La culpa

Guillermo Vega Zaragoza

Ella me lo contó así. Venía saliendo de su penúltima crisis. Se había divorciado porque dejó querer a su marido, pero sobre todo porque se consiguió un amante, al que mantenía en secreto y al que sólo identificaba con sus iniciales: PP. El Peter Pan, le decía ella, pero ahora le da por referirse a él como el Pinche Pendejo. Se fue a vivir con el PP, pero él se cansó bien pronto de la vida en pareja y sus responsabilidades, y le empezó a buscar defectos para que ella se hartara y lo dejara en paz. Y decidió pegarle en lo que más le dolía: la edad. En realidad no era vieja, ninguna mujer es vieja a los 37 años, pero la verdad es que ciertas partes de su cuerpo empezaban a ceder ante la Ley de Gravedad, así que se inscribió en un gimnasio y se puso a hacer aerobics. No obstante, el PP estaba decidido en hacer realidad sus peores pesadillas. Discutían y se peleaban, incluso habían llegado a los golpes, pero las reconciliaciones siempre eran apoteósicas, encerronas de fin de semana, coge y coge. No son mis palabras, son las de ella, porque así me lo contó.

Total, en una de esas encerronas, luego de una batalla campal, con platos rotos y toda la cosa, debido a que el PP no le quitaba la vista de encima a una edecán del seminario al que los invitaron en Chiapas, estaban cogiendo y él le comía deleitosamente el sexo, deveras, así me lo dijo ella. De repente, el Peter Pan se detuvo, ella le urgió que siguiera, pero no sucedió tal. Le preguntó qué le pasaba. "Tu coño sabe a vieja", le dijo y ella le propinó un certero rodillazo que le rompió la nariz y le aflojó tres dientes. No le dio tiempo ni de vestirse ni de recoger nada. Se envolvió en una sábana, se subió al coche y se fue a casa de sus papás. Dejó todo en el departamento de él: ropa, libros, discos, muebles, cuadros, no quería saber más del Pinche Pendejo y él se salió con la suya: a las pocas semanas lo vio con una jovencita de 20 años colgada del brazo.

Por si fuera poco, para terminar de darle en la madre a su autoestima, la ruptura coincidió con el cambio de sexenio y se quedó sin trabajo. Le dieron su buena lana de liquidación. Y se fue a Europa, sola, con la firme intención de reencontrarse con ella misma. El problema fue que ella misma se quedó en México y al regresar casi acabándose de bajar del avión, se estampó con un trailer en el cruce de Misterios y Circuito Interior. El Tsuru nuevecito quedó deshecho, pero ella todavía pudo salir del carro, hablar por teléfono al seguro y sentarse en la banqueta a esperar. Era de noche y llovía copiosamente, así que se llevó la mano a la frente para engujar las molestas gotas que le empañaban la visión y sólo entonces se enteró que estaba empapada en sangre. Le dieron siete puntadas en la cabeza, según me enseñó, y afortunadamente no se fracturó el cráneo. Por eso tuvieron que cortarle su querido y cuidado cabello y ahora conserva el corte casi a rape, que la hace ver como una bella Sargento Ripley de la Condesa.

Con esa pinta entró a La Culpa, el antro que estaba de moda en ese entonces, según me contó ella, uno de esos bares que crecieron como herpes a mediados de los noventa por toda la ciudad, en colonias como la Roma, la Condesa y, sobre todo, el Centro Histórico. La fórmula era sencilla: acondicionaban una vieja casona, la medio restauraban, le metían unos bancos, unas mesas, una barra, y a hincharse de billetes, alcoholizando pubertos y yupitecas en proceso de reviente.

Monón el lugar. De dos plantas: en la de arriba había pista de baile, tiro al blanco con dardos y hasta mesa de billar; en la de abajo, más íntima, sólo una barra y algunas mesas. Prefirió ésta. Se sentó en la barra, junto a dos hombres que platicaban animadamente y bebían cerveza. Ni siquiera voltearon a mirarla y eso que, según ella, se veía muy bien y estaba muy contenta porque parecía que por fin se le haría lo de una nueva chamba. El tipo más próximo a ella vestía una chamarra negra, holgada, con el escudo de un equipo de americano, no se fijó bien de cuál, pero era negro y amarillo, de seguro de los Acereros de Pittsburg. Tenía el cabello largo, castaño, que se adivinaba sedoso bajo la gorra negra de beisbolista también con un escudo, aunque tampoco supo de qué equipo, pero tenía vivos rojos, por lo que a lo mejor era de los Medias Rojas de Boston. Pero lo que sí le llamaron la atención fueron las grandes manos masculinas, quizá un poco desproporcionadas para lo delgados que se adivinaban los brazos bajo la chamarra, además de que no parecía muy alto, aunque ya se sabe cómo es engañoso eso de la altura cuando uno está sentado. Ella pidió un margarita y sólo entonces el tipo de la gorra le obsequió un furtivo vistazo a las bien torneadas piernas que revelaba la minifalda que vestía. Ella lo observó, él levantó la cara y sus miradas coincidieron el tiempo suficiente para que ella se atreviera a sonreír y advertir unos ojos claros y bellos enmarcados por cejas pobladas y simétricas. Pero él ni se inmutó y siguió platicando con su camarada. Pero en ese entonces ella era de armas tomar, aunque dice que ahora ya no, y le espetó: "¿Qué? ¿Te parecen poca cosa mis piernas?" Él no se apresuró a contestar. Tomó un largo sorbo de cerveza antes de verla de soslayo: "Al contrario: son demasiado para mí". Entonces la miró a los ojos y sólo entonces le sonrió: bajo la barba de días adivinó el que entonces le pareció unos de los rostros más bellos que ella hubiera visto en su vida. "Víctor", dijo él y le extendió la mano. Ella apenas alcanzó a balbucear su nombre. A partir de ese momento, no existió para ella nada más que él. Le contó sus aventuras y desventuras, lo del divorcio, lo del viaje, lo del accidente, menos lo del PP y los dientes rotos, porque ya se estaba poniendo medio borracha pero no estaba idiota. Él era ingeniero de sonido, sobre todo de películas y comerciales, un mago de la computación que tenía todo un arsenal de aparatos, la última tecnología, si quería podía enseñárselos en su departamento. Perdió la cuenta de los margaritas y fue dos veces al baño, mientras él seguía bebiendo cerveza sin inmutarse ni moverse del asiento siquiera. Al regresar la última vez, Víctor le tomó la mano, le besó la palma y le pidió que se fueran de ese infecto lugar. Dijo "infecto" arrastrando las sílabas. Ella aceptó con un suspiro. Entonces se percató de que el camarada de Víctor había estado todo el tiempo junto a ellos, sin pronunciar palabra. Víctor pidió la cuenta y sólo le dijo: "Vámonos". El camarada se bajó del banco, se arremangó la chamarra y cargó a Víctor como se carga a las recién casadas cuando van a entrar a su nuevo hogar.

En el asiento más trasero de la camioneta Suburban, Víctor la besa y ella no lo rechaza. Hurga anhelante en los recovecos de la blusa y la entrepierna de ella, hasta que logra, por fin, remover la pantaleta e introducir los dedos en su intimidad. "No", dice ella, al tiempo que aparta las grandes manos de Víctor y se acomoda la ropa. Llegan a la casa, que en realidad se trata de una amplia bodega acondicionada como habitación. En el fondo está el equipo de sonido, que se le imagina como una cabina de avión. El amigo posa suavemente a Víctor en una silla de ruedas motorizada. "¿Todo bien?" dice y sale silenciosamente. Víctor enfila su vehículo hacia los aparatos de sonido y coloca un disco compacto en el reproductor. Retumban las notas de "Head like a hole" de Nine Inch Nails a todo volumen: "Inclínate ante tu amo, porque vas a recibir lo que mereces", vocifera Trent Reznor desde los altavoces. En medio de todo el escándalo ella se da cuenta de que Víctor le habla porque sus labios se mueven pero no puede oír nada. Se acerca a él y apenas alcanza a descifrar un "Desvístete". Ella mueve la cabeza en señal de que no entiende. Víctor baja el volumen y ruge: "Que te desvistas. Al compás de la música", y vuelve a subir el control hasta el 10. Ella se queda inmóvil unos instantes. Empieza a mover las caderas y a desabrocharse con parsimonia la blusa y la falda, para quedar finalmente en sostén y pantaleta. Acaba la canción y Víctor le ordena con un ademán que se acerque. Con un solo movimiento libera sus pechos de la prisión de encaje y mira fijamente los atónitos pezones. Los mordisquea ávidamente mientras con la mano se abre camino por entre la tela de la pantaleta y, ahora sí, sin ningún obstáculo, introduce los dedos en la húmeda cavidad. Ella gime, al tiempo que acaricia los largos y sedosos cabellos de Víctor. De repente, ella se aparta y se hinca ante él, que la mira desconcertado. Sus manos empiezan a recorrer las delgadas y menguadas piernas de él, por encima del pantalón de mezclilla, e intenta desabrocharle el cinturón. Víctor le da un violento empellón y ella cae de nalgas, desnuda, con las piernas abiertas. Víctor llora y murmura: "No entiendes nada". Ella lo estrecha contra su pecho. Logra calmarlo un poco, mientras la voz del cantante sentencia: "No puedo dejar de pensar que Cristo nunca tuvo que soportar algo como esto". Ella lo toma en sus brazos y lo coloca cuidadosamente en el suelo, como se hace con algo muy preciado y frágil. Parece pesar muy poco. Le desabotona la camisa y empieza a lamer, besar y morder su torso hasta que llega a la cintura y sin ningún impedimento abre la bragueta. Bajo la macilenta luz, puede ver el enjuto miembro de Víctor como un solitario ojo apagado. Ella lo devora y su lengua juguetea con él como si se tratara de una aceituna. Víctor, por fin, se deja hacer, llorando en silencio, sin que su mustio miembro parezca querer dar signo alguno de vida. Ella lo succiona, lo engulle, lo exprime y se afana en su esfuerzo hasta lograr arrancarle unas pálidas y dolorosas gotas blancas. Víctor grita y se estremece violentamente. Ella se recuesta a su lado, tratando de calmarlo, cubriéndolo con su cuerpo desnudo. Las bocinas exhalan una última verdad: "Si fuera dos veces el hombre que puedo ser, aún así sería la mitad de lo que necesitas".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/01