El molino

Juan Planas

Un camión que se había detenido momentáneamente frente a la librería reanuda su marcha y se aleja por la avenida Corrientes. Suspiramos con alivio; todavía no ha llegado nuestra hora.

El dueño revisa unas facturas mientras Rosa, en la caja, hojea el matutino y Gerardo vigila junto a la puerta a las escasas personas que están hurgando los volúmenes en las mesadas. Para los demás, es un día como todos y la gente pasa a nuestro lado sin mirarnos ni sospechar nuestra tribulación; pero, aunque la supiesen, nadie se conmovería por un montón de libros condenados al molino.

Tal vez ellos no vengan hoy. Posiblemente ya terminaron la jornada. De ser así, aún me quedarían casi un par de días; pero, tarde o temprano, llegarán.

Por cierto, sabía desde mucho tiempo atrás que este momento vendría. Lo temí por primera vez hace muchos años, cuando Moncho le dijo algo a don Roldán acerca de los duraznos y éste ordenó que me mudaran de lugar. ¡Cómo cambian las circunstancias de la vida! El confiado optimismo con que nací se apagó aquel día y desde entonces miré el porvenir con preocupación.

¿Y si repasara mi vida? Hoy es viernes, ellos no vinieron en toda la mañana y probablemente no pasarán a buscarnos hasta el lunes; a lo mejor, me serenaré recordando los tiempos idos.

Según el pie de imprenta, fui terminado de imprimir el 16 de noviembre de 1955. De hecho, no estuve terminado hasta que salí de la encuadernación, lo que ocurrió un par de semanas después de aquella fecha. Esos detalles, desde luego, no tienen importancia y es inútil que me ocupe de ellos. Antes bien, voy a entrar directamente a la que llamaré mi existencia prenatal.

Una tarde de enero, mientras las cigarras cantaban bajo un sol deslumbrante en cierto suburbio de Buenos Aires, mi autor abrió un grueso cuaderno escolar nuevo de tapas duras y hojas cuadriculadas; recuerdo que comenzaba con una lámina de "Animales útiles y animales perjudiciales", y terminaba con el mapa orohidrográfico de la República Argentina. Quitó el capuchón de su estilográfica (entonces casi todos los autores escribían con estilográfica), desenroscó la parte inferior de ésta y llenó su tanque con tinta azul-negro. Tras limpiar la pluma con un secante, escribió en la cabecera de la hoja el título de la obra y lo subrayó. Redactó dos páginas de un tirón... que, tras releer, tachó por completo. Después cerró con fuerza el cuaderno y dio por terminada la tarea.

A la semana siguiente, tomó el cuaderno de nuevo y reanudó el trabajo. Esta vez tachó bastante menos; aproximadamente la tercera parte, de modo que en aquel segundo intento casi completó cuatro carillas. Eso sí, la tercera vez que se sentó a escribir tachó la mitad de lo escrito antes.

Al cabo de un año y medio, el original llegaba a seis cuadernos iguales; cierto es que buena parte de esta extensión se componía de tachaduras. Cuando por fin terminó su trabajo, que era una novela, la esposa del escritor lo mecanografió, pues las editoriales ya no aceptaban originales manuscritos. Como los fabricantes de la vieja Underwood se habían olvidado de incluir teclas para los signos de apertura de interrogación y admiración, la mujer los añadió a mano uno por uno. Por suerte, la máquina sí tenía acentos.

Entonces comenzó una peregrinación por las editoriales, buscando quién publicase la obra. Unas casas rechazaban el libro desde el primer momento; otras le pedían al autor que dejara su original y algunas semanas después le informaban que no les interesaba, o que existía alguna objeción ideológica o moral con la obra, o lo que fuese; otras editoriales sencillamente no le contestaban nada y el escritor debía insistir para que por lo menos le devolviesen el original. De ese modo transcurrieron dos años más, hasta que el autor, por fin, se hastió de tantas diligencias inútiles y cejó en sus intentos. El original quedó en el ropero, en la misma gaveta donde el escritor guardaba sus calcetines.

Hasta que cierto día le escribieron de una editorial pequeña, una empresa familiar, como la mayoría de las editoriales argentinas de aquel entonces. Estaban por comenzar una colección de novelas de escritores nacionales contemporáneos, y alguien se acordó de nosotros. Se llegó a un acuerdo; mi autor y el director-administrador de la editorial firmaron el contrato y el original pasó a la editorial. El escritor se sentía feliz. ¡Por fin veía coronados sus esfuerzos!

Dos semanas después, lo llamaron de la editorial; habían extraviado el original. Mi autor debió entregarles una de las dos copias al carbónico que conservaba (en la década del cincuenta las fotocopias eran muy caras), recomendándoles que esta vez tuviesen más cuidado.

El segundo original tuvo más suerte, e inmediatamente lo entregaron al corrector de estilo, quien eliminó los acentos de vió, dió, fué, quitó gerundios incorrectos, cambió palabras repetidas en el mismo párrafo, etc. y después de hacer unos cuantos arreglos más llamó a mi autor, para hablar acerca de las modificaciones. El escritor aceptó algunas y discutió otras.

Y por fin el original fue al taller, que funcionaba en la calle Perú, cerca de la editorial. Por empezar, compusieron el texto; entonces no hacían como ahora, que utilizan el archivo informático que le exigen al autor, sino que el linotipista tipeaba todo el texto, que salía compuesto en líneas de plomo. ¡Qué tiempos aquéllos! La escritura del autor quedaba grabada a fuego en la aleación de plomo. No había dos linotipias que compusieran exactamente igual; la justificación de las líneas, la alineación del texto tenían algo de individual, una fisonomía particular, como un rostro humano.

Terminada la composición, antes de armar las páginas imprimieron unas pruebas para que las revisaran el autor y el corrector. Eran unas hojas de papel muy largas, llamadas "galeradas" cada una de ellas con tanto texto como el que entraría en dos páginas y media del libro armado. Cuando mi autor recibió las galeradas, no sólo corrigió las erratas del linotipista, sino que hizo muchos cambios. En la editorial se enfadaron bastante cuando vieron lo que había hecho el escritor. El director-administrador telefoneó a mi autor para decirle que por esta vez pasaba, pero que esos cambios trastornaban el presupuesto y que si volvía a pasar tendrían que debitárselos de los derechos de autor.

Luego los tipógrafos armaron las páginas, el corrector depuró las últimas erratas y el autor, esta vez, fue más moderado en sus enmiendas, así que no hubo enojos. Después de un par de pruebas de página, dieron la orden de imprimir. Yo salí de una máquina "plana" de fines del siglo xix. Como solía ocurrir entonces, la máquina, que era tipográfica como la prensa de Gutenberg, no sólo imprimía el papel sino que los caracteres estampaban en él un ligero bajorrelieve.

Tal vez doy un poco la lata al recordar continuamente las técnicas de mis tiempos; pero a fin de cuentas, ya tengo edad para permitirme algunas pequeñas manías. Y sea como fuere, me siento orgulloso porque mi autor me escribió con pluma; y no con una "pluma" metafórica, sino con una estilográfica. También siento orgullo porque en el taller me hayan compuesto con una máquina que empleaba casi la misma aleación (plomo, estaño y antimonio) que utilizaba Gutenberg, y que la tipografía dejara aquel relieve que mencioné. Muchos viejos libros que yacen amontonados conmigo piensan como yo, y nos sentimos superiores a los adocenados volúmenes hijos de la computadora... aunque todos, al final, terminamos en el montón condenado al molino.

Por fin, los pliegos impresos fueron a la encuadernadora. Una vez terminados, nos colocaron en paquetes rotulados de diez ejemplares. Éramos tres mil hermanos, todos iguales. Un camión nos condujo a la editorial, que funcionaba en San Telmo, el barrio más antiguo de Buenos Aires, y mientras Rulo, el recadero, dejaba deslizar los paquetes por una rampa, Moncho, el encargado del depósito los apilaba en el subsuelo. Aquel mismo día, unos cuantos paquetes desaparecieron; yo era una "novedad", y eso garantizaba la salida de varias decenas de ejemplares para las librerías que compraban todos los títulos nuevos; pero en los meses que siguieron las ventas fueron mucho más lentas.

Un día que el señor Roldán, director-administrador de la editorial, había bajado al depósito, Moncho señaló los paquetes donde estaba yo con mis hermanos, y comentó que yo era un título "durazno". El señor Roldán echó una mirada al techo del subsuelo -que estaba surcado por un dédalo de cañerías- y dijo que había que preparar sitio para los nuevos libros que traerían de la imprenta. Moncho señaló los paquetes donde estábamos nosotros y dijo que nos podría mover al lado izquierdo. El señor Roldán le dijo que estaba bien, pero que no se olvidara de taparnos con un plástico.

Cuando Moncho y el señor Roldán se fueron, pregunté a los libros con más antigüedad en el depósito qué era un "durazno", y por qué mudaban libros de sitio y los tapaban. Me explicaron que llamaban "duraznos" a los libros de poca venta; y ésos eran los que apilaban a la izquierda del depósito, porque a veces los caños empezaban a desbordar de aquel lado; en cambio, almacenaban a la derecha los títulos que se vendían bien. Al día siguiente, entre Moncho y Rulo nos trasladaron a la zona amenazada. Quedó sitio libre para un título nuevo, que llegó aquella misma tarde.

Los libros de la zona izquierda del depósito vivíamos pesarosamente, convencidos de que, si no ocurría algún milagro, terminaríamos en el molino. No, desde luego, en un molino de viento sino en una siniestra máquina que describiré como una licuadora, tal como las que se emplean para preparar zumos frutales, pero gigantesca.

Libros invendibles, diarios y revistas se echan en el molino con abundante agua y las cuchillas maceran todo hasta reducirlo a pulpa; en una palabra, como ahora dicen, el papel se "recicla", transformándose tal vez en cartón o en servilletas descartables... o tal vez en algo peor. Si examinamos con cuidado un papel higiénico barato, seguramente encontraremos cada tanto alguna letra suelta. Los que entienden en artes gráficas hasta reconocen las familias tipográficas de esos caracteres perdidos y, mientras se disponen a efectuar su aseo íntimo, miran el pedazo de papel higiénico que han cortado y piensan cosas como "He aquí las letras g y a en Baskerville cuerpo 10; tal vez se trataba de una edición del Quijote o de la Divina Comedia".

Transcurrieron años. Cada tanto, Moncho o Rulo se acercaban a los estantes donde mis hermanos y yo estábamos almacenados y tomaban un paquete o, más raramente, dos. Alguien nos había pedido, y diez o veinte se salvarían del molino. Aquella noche, cuando la editorial quedaba vacía de sus ocupantes humanos, los libros del lado derecho, ufanos de sus muchos lecturas y de sus reimpresiones, se burlaban de nosotros: "¡Bravo! ¡Diez ejemplares vendidos!", "A este paso, se va a convertir en el best seller del año", y otras tonterías por el estilo... Como siempre, los que ganaban escarnecían a los perdedores. De día, los libros quedaban en silencio, y solamente oíamos a Moncho y Rulo, que servían los pedidos o apilaban algún título recién llegado mientras tomaban mate.

Varias veces, durante unas lluvias fuertes, desbordaron los caños y, pese a los plásticos que nos cubrían, se arruinaron unos cuantos libros. Por suerte, me salvé de los estragos del agua... pero, después de la tercera inundación, cuando bajó el director-administrador a inspeccionar el depósito, observó que ya estaba quedando poco sitio y que para despejarlo habría que mandar al molino algunos títulos.

Ese comentario desencadenó una ola de pánico en el lado izquierdo. Aquella noche, unos a otros, los "duraznos" nos preguntábamos a quiénes les tocaría. Los de la colección de filosofía estaban relativamente serenos, porque, aunque muy lentamente, venían pedidos de las librerías universitarias; otros, como los que formaban una corta serie de poesía nacional que durante años no habían tenido ningún pedido, estaban resignados a su destino. Los libros del lado derecho tuvieron la decencia de callar sus sarcasmos en aquellas horas de espanto.

Fue al día siguiente cuando mi suerte cambió de pronto; entre los escasísimos lectores que yo había tenido, alguien encontró cosas que no le gustaron nada; hizo un montón de subrayados con un lápiz rojo en un ejemplar y le enseñó el libro a un obispo; éste se pronunció en contra de la novela; dijo que atentaba contra los valores fundamentales y las mejores tradiciones del país, que yo no debería figurar en la biblioteca de ninguna familia argentina, etc. Como suele pasar en esos casos, la condena clerical impulsó notablemente las ventas, de modo que aquella misma semana me encontré en los anaqueles de una gran librería del centro de Buenos Aires.

Después del penumbroso depósito de la editorial, aquel mundo me deslumbró: mucho movimiento de gente, mujeres elegantes, luces, vendedores cultos... No llegué a conocer a fondo ese nuevo ambiente, porque a los pocos días dos mujeres jóvenes que estaban revisando los anaqueles de novelas recientes se detuvieron ante mí, me hojearon y comentaron que yo era el libro del que habían hablado en la televisión. Lo compraron y pidieron que me envolviesen para regalo.

Una semana después, una de las mujeres me regaló a Juan Carlos, su marido, que se entusiasmó mucho conmigo y me comentó con su mujer. Dijo que era un libro difícil de conseguir, porque el gobierno había secuestrado todos los ejemplares en la editorial para quemarlos; eran los tiempos del general Onganía.

Cuando Juan Carlos terminó de leerme, me puso en un anaquel y durante más de diez años no me moví de allí, hasta que Claudia, la hija de Juan Carlos, me encontró un día y, después de leerme, me prestó a una compañera de estudios; creo que se llamaba Myriam o Gladys, o un nombre parecido. Ésta y su novio me devolvieron algunas semanas después. Posteriormente, Claudia comentó con los padres que sus amigos habían desaparecido; un grupo de hombres con los rostros cubiertos irrumpió en su casa por la noche y se los llevó. En aquellos tiempos, esas cosas ocurrían con mucha frecuencia. Creo que no aparecieron nunca más.

Juan Carlos, que se había olvidado de mí, me releyó algunas semanas de aquel episodio. Me di cuenta de que los años habían transcurrido para ambos: él estaba canoso, tenía arrugas, tuvo que ponerse gafas para releerme. También yo mostraba algunas huellas del tiempo: los bordes de mis páginas empezaban a mostrar ese color tostado de los libros que ya tienen varias décadas, algunas manchas afeaban mi tapa y una hoja rasgada había sido reparada con un poco de cinta adhesiva transparente.

Volví al anaquel y ya nadie me volvió a leer... más aún: durante los muchos años que todavía faltaban para que terminara el siglo xx ni siquiera me tocaron, como no fuera cada tanto cuando se hacía una limpieza, y entonces me desempolvaban con un plumero. Cuando se acercaba el fin de siglo, Juan Carlos falleció, y su viuda se fue a vivir con su hija y su yerno. Vendieron la casa, y la mayoría de los libros que formaban la biblioteca de Juan Carlos se los llevó un comerciante de ejemplares usados.

Así pues, una mañana me encontré en la avenida Corrientes. Como todos saben, entre la plaza de la República y la avenida Callao se concentran la mayoría de las librerías de viejo de Buenos Aires.

Allí me colocaron en una mesada, en la categoría de 6,99 pesos: el dueño, que rápidamente revisaba los nuevos libros que habían llegado, dijo que yo casi había sido un best seller en otros tiempos, y que seguramente habría alguien que se interesaría por mí.

Pronto pude advertir que muchos de los libros en venta no eran usados; mis nuevos compañeros me explicaron que, al desencadenarse la gran crisis económica que azotó al país al llegar el nuevo siglo, las editoriales liquidaban sus existencias; como alternativa al molino, muchas vendían los ejemplares a libreros de viejo. Para quienes podían permitírselo, era una buena oportunidad de conseguir libros sin gastar demasiado.

Me alegró estar de nuevo en un ambiente de librería, con movimiento, animación y, sobre todo, muchísima gente. Pronto aprendí a discernir entre la gente que entraba en la librería: estaba el lector avezado, que rápidamente hurgaba entre los libros, leía de un vistazo los títulos y separaba los que le interesaban, si tenía dinero; estaba el lector de las noches de los sábados, que salía de la pizzería o hacía tiempo antes de entrar a alguno de los teatros de la avenida Corrientes y trataba de encontrar algún libro más o menos de moda; estaba el despistado, que en vez de buscar en las mesadas iba a preguntar por algún título de los que nunca se encuentran en una librería de viejo.

Las primeras semanas en la librería las disfruté; además, me encontraba en excelente compañía, pues los libros de 6,99 eran, en general, obras literarias valiosas. Yo me encontraba entre L’île aux pingouins, de Anatole France, y el tomo iii de las Obras completas de Dostoyevky. Era una mesada prestigiosa, y desde ella miraba con desdén a los papanatas que hurgaban entre despreciables libros de autoayuda o de posiciones sexuales. Ahora pienso que tal vez me desquitaba por los tiempos en que los libros del lado derecho de la editorial se burlaban de nosotros, los "duraznos".

Mi ufanía se desvaneció antes de lo que hubiera creído. En tanto que los demás libros iban siendo adquiridos, otros no encontrábamos lectores. Por fin, el dueño de la librería me transfirió a la mesada de 3 pesos, que además ofrecía cuatro libros por 10 pesos. En mi nueva ubicación, tenía por vecinos El significado de los sueños y Cómo agradar a las mujeres. Y ni siquiera allí alguien se interesaba por mí; cierto es que mi aspecto no me ayudaba mucho; sobre todo, el papel de mis páginas se había puesto decididamente castaño, y mostraba manchas y roturas por todas partes.

El dueño de la librería se quejaba continuamente de la crisis, porque la gente, sin dinero y muchas veces sin empleo, a lo sumo entraba, echaba una mirada y luego se iba sin comprar. A veces, las calles se llenaban de exasperados manifestantes, y el dueño esos días cerraba la librería porque tenía miedo de que la saquearan.

Ayer, el dueño le dijo a Gerardo que tenían que separar los "duraznos"; iban a achicar el local, y no había sitio para los libros de venta problemática. Nuevamente padecí el terror que había sentido muchos años antes en el depósito de la editorial, en la calle Perú.

La orden se ejecutó inmediatamente. Gerardo empezó a recorrer las mesadas y, sin vacilar, fue sacando los libros condenados, que apiló luego cerca de la puerta. "¿Llamaste al molino?", preguntó el dueño. Rosa le contestó que el camión pasaría el día siguiente por la mañana.

Como ya dije, yo me encontraba entre los libros destinados al sacrificio. Amontonados sin miramientos, ofrecíamos un aspecto lamentable con nuestras tapas ajadas, rotos, sucios, descosidos. Compartían mi suerte El problema de la tierra en España y en el mundo, un Almanaque mundial de diez años atrás, Cómo se puede vencer en la ruleta, una Tabla de logaritmos sin tapas, La calabacera de Jonás, El secreto de los triunfadores, Campanillas azules (sonetos), una Guía Baedeker de Florencia y varios cientos más.

Ésta es, resumida, mi historia. Ahora me percato de que no dije ni una palabra del contenido, salvo mencionar que se trata de una novela. Tal vez conviene que exponga sucintamente su argumento.

Pues bien: En el comienzo de la novela el lector encuentra a dos de los protagonistas hablando, con aire taciturno, en un café de la avenida de Mayo. Es el invierno del año 1955, y, como todos saben...

¡Un momento! Gerardo acaba de exclamar "¡Al fin llegaron!" Rosa responde sentenciosamente "Nunca serán puntuales", y dos astrosos individuos entran, Gerardo nos señala y comienzan a meternos en grandes cestas, que vacían en un camión, donde nos vemos mezclados con diarios viejos, revistas, cajas de cartón y toda clase de derivados de la celulosa. Cuando terminan, suben rápidamente al camión y partimos... rumbo, desde luego, al molino. ¡Ay! ¡Tengo mucho miedo! ¡Ay! ¡Estoy condenado sin esperanza!


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03