La noche del Chololo
scorpio
Carlos Zugasti
Desperté sobresaltado por el sonido del teléfono. Era Jorge que escuetamente me informaba que el Chololo se estaba quemando. Vi el reloj arriba del televisor; marcaba las tres de la mañana. A mis preguntas del cómo y del por qué, Jorge, con voz entrecortada y llena de tristeza me informó que alguien le avisó del incendio; se vistió, salió a la terraza y desde allí estaba llamando.
Me vestí presuroso, cogí las llaves del "bochito" y en pocos minutos estaba en el entronque de Zihua. En ese momento reflexioné: ¿ por qué tanta prisa? Salir corriendo en la madrugada y lanzarme a la carretera. ¿Para qué? No hubo una respuesta congruente, no había un interés determinado en la discoteca "el Chololo", sin embargo tenso e inquieto me dirigí hacia la zona hotelera de la playa. Al llegar al último recodo y ya en la entrada del Hotel Sotavento, vi varios vehículos, entre ellos una patrulla con las luces de su torreta encendidos, y un camión-pipa para agua. Un policía me hizo señas de detenerme para después continuar y luego proseguí hasta la casa de Jorge.
Al bajar del auto alcancé a ver en el cielo un resplandor color naranja y densas nubes de humo que ascendían desde metros abajo. Me dirigí hacia la reja y me enfilé por el pasillo directamente hacia la terraza en donde Jorge estaba con Gaby asomados sobre la terraza, viendo en dirección de la bahía. Junto a ellos estaba el grupo de siempre, como si se tratara de otra más de nuestras reuniones festivas, sin embargo en esta ocasión todos estaban silenciosos, viendo como hipnotizados las llamas y el hongo de humo que se desplazaba perdiéndose en el horizonte.
Ninguno hablaba; abajo desde la escollera se escuchaba el rumor de voces entrecortadas que se aunaba al rítmico batir del choque de las olas contra las rocas. Después escuchamos el arranque de un motor, que indicaba que sin duda habían instalado una bomba de agua y succionaban agua del mar para apagar las llamas.
Gabriela preguntó sin alguien quería café, yo asentí con la cabeza.
-Siento como si un pariente mío estuviera muriéndose, dijo Luko, atesandose un imaginario bigote con el pulgar y el índice de la mano izquierda desplazándose desde el centro del labio hacia los extremos de la turgencia de su labio superior, tal y como lo hacía hace años. Fue cuando lo recordé a la entrada del Chololo, con su pantalón azul, su camisa blanca sin cuello y desabotonada en la parte superior del cuello, del que pendían varios collares, resultado de sus cacerías nocturnas de gringas, gabachas y alguna otra chica de la localidad.
Su melena castaña con los mechones rubios caía sobre los hombros mientras su enorme sonrisa era enmarcada por aquel bien cuidado bigote que se desparramaba sobre sus labios. Era él quien ese encargaba de administrar el Hotel Caracol y por supuesto la disco, mientras Pepe fungía como propietario deambulando entre las mesas saludando a los lugareños y a los recién llegados. Luko y Pepe, eran en ese entonces la mancuerna acertada, que le proporcionaban vida al hotel, al restaurante y a la discoteca el Chololo.
Fueron ellos los que decidieron cubrir aquel patio terraza con una palapa, dejando un espacio libre sin cubrir, que era una pequeña terraza que daba al pequeño acantilado y que después se convirtió en el espacio preferido para bailar viendo el cielo estrellado, escuchando el incesante golpear de las olas contra las rocas. Este espacio en los días calurosos del veranito, en los que en las noches aparecía la lluvia tenue, era el espacio predilecto de los enamorados, de las parejitas que se dejaban seducir en contoneos cachondos, abrazándose estrechamente para ser pareja y después retirarse confundidos con las sombras de la playa y dirigirse a sus hoteles.
Fueron el Luko y el Pepe, quienes en uno de sus momentos de creatividad decidieron decorar el lugar con aquellas bolsas de manta de azúcar La polar, que rellenos de arena y de aserrín a manera de cojines decoraban el lugar y eran motivo de comentarios de los gringos.
Al ver esa madrugada a Luko en la terraza observando con detenimiento al Chololo en su última función, noté una par de lágrimas furtivas que se deslizaban de su rostro; Gaby continuaba en su papel de anfitriona con la cafetera, sirviendo aquel aromático café que menguaba la resequedad del ambiente.
Cada vez que el fuego se reanimaba subían las llamas y el cielo antes naranja se teñía de amarillos y nos acercábamos mas a la baranda de la terraza. Nuestra visión no mejoraba, pero tal vez el archivo de la memoria, al menos a mí me incendiaba y me parecía ver entre el humo y el fuego a los bailarines, inmiscuidos en una luz mortecina que parecía abrillantarse en las lámparas de las pocas y privilegiadas mesas que circundaban la pequeña pista de baile. Allí estabamos, cuando nos enteramos de los proyectos de la creación de un desarrollo turístico, allí estabamos cuando vimos desfilar a los coordinadores, a los ingenieros y arquitectos explayándose en sus logros o soslayando sus errores, allí vimos a los jefes y a los jefecillos de siempre seguidos de sus partiquinos, sin faltar aquellos que por su estulticia y prepotencia se ganaron merecidamente los homenajes de indiferencia que los cubrió hasta su emigración. Pocos fueron los que se quedaron, la mayoría se alejó, otros como Randy se quedaron. Sí, el Randy y la Lupita. Ellos en el Chololo, en una noche de disco' anunciaron el compromiso de su boda, y en varias ocasiones él fungió como sacaborrachos necios que armaban pleito. Sí, el mismito, que cuando se divorcio se hizo modelo y actor de cine y que de vez en cuando se desplazaba con su nueva conquista para saludar a Lupita e irse a bailar al Chololo, para corretear recuerdos.
Entre las volutas de humo que cubrían el espacio de la cantina hecha de parota me pareció también ver a las canadienses: la Trisha y la Dominique, que como golondrinas aparecían cada verano recorriendo las playas, hospedándose primero en los hotelitos, luego para prolongar su estancia hasta de cuatro o seis meses, se iban a una casa de huéspedes o alquilaban una casa y así fue durante cinco años, en los que año con año recalaban. A ellas me pareció verlas entre las volutas de humo llorando al unísono porque iban a operar a Jorge y una tarde lo habían ido a despedir al aeropuerto, de regreso y ya en la noche se fueron al Chololo por unos tragos para terminar como plañideras bien borrachas. Nadie se atrevió a decirles en que consistía la operación y el porque, el Jorge había actuado en forma tan enigmática y misteriosa ocultando la realidad de una operación de una almorrana con escara. Nadie les explicó que el pudor y la vergüenza eran mayores que la explicación de una simple operación. Recuerdo a la Trisha, que semanas después y en la convalecencia del Jorge, se dedicó a cuidarlo y funcionar como mesera, cantinera, recepcionista y encargarse junto con la Dominique del restaurante. Ella fue la que acompañó al Jorge por Michoacán para comprar vajillas, cazuelas, jarros y otras artesanías que le dieron un nuevo" look" al lugar.
Ese par de canadienses me acompañaron a la inauguración del primer hotel y a encender las luces del bulevar del desarrollo turístico vestidas elegantemente acaparando esa noche la atención de todos. Meses después alrededor de una mesa, todos reíamos de las plañideras, no sin añorar su presencia y su espíritu de camaradería y diligencia, porque también, conocimos sus facetas de personas nobles y sensibles cuando nos llegó una colita de ciclón que recalo en Zihua, y lo volteo de cabeza, sobre todo cuando en el almacén se cayeron las casuchas, allí las vimos junto con los demás arrastrando muebles viejos, bañando chamacos y recolectando dinero entre los turistas para medicamentos.
Claro que el Luko se acordaba, claro que yo me acordaba, claro que todos se acordaban de su improvisada carrera de barman, y por supuesto todos recordaban su incapacidad para preparar bebidas: las cubas, los martinis y sobre todo las margaritas que preparaba, eran bombas Molotov, que en pocos minutos daban cuenta del mejor bebedor. El bruto del Mike que se acordaba del bar, mientras todos nos acordábamos de Sarah, la bella gringuita que vivía por el Capricho del Rey.
Sarah, era la hija del policía neoyorkino, aquel negro fuerte, de pelo ensortijado, de mirada penetrante, ya viejón, que se casó con la Liduvina y tuvieron dos hijas más y un niño. Quién no se acuerda de Sarah y su padre, el expolicía medio loco que tiraba balazos a todo aquel que se acercaba a su casa y a su huerta, quien no se acuerda de él; que surgía de repente para gritar en inglés y español:
-¡Fuera, esto es propiedad privada! ¿Quién no se acordaba de Sarah viéndola danzar en el Chololo? Ella se comía la pista, sus evoluciones y su cadencia eran algo únicas. Su manera de iniciar el baile con pasos lentos, para después transformarlos en giros rápidos al compás de la música. En esa luz mortercina, en esa umbría cautivante a mitad de otras sombras que ceñían el espacio, Sarah se apoderaba de nuestras miradas. Verla bailar era asomarse al proceso de una creación continua, con una coordinación muscular, con movimientos simultáneos de cintura, cabeza, de sus blancos y largos brazos y sus ojos entrecerrados y su boca sensual a veces semiabierta. Verla era como una liberación, como una forma de sublimar los exaltados sentimientos de su personalidad sensual. Allí ella se transformaba; cuantas veces la vi en las calles del pueblo, o en mi oficina y su presencia no era tan relevante, pero allí en la pista del Chololo su belleza adquiría un aire sensual, animal, si se quiere, del que irradiaba una seducción irresistible, sus pasos cortos, casi acariciando el piso, el torso inclinado ligeramente hacia atrás, el pecho erguido con sus senos corolando su torso, mientras su cadera se movía en un ligero contoneo. Cómo no se iba a enamorar el Mike de ella, cómo no iba a rabiar cuando la veía bailando sobre la pista mientras él estaba detrás de la barra del bar, cómo no iba a llorar cuando a los pocos meses de noviazgo lo rechazó Sarah.
Mientras el Mike decía alguna tontería, vi al fantasma de Sarah flotando entre las volutas de humo y al reventar una ola sobre las rocallas su imagen se dispersó en el aire.
-¿Quieres más café? Dijo la Chela que había sustituido a Gaby en el servir café a los que presenciábamos aquel espectáculo de fuego, humo y recuerdos. Aún sin esperar mi contestación, me sirvió el café y me sonrió como aquella primera vez que la vi en el malecón: era una nativa bella, de hermosa, larguísima cabellera, que se desplazaba con toda la gracia y la soltura de las mujeres de Zihua, que me observaba mientras me acercaba con temor a las rocallas para zambullirme en el agua. Inmóvil seguía en silencio mis torpes evoluciones acuáticas. Al tercero o cuarto día de encontrarnos en el malecón para el ritual de mi baño tempranero, la invité con un gesto a lanzarse al agua. Se zambulló en forma impecable. La soltura de sus movimientos destacaba contra la torpeza de los míos. Aparecía y desaparecía entre las olas y era un placer verla deslizarse bajo el agua. Nos hicimos amigos. Siempre me la encontraba allí en las mañanas y en las noches se reunía con todos en el restaurante y cuando Jorge ponía en el tocacintas el cassette de Las cuatro estaciones de Vivaldi, era la señal de que se cerraba el restaurante y trasladarnos todos al Chololo. Una mañana noté su ausencia y en la tarde pregunté por ella. Fue cuando me informaron que la noche anterior saliendo del Chololo, como siempre se fue por el rumbo de la playa, cuando un marinero la atacó y la violó. La revelación resultó brutal. Una vez reunido el grupo acordamos acompañarla a levantar una acta y denunciar al patán. Pronto el marinero culpable, fue atrapado, estuvo en prisión y tiempo después emigró hacia otro lugar. Con el acta de la denuncia Chela pudo acudir al sanatorio para una intervención medica y subsanar lo sucedido. Después de eso Chela, nos relató la incomprensión de su familia, de su ignorancia, no por el hecho de haber sido violada con violencia, sino por haber aceptado el legrado. Pronto fue aceptada por nuestro grupo, se le consiguió trabajo, rehizo su vida y en rara ocasión recaló en el Chololo.
Mientras tanto allá abajo el fuego proseguía su marcha destructora propagándose a los morillos de las esquinas, y al tejado principal. Las llamas subían con ensordecedora crepitación cada vez más altas, consumiendo ávidamente la madera seca y en pocos momentos aquella mole se convirtió en una antorcha fulgurante que destacaba sobre la severa inmensidad del cielo oscurecido aún mas por el humo. Alcanzamos a ver un hoyo gigantesco que lanzaba cascadas de chispas y tizones ardientes para devorarlo todo, como si se intentara desafiar todos los recuerdos y como si el fuego quisiera acabar con todo Zihua. Después mas humo y luego chorros de agua menguaron el fuego; cambio el viento y el humo se revirtió sobre la zona contraria de la bahía. Muchos tosimos, y era imposible permanecer allí; dejamos la terraza, entramos a la casa, y luego poco a poco, nos retiramos en silencio.
Al día siguiente en el periódico local no se mencionó el incendio.
Como si allí no hubiera pasado nada.
Otro cuento de: Bar | Otro cuento de: Cabaret | ||
Otro cuento del Mismo Autor | |||
Sobre Carlos Zugasti | Envíale e-mail | ||
Índice de temas | Índice por autores | El Portal | Lo Nuevo |
Mapa | Índices Antología | Comunidad | Participa |
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Feb/00