Los cachorros de Santocielo
Juan Maya
Fue una tarde, semanas antes de que las tropas contrarias pasaran por la ciudad, cuando Rita Santocielo estuvo mirando al Cojo montar a su hembra vieja. Rita se talló los ojos, un tanto para restregarse el polvo, otro tanto para hacer como que no miraba. Sin embargo, lo vio todo. El Cojo había estado un buen rato cazando aquella perra; luchó hasta ahuyentar a los demás perros, y una vez que lo hizo, ejerció toda su fuerza sobre la vieja hembra. Ella trató de huir, pero se acorraló en una barda de piedra y ya no pudo evitar nada. Rita estaba cerca cuando el Cojo se le montó a la perra. Su miembro lo descubrió de una funda de pelos, mojado y crudo. Antes de que hundiera en las entrañas de la hembra, un ligero chorro verduzco salió involuntariamente.
Fue la primera vez que Rita se restregó los ojos. Una y otra vez, el Cojo se sacudía en ese viejo pellejo que esperaba pacientemente ser fecundado. Las lenguas de las bestias se estiraron de lado sacudiéndose al compás de los jadeos; aferraron al polvo sus patas, que en ese momento eran músculos frágiles, y al final, terminaron por doblarse.
Los perros se apartaron, ajenos ya. El Cojo anduvo en círculos, como embriagado, y después huyó repegado a la barda, haciendo sonar sus costillas contra las piedras. La perra se quedó acostada en el polvo. Rita Santocielo se acercó a pasos cortos. Le pareció percibir un extraño olor que era singularmente desagradable. Agachándose, pudo tentar una mancha oscura que la humedad de los sudores formó en la tierra. Nadie había visto nada, tan sólo ella. Le amarró un lacito a la perra y se fueron para su casa.
Un domingo de San Juan, alguien en la ciudad empezó a rumorear que las tropas enemigas andaban en las rancherías vecinas. Ese mismo día, pero en la tarde, uno de los vecinos vio unos soldados por las primeras acequias, y corrió a dar aviso al palacio de gobierno. El escándalo se hizo inmediatamente. Todos andaban apresurados escondiendo a las mujeres más jóvenes. En vano gritaba la Nana para encontrar a Rita Santocielo, pero la niña estaba del otro lado de la ciudad, siguiendo a su perra que se le había escapado. El animal ya tenía las tetas hinchadas y rosas.
La Nana afirmó, hasta su muerte, que ese día buscó a Rita por todas partes, pero el supremo sabe que, en cuanto miró la nube de polvo y escuchó los primeros chasqueos de los caballos, corrió a su cuarto, se hincó y ni siquiera rezando se acordó de Rita.
La tropa eran apenas ochenta individuos mal uniformados, todos igualitos: pelones, chatos, de ojos escondidos y labios gruesos. Y tan flacos como sus caballos. Al frente venía el capitán, que se distinguía por su áspera figura. Estaban huyendo de un ejercito mucho mayor, así que no se quedaron en la ciudad y su paso fue apresurado.
Mas nadie salió de mientras a la calle. Sólo los borrachos y Rita Santocielo, que aún seguía por las calles a su perra embarazada. Y al dar vuelta en una esquina, Rita quedó frente al capitán y su caballo. La perra escapó. Los soldados se detuvieron cuando el capitán alzó una mano. Rita hizo a un lado sus cabellos mojados de sudor, atorándolos detrás de las orejas; alzó el rostro para mirar al capitán, y al mirarlo el sol le dio en la frente, arrugó la cara y levantó la mano para hacerse sombra en los ojos. El capitán sonrió equivocadamente creyendo que aquel gesto había sido un improvisado saludo marcial; bajó de su montura y miró a la niña. Debajo de la corta falda se prometían unos muslos fuertes que ahora sólo estaban empolvados y con las rodillas raspadas; el capitán no pudo evitar la imagen de la vaginita aún sin vello y después del abdomen firme y las chichis formándose, todavía como guayabas.
Rita sintió que se le escapaba un chisguete igual al del Cojo mojándole entre los muslos. Cuando se le acercó el capitán le vio cara de perro. Se dejó abrazar pero después quiso zafarse cuando le mordió los labios. Una mano del capitán se abrió paso hasta llegar a las tetas, las acarició; después se fue hasta la vagina, que frotó por sobre la falda. Uno de los soldaditos, entre enojado y con prisa, le gritó algo y sólo entonces el capitán soltó a la niña, luego montó a su caballo y sacó la pistola para presumírsela a Rita. El capitán dio la orden de seguir y al poco rato ya habían salido de la ciudad.
Rita caminó sola hasta su casa. Al llegar encontró a la perra que la esperaba echada en la tierra. Rita abrió la pesada puerta de madera, llegó hasta el patio y se recostó al pie de la fuente y unas horas después ahí la encontró la Nana.
¿Qué te hicieron? ¿No te paso nada, hija? Rita no contestó, su mirada estaba en el portón donde se hallaba recostada la vieja perra. Pero reaccionó cuando la Nana dijo: ¡Ay, qué bueno, niña, porque esos desgraciados soldados no respetan ni a sus madres, y tú ya debes irte enterando que nomás con mirarte tienes para quedar preñada! ¡Con sólo mirarte! Eso resonaba en su cabeza hasta lastimarla.
Ándale, Rita, ya vete a tu cuarto a descansar... y sí, se fue a su cuarto, pero no a descansar. La oscuridad le trajo la imagen fresca del capitán. Se quedó dormida, pero entonces lo soñó, algunas veces con cara de perro, mirándola, y toda la tropa también eran perros; otras, las más atroces, lo imaginó con cuerpo de bestia pero rostro de hombre, y ella era como la vieja hembra y él la montaba hundiéndole su pito rojo, repetitivamente, hasta que se le doblaron las corvas.
La vieja perra, en cambio, dormía placidamente cada noche, mientras se le hinchaba cada vez más la panza. Rita siempre andaba a su lado, iban juntas a todo rincón. Ya ni siquiera la regañaban cuando dejaba entrar a la perra a la cocina y ni aún cuando el animal se empezó a dormir en el cuarto de Rita. oscuros hilos utiliza el destino para tejer el final de los hombres, y oscuros se vuelven éstos cuando descubren sus destinos. Rita se convirtió en una sombra que rara vez salía de su cuarto. Destinaba sus horas a mirarse en el gran espejo de latón que se hallaba a mitad de su cuarto, creyendo ver que su panza también crecía. Robó algunas prendas de la Nana, para que nadie notara su embarazo, y a nadie miraba a la cara, por vergüenza. Una semana se estuvo sin hablar, luego no quiso comer y se pasaba las tardes rezando. La nana se preocupó entonces, y amenazó a Rita con llevarse de ahí a su perra si no cambiaba sus modos. Esa misma noche, la niña entró al cuarto de su Nana y del costurero sacó unas tijeras de costura.
Antes del amaneces, la Nana despertó al escuchar los chillidos de la perra. Cuando abrió la puerta, el enojo fue mitigado por la sorpresa: Rita estaba llorando, de rodillas, junto al cadáver de la perra. En el piso estaban, de un lado, las tijeras llenas de sangre, y en el otro, tres cachorros muertos, con las lenguas asomándose por los hocicos chatos y húmedos. Hija de la chingada, ¡estas loca!, la Nana chillaba sin saber qué hacer. Dejó a Rita encerrada con su colección de cadáveres y no escuchó cuándo la niña, tumbada en el piso, le pedía que no la dejara sola. La Nana se lamentaría durante muchos años, y se pasó las noches de su vida mirando el cuarto de Rita sin comprender porqué había hecho lo que había hecho. Esa mañana en que la dejó encerrada en la alcoba, la Nana fue a Catedral por un sacerdote y ambos buscaron un doctor. Los tres llegaron al cuarto de la niña como a media tarde. La Nana sacó la llave y abrió. Ni el sacerdote ni el doctor han hablado nunca de lo que vieron en ese cuarto: Rita estaba tumbada, con la panza abierta, con las tijeras en una mano, con los ojos abiertos; pero de sus estomago sólo salían tripas, no cachorros. La Nana ni siquiera se asomó, pero pudo ver lo que el espejo, a mitad del cuarto, le reflejaba.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05
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