Bombonería Circe
Juan Planas
Alejandro Sepúlveda llegó a la esquina de Brasil y Defensa y echó una mirada a las tiendas de la cuadra. Con su avezado ojo de inspector municipal, necesitó pocos segundos para comprobar que varios locales cometían alguna infracción a las normas comunales: un letrero demasiado alto, mercaderías exhibidas en la vía pública... confeccionaría un acta de contravención, para la estadística, y exigiría a dos o tres comerciantes un soborno para que hiciese la vista gorda. "En una hora daré por terminada la jornada, y eso me viene muy bien, porque hoy tenemos que visitar a mi cuñada", pensó.
Mientas se encaminaba al primero de los comercios, pensó que sería una buena idea llevar a los sobrinos un huevo de chocolate, ya que las pascuas estaban próximas; justamente, en la otra cuadra había una bombonería muy renombrada. Le haría una inspección, y ya se las arreglaría para que le regalasen un huevo. "A lo mejor, si le perdono alguna contravención, hasta me llevo una caja de bombones", calculó.
Aguirre, el jefe, entró en la oficina. En ese momento solamente estaban López y Molinari, que tomaban mate y jugaban a los naipes.
-¿Nadie sabe algo de Sepúlveda? La mujer llamó tres veces para preguntar por él. Está preocupada porque habían quedado en que a mediodía saldrían para visitar a los cuñados. No apareció por la casa ni telefoneó.
López se tomó un momento para estudiar sus naipes y dijo:
-Esta mañana Alejandro vino a firmar la entrada, y me dijo que iría por la zona del parque Lezama. Yo, si fuera la mujer no me preocuparía mucho. A lo mejor se olvidó... Las mujeres se alarman en seguida. En todo caso, con las piernas cortitas que tiene Alejandro, no irá demasiado lejos.
En la repartición eran habituales los chistes acerca de las breves extremidades de Sepúlveda. Aguirre debió ir a su oficina porque lo llamaban por teléfono. Regresó algunos minutos después, con aire algo preocupado.
-Volvió a llamar la mujer de Sepúlveda. Dijo que esperará media hora más y si no tiene noticias del marido avisará a la policía. ¿Nadie sabe ese teléfono donde se puede preguntar si alguien fue internado de urgencia en un hospital? Me llama la atención que no haya llamado a la mujer ni a la oficina. Ya son las cinco de la tarde.
Carlos Saúl y Hugo tiraron al piso las colillas casi consumidas. Carlos Saúl dijo: "Ahora vamos a laburar" y ambos empezaron a andar por el sendero. Pronto salieron del parque Lezama y comenzaron a recorrer la calle Defensa. Al caer la noche se había levantado una brisa algo fresca que justificaba las camperas con que ocultaban mejor sus revólveres. Pese a la ligera euforia de la marihuana, Hugo estaba intranquilo; a la mañana, Carlos Saúl había aspirado nuevamente aquella "mezcla especial", que le vendía el tipo del barrio de Congreso.
Con la "mezcla especial", Carlos Saúl se ponía violento, no razonaba, no se daba cuenta de las cosas. Una vez se empecinó en que asaltaran cierta tienda, y Hugo tuvo que insistir con vehemencia para disuadirlo: "¡Pedazo de pelotudo! ¿No ves que estamos a media cuadra de la comisaría?", le había tenido que repetir varias veces, hasta que el otro, a regañadientes, entró en razón. "Por suerte, se dio con la mezcla especial hace horas... Pero capaz que con el porrito se pone peor... Ojalá que no se mande ninguna cagada", pensó Hugo.
A escasos metros del parque, se detuvieron ante una tienda que vendía bolsones y paraguas; pero desistieron de asaltarla porque la calle estaba demasiado transitada. Por la misma razón, tampoco se decidieron por ninguno de los demás comercios de la cuadra.
Siguieron avanzando por la calle Defensa. Carlos Saúl se puso a mirar como extasiado los escaparates de una bombonería, muy arreglados con motivo de las pascuas.
-¡Mirá cuántos bombones! ¡Y los huevos de pascua! ¡Y los conejitos de chocolate! ¡Y ese chanchito de chocolate! ¿No parece de verdad? ¡Mirá las patas cortitas que tiene! ¡Está relindo, che!
Cuando Carlos Saúl se drogaba se ponía así, como un nene de cuatro años que se entusiasma con un juguete o una golosina; pero de improviso podía ponerse muy violento, y entonces Hugo temía que las cosas acabaran mal.
Estudiaron el local: las vidrieras lucían en letras doradas y rojas el nombre de la casa: "Bombonería Circe". En caracteres más pequeños, decía "Delicias de las islas griegas". Los escaparates exhibían huevos de pascua, conejitos de chocolate, bombones "Aea", que un cartelito anunciaba como producidos por la bombonería y de venta exclusiva en el local. En un lugar destacado, se podía ver un primoroso cerdito de chocolate dentro de un estuche transparente.
-¿Choreamos este negocio? -propuso Carlos Saúl-.
Hugo miró a través del vidrio. Una señora entrada en años era la única persona visible en la tienda; una presa fácil, pero las grandes vidrieras permitían que los transeúntes pudiesen ver lo que ocurría en el interior.
-Se ve mucho de afuera... Y pasa demasiada gente. Mejor busquemos otra calle menos transitada -contestó-.
Siguieron caminando. Cuando iban a doblar la esquina, Carlos Saúl se dio vuelta repentinamente y exclamó:
-¡Mirá! ¡La vieja de la bombonería está cerrando!
Efectivamente, la mujer mayor que atendía la bombonería había salido y estaba bajando las cortinas metálicas. Carlos Saúl y Hugo, lentamente, volvieron sobre sus pasos. Carlos Saúl se ufanó:
-¿Viste qué oído que tengo? Desde media cuadra sentí el ruido de la cortina cuando la bajaban. En cambio, vos, con esas grandes orejas que tenés, no oíste un carajo.
Molesto por la alusión a sus orejas, Hugo tuvo por un momento la tentación de replicarle que al menos tenía las dos, pero se contuvo. Carlos Saúl se sulfuraba cuando le hacían alguna mención al ojo que había perdido de un navajazo, y ahora que estaba un poco pasado de droga las cosas se podían poner feas.
-Está bastante bien la vieja... ¿Y si nos la culeamos? -dijo Carlos Saúl-.
-Dejate de joder... Es una vieja, che. Y mirá si empieza a gritar, la que se arma. Mejor la choreamos y rajamos. No la hagamos complicada.
Carlos Saúl no insistió. Cuando llegaron a la bombonería, la mujer había bajado las dos cortinas de los escaparates y la de la puerta, y estaba terminando de colocar la puertecita metálica. Tras comprobar que no había testigos demasiado cerca, ambos se pusieron a cada lado de la mujer, extrajeron sus revólveres y la conminaron:
-¡Esto es un asalto! ¡Entrá adentro!
Tal vez la mujer no entendió cabalmente lo que ocurría, pues les echó una mirada que parecía más de extrañeza que de temor; con todo, obedeció, y los tres entraron en el local. Hugo cerró la puertecita.
-¡Danos toda la guita!
La mujer abrió la caja y les entregó todo el dinero que había.
-Ochocientos treinta pesos. ¡Qué bueno, Carlos Saúl!
Estaban alborozados; no habían pensado que harían tan buen botín con un solo asalto. Tras el primer momento, Hugo miró hacia la trastienda y preguntó:
-¿No hay nadie ahí?
-No. Las chicas ya se retiraron -contestó calmosamente la anciana-.
Por las dudas, Hugo fue a echar una mirada, con el arma lista. En la trastienda, ocupada cocinas, armarios, diversos utensilios y herramientas, no se encontraba nadie. Cuando volvió, Carlos Saúl había abierto una bandeja de bombones y los estaba devorando.
-Comé, che. Están rebuenos.
Mientras Hugo se servía algunos bombones, la señora dijo:
-Éstos son los bombones comunes... Tengo también los especiales, que son más caros.
-¡Danos los especiales, carajo! -gritó furioso Carlos Saúl. Hugo se alarmó; su cómplice parecía a punto de perder los estribos. Sin perder la calma, la anciana abrió uno de los armarios y sacó dos bombones de un frasco de vidrio.
-Sírvanse, chicos.
-¿Te creés que nos vas a arreglar con dos bombones? ¡Ponelos todos en una bolsita, vieja de mierda! -vociferó Carlos Saúl, mientras ambos comían las golosinas. Sin alterarse, la mujer contestó:
-Cómo no, chicos. Esperen, los pondré en estuches y luego les doy una bolsa.
La anciana tomó dos estuches transparentes de un armario que se encontraba a su espalda. Cuando se volvió, Carlos Saúl y Hugo ya no estaban. La mujer recogió del piso el dinero de la recaudación, lo guardó en la caja y luego se inclinó nuevamente para levantar del suelo dos cerditos de chocolate, que puso cuidadosamente en los estuches transparentes. Tras dejar ambos estuches en el escaparate, tomó una chaqueta de una percha, se la puso, apagó las luces del comercio, cerró el local y se alejó tranquilamente por la calle Defensa.
Se encendió la lucecita roja de la cámara de televisión, la periodista exhibió su sonrisa profesional y empezó a hablar.
-Después de la pausa, continuamos nuestra visita a uno de los comercios emblemáticos de Buenos Aires, ubicado justamente en el histórico barrio de San Telmo. Habíamos visto que "Bombonería Circe" es una clásica chocolatería que pertenece a la señora Sofía Theotocopuli y que los renombrados bombones "Aea", que hemos probado, deben su nombre a una isla muy pequeña de Grecia, donde nació Sofía.
La cámara enfocó un sector del mostrador para mostrar tres cerditos de chocolate, que estaban fuera de sus estuches para facilitar la tarea del camarógrafo. La periodista continuó:
-Veamos ahora el más célebre de los productos de "Circe": los deliciosos cerditos de chocolate, conocidos incluso fuera del país, porque además de su sabor único tienen un diseño exclusivo: Sofía no hace dos cerditos iguales; cada cerdito es distinto. Si la cámara se acerca, comprobaremos que uno de los cerditos tiene unas patas muy cortas, otro ¡pobrecito! es tuerto del ojo izquierdo, mientras que el tercero luce unas enormes orejas. Es decir que cada chanchito tiene un diseño único.
La periodista se volvió hacia la señora Sofía y preguntó:
-Tengo entendido que solamente elabora entre veinte y treinta cerditos por año, pese a que son muy solicitados. ¿Por qué es tan limitada la producción?
La señora Sofía sonrió levemente.
-Los cerditos requieren ingredientes muy especiales y mucho cuidado. No es fácil elaborar cantidades grandes -contestó-.
-¡Claro, claro! Díganos, Sofía: ¿A qué se debe el nombre de su bombonería?
Sofía volvió a sonreír.
-Circe es... alguien que me enseñó este trabajo... y muchas cosas más.
-¡Ah, que lindo! Sofía le puso el nombre de su maestra a la bombonería. Para terminar esta entrevista, díganos si Circe le enseñó también la receta de los cerditos de chocolate, o si es una creación suya.
Esta vez Sofía sonrió abiertamente.
-La receta de los cerditos me la enseñó Circe, por supuesto.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04