recordaste que los silencios entre los dos se hacían cada vez más frecuentes. Tú y él habían caminado por la ciudad, sus callejuelas, sus barrios improvisados y al tocar cada puerta no podían reprimir cierta zozobra o algo parecido a ella. Alguien salía y con indiferencia les anunciaba que el cuarto o la casa estaban ya alquilados. Regresaban entonces sintiendo el peso de la noche sobre los hombros. Se sentaban en algún parque y contemplaban en silencio las estelas de luces blancas y rojas que desparramaban los autos al pasar. En esos instantes, te quedabas muy quieta y repasabas el futuro en tu mente para comprender con estupor que sólo existía el hoy. Era algo en lo que no gustabas detenerte más de un segundo. Sí, Alicia, le sonreíste al viejo después que te dio la llave del apartamento y corriste a llamarlo: Nos vemos a las seis, ciao. Hiciste todo lo que debías tan rápido como podías: fuiste al banco para sacar dinero, te pintaste las uñas en los bulevares del centro. Ese martes te pareció especial: eras parte de esa febril agitación de todos y la vida era una mezcla de otras sensaciones, también. Alguien te lanzó un piropo que no pudiste agarrar al vuelo. Bien. ¿Tuvo que ver con tus piernas? Bien. ¿O con tu cintura y ese movimiento sugerente con que caminas? Muy bien. Ibas a dejar que las caricias hablaran como en los mejores tiempos, pues ya tenías en tu mente la semioscuridad soñada, y las sábanas y los olores. ¡Lo conseguimos! ¿Qué conseguimos, Alicia? Ya tenemos alquiler, niño, y con la garantía de un año. ¿De verdad? De verdad, sí, y sólo quiero que te guste y que esta noche la pasemos bien, ¿sí? Y le mostraste la sala, los muebles, el cuarto con los espejos que invitaban a saltar a otras sensaciones. Entonces esperaste con ese movimiento de las cejas, ese gesto sólo tuyo que presupone muchas cosas, pero él seguía a tu lado y nada más. Encendiste la grabadora y serviste dos tragos. Vino entonces el beso y la caricia en la cintura. ¿Para qué precipitar las cosas?, pensaste y enseguida ¿Es cómodo?, niño, y él que sí que el apartamento es cómodo que, además, había tenido un día de perros y lo menos que se había imaginado era este golpe de suerte. Te sentías maravillosamente bien, Alicia, y le contestaste que no tenía importancia: lo más urgente es ahorrar para un día no muy lejano comprarnos nuestra guarida e hiciste un mohín juguetón porque sabías, como en otras ocasiones, cuál sería la respuesta: ahorrar, cualquiera ahorra aquí, los dos somos recién graduados, Alicia, alquiler y ahorro, ¿cómo liga eso? Pero algo hay que hacer, le aclaraste: porque sino, dentro de unos años no tendremos nada, nada, nada. Alicia, por tu madre... dejemos esto ahora. Ya hemos discutido esta cuestión un millón de veces. ¡Hoy no, por favor! Y encendió un cigarro y viste como palidecía. Entonces callaste para no perder lo bueno que aún escondía la noche y le serviste otro trago. Fuiste al cuarto, te desvestiste y desnuda pasaste cerca de él, sin aviso ni tiempo suficiente, para que reaccionara sólo cuando ya estuvieses entrando al baño y no miraste hacia atrás, con una sonrisa de victoria lograda de antemano, entraste a la ducha, dejando la puerta abierta y la cortina sin correr. Así, el agua bañaría tus muslos, se perdería en tus senos para reaparecer en el pubis y le hablarías del arcoiris detrás de la Loma de la Cruz, de la flor que te regalo un muchacho, de la sorpresa que recibiste cuando el viejo que se daba balance y balance al fin dijo que sí, y cómo después fuiste otra persona, le hablaste de tu trabajo en la agencia y de que tenían que trotar un poco, temprano en la mañana, para no perder la forma. También le hablaste de una línea nueva de créditos: todo como quien disfruta del agua, el jabón y su propia voz, y no necesita de confirmación, ni estímulo para su monólogo. Te secarías, y sólo con la toalla enredada al cuello caminarías descalza, sintiéndote hembra y realizada y, al fin, llegarías a la sala: Ismael yace dormido en el sofá, los destellos y los cambios de tonalidades de la pantalla se reflejan en su rostro como si él fuera parte de esos programas de la tele que no te interesan y lo contemplas: es sólo un hombre dormido, te dices, agarras la caja de cigarros y la estrujas hasta que te duelen los dedos y la arrojas a cualquier rincón. Vas al cuarto, te vistes y luego apagas la tele. Prefieres la grabadora, prefieres escucharla en un susurro, vuelves y lo miras detenidamente y vas y abres las puertas del balcón y tratas de no pensar en nada, mientras los John, los Paul, los Ringo y los George siguen cantando con sus voces de eternos jóvenes y tú, cada vez que los oyes, te acuerdas de aquellas excursiones al campo, durante la secundaria, cuando todo estaba por venir y era tan agradable soñar, enamorarse y dejar que las noches se alargaran...


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Mar/05