La parranda
- Yerbabuena
-¿Cuántos estás cumpliendo? -preguntó Isaías.
-Quince -dije.
-Es un número perfecto -dijo él-, ven conmigo, baja. Vas a pasar una noche increíble.
Y yo, que tenía medio cuerpo asomado por encima de los helechos que colgaban del balcón, no me detuve siquiera dos segundos para pensarlo sino que atravesé la sala a toda velocidad y bajé la escalera de dos en dos para ir a su encuentro.
-Vení que no te lo vas a olvidar nunca.
Dijo Isaías tomándome por la barbilla, estudiando mi rostro como si tuviera la intención de pintarlo; y luego agregó:
-Anda, sácate esos pocos pelos de la cara. Es mejor que aparezcas bien afeitado. Si se dan cuenta de que apenas te crece la barba te van a tratar como a un niño.
-¿Quién? -pregunté.
-Dale, dale, sube y aféitate que te yo te espero aquí abajo. Hoy te voy a enseñar a dar los primeros pasos.
Los primeros pasos. No había esquina en la que no dobláramos a la derecha o a la izquierda. Al poco rato de andar me encontré recorriendo calles nunca vistas. Llegué a pensar que Isaías, tras haberse comprometido a mostrarme la vida "tal cual era" como regalo de cumpleaños, no sabía muy bien por dónde comenzar. Por un momento pensé que toda esa sabiduría callejera que parecía sustentar cada uno de sus actos se mostraba completamente inútil a la hora de compendiar una vida en una noche. ¡Qué inocentes que somos a esa edad!
Finalmente, llegamos a una casa cuyas ventanas despedían una tenue oscuridad. Afuera recién comenzaba la noche; adentro, las luces dejaban adivinar no cuerpos sino apenas sombras en movimiento. Guiados por el olfato como dos perros seguimos la estela del vicio que, iniciada en la volutas del humo de los cigarros, llevaba por un atrayente sendero a las muchachas de la barra; audaces jóvenes que pechaban el ambiente con sus escotes pulposos.
-Tomate esto de un trago -ordenó Isaías.
Luego ordenó otras dos copas y nos fuimos a una mesa.
No sé si ella ya estaba sentada ahí o si se sentó después de nuestra llegada. Pero su suave perfume, que olía a capullo húmedo, me llegó mucho antes que su figura oscurecida y mucho, mucho antes que la melodía de su sonrisa y el cosquilleo sensual de sus dedos.
Sin necesidad de pensarlo, desde un principio supe de qué hablaba Isaías cuando me invitó a conocer la vida; de manera que no me sorprendió el hecho de haber arrancado la noche en ese lugar. Lo único que me extrañó era que yo siempre había imaginado mi debut sexual con una mujer bastante mayor, no fea sino con alguna arruga de veterana y algún relleno de más en el cuerpo. No había pensado jamás que lo que me esperaba era una muchacha que no podía llevar un día más que yo en este mundo y que su cuerpo no podía ser ni más resistente ni más suave.
-El tiempo es un detalle que no siempre debe ser llevado en cuenta -interrumpió Isaías que, más tarde lo sabría, podía leer todo lo que yo pensaba-. Así como la ves, ésta te lleva varios años de ventaja; llévala a una cama y verás. Pero primero tomate un par de tragos más, los necesitarás.
El consejo no pudo ser más afortunado.
A ella le gustaron mi loción para después de afeitar, los músculos de mis brazos y hasta mi ropa interior.
-No te los quites todavía -me dijo una vez en el cuarto-. Ven, abrázame con los slip puestos que me gusta sentir cómo crece sin verla.
Y luego, con el dedo índice, comenzó a recorrerme el pene de ida y de vuelta con amenazador deleite y bajo la lánguida mirada desafiante de quien está cansada de saber que lo que está haciendo no está del todo bien para una joven. ¡Qué noche! ¿Cómo una fuerza tan frágil pudo desencadenar toda esa potencia dentro de mí? ¿Cómo pude llegar a amarla en tan poco tiempo?
(Ahora, en el limbo, libre de toda aquella agitación que es una vida, puedo entender perfectamente lo que me ocurrió: en el primer roce sentí lo que los animales ante la inminencia de un peligro que aún no se alcanza a ver: por ejemplo el ruido de una rama al quebrarse; esto abstrae al animal de toda otra actividad y lo deja dedicado únicamente a esperar las consecuencias de ese ruido, de ese roce; luego, los latidos de su corazón se superponen al resto de las actividades del cuerpo así como a cada uno de los estímulos que le llegan desde el exterior y la respiración se vuelve jadeante y el animal está dominado por un único instinto.)
Me resulta difícil rememorar ahora el denso y profundo instante que se precipitó a continuación. Pues fue la dispersión del entendimiento en mil rayos, la pérdida absoluta de la noción del tiempo. Había penetrado el espacio que más buscaría a partir de entonces (durante la poca vida que me quedaba), había conocido la fuerza que arrastra a todos los hombres.
Cuando Isaías me vino a buscar para seguir la noche me vino la idea de que un gobierno inoportuno quería dirigir mi vida. La pasión ardiente que me subyugaba, la mujer que acababa de adueñarse de todos mis actos, me llevaron a exagerar de aquel modo. Ahora, por supuesto, lo entiendo todo. Pero en aquel instante sin saber de dónde había salido el arma, la empuñé y se la puse a Isaías ahí, donde late el corazón de las personas. No sabía bien cuánto tiempo más querría pasar en esa cama; ni siquiera me daba cuenta de lo buscaba con semejante reacción:
-Todavía no terminé, Isaías -dije envalentonado-. Tengo mucho que hacer por aquí -dije después-. Si quieres puedes seguirla solo -agregue aún.
-Me parece que eso no es necesario para discutir lo que nos interesa ahora -me respondió Isaías mansamente mientras retiraba el caño de su pecho con un dedo-. Es más fácil guardar el arma y preguntarle a ella lo que piensa.
-Si me paga los doscientos pesos que podría ganarme a lo largo de esta noche no tengo problema. Si me paga la mitad tampoco -aseguró ella.
Fue así cómo aprendí que todo acaba, que la distancia que separa a la realidad del deseo se mide en unidades de tiempo; y esto siempre que se trate de ilusiones posibles, por venir, porque la distancia que separa el presente de las ilusiones pasadas, de los fracasos, se mide en fracciones de peso.
-Vamos, no es la única mujer que hay en el mundo -dictaminó Isaías.
Y salimos.
-Hoy tenemos una noche sin luna -me dijo una vez que estábamos de nuevo en el camino-. ¿Sabes por qué el anochecer es triste? Porque es el momento en que te despides de la luz. Cada anochecer es un ensayo para la muerte, que es la despedida de las despedidas. Por eso a la noche las actividades para distraer la mente tienen que ser más intensas, por eso ala noche bebemos.
Las calles se habían estrechado, ya no había lugar para que pasaran autos y las personas habían desaparecido. Doblamos en una cortada. Isaías me tomó por un brazo y entramos en un pasillo con muchas puertas y con una escalera al fondo. Había un sofocante olor a húmedo. La escalera daba a un galpón inmenso. Un negro salió a recibirnos.
-Ogê -dijo Isaías en voz muy baja-, acá te traigo un iniciado.
Ogê era un cocinero de drogas perfectas. Preparaba pociones en cuyos prospectos, por él mismo garabateados, se describía el tiempo de duración, la intensidad del viaje y la magnitud del desvío de la realidad ordinaria que cada una de sus drogas proporcionaba.
Probé, entonces, una de sus pastillas y las horas y la cosas se fundieron: los objetos grandes, al contemplarlos, eran minutos pantanosos, pesados como siglos; así como cuando, de repente, el vuelo de una mosca me traía nuevamente desde mi estado contemplativo, desde mi ataraxia, parecía entonces que llevaba años viajando, para darme cuenta un segundo más tarde, de que estaba en un lugar desde donde nunca había partido, en donde no había dejado de estar y en donde no habían transcurridos sino unos pocos minutos; veía otra vez las paredes descascadas y la sensación era de vértigo. Aunque, gracias a Dios, volvían luego la paz y la contemplación infinita y todo el ciclo volvía a repetirse.
En una recorrida por el laboratorio de Ogê vi frascos que contenían órganos humanos. Me detuve en un ojo, se veía inmenso, aumentado por el vidrio y por el líquido azulado en el cual flotaba. Luego vi algo como un puño deshilachado, como si algas engrudadas a una masa del tamaño de un puño jugaran una danza de medusa a su alrededor:
-Eso es un corazón de hombre que murió de amor -dijo Isaías-. Aquello es el ojo de una madre que vio cómo torturaban a su hijo. Es una de las colecciones más valiosas del mundo.
Inmediatamente después salimos y yo comencé a retorcerme de la risa por el hecho de que Ogê era negro y pelado y generalmente los negros tienen pelo y poca barba. Eso me causaba una gracia tremenda. Era la pastilla, sin duda.
Después tuve mucha sed, sed de algo fuerte, verdaderas ganas de inclinarme ante la primera zanja nauseabunda que se me apareciera para así quitarme la sequedad de las entrañas. Hasta que llegamos a un bar. Isaías pidió, saludó a unos hombres, a los camareros, a las mujeres que se amontonaban en la barra. Nada fuera de lo normal. Pero no sé en qué momento, no sé si fue a poco de haber entrado o mucho tiempo después, un hombre se le acercó a Isaías por la espalda y le habló al oído. Cosa también normal ya que la música estaba alta y ya que Isaías parecía conocer a todo el mundo. Lo que no se puede explicar es por qué Isaías partió la botella de la que venía bebiendo y la clavó en el medio del rostro del hombre. Lo hizo con tanta fuerza que los extremos más salientes del vidrio astillado penetraron profundamente en su cara, con tanta fuerza que la botella parecía un cuerno que le nacía de entre los ojos, parecía parte del cuerpo del hombre. El espectáculo fue horroroso: cuando uno alcanzó a desclavársela, el hombre, que sangraba igual que un odre al reventar, comenzó a dar vueltas sin rumbo por el bar como un gallo al que le acaban de cortar el cogote. Para colmo la orquesta había dejado de tocar y ahora lo único que se escuchaba era el solo grito del desgraciado, que se apretaba la cara con las manos y se zarandeaba a ciegas en medio del profundo silencio que había provocado el estupor de los primeros instantes.
Fue ahí que vino otro con una silla en alto para descargarla contra el lomo de Isaías y yo me adelanté y le pegué; le pegué con tanta fuerza que quedé mucho más sorprendido que la víctima que, del golpe, cayó hacia atrás con silla y todo. De inmediato, antes de que atinara a levantarse, Isaías avanzó de un salto y comenzó a descargarle patadas. Lo pateó hasta que la sangre le empezó a salir también por los oídos.
-La sangre es cómo el aguardiente -diría Isaías más tarde, cuando todo había concluido y bebíamos nuestra copa en el otro extremo de la ciudad-, cuanto más veo más quiero.
Y yo recordé, no como se recuerdan los recuerdos que pacifican el alma, sino de a sacudones, de a relámpagos como esos que interrumpen por un instante la más oscura de las noches, la cara agonizante de aquel hombre en el suelo, suplicante, sudorosa y purpúrea bajo la lluvia de patadas de Isaías.
-Te acabas de comportar como un héroe. Fue tu bautismo de sangre. Los héroes se merecen una recompensa, una jubilación.
Y luego me miró fijo, lanzaba fuego por la mirada, y agregó:
-Pero no hacía falta tanta pelea. Era yo nomás darme la media vuelta y se acababa todo. Nadie se atreve a atacarme de frente.
Entonces, todo el miedo que Isaías era capaz de transmitir con sólo sus ojos se apoderó de mí.
-Sí -dije como si acabara de entender una verdad atroz-, ¿pero qué fue lo que le dijo aquel tipo para que se armara tanta batalla?
-¡Ja! Si lo supieras no estarías aquí. Tómate otra de esas drogas de Ogê, así no hace tantas preguntas tontas.
Luego caminamos en dirección a unas luces lejanas, había azules, blancas, rojas, recuerdo un torbellino de voces en aumento, la música que se hace reconocible, la seducción del ritmo, las risas, otra vez el mujerío.
-Ahora vas a aprender a bailar -me dijo Isaías.
Y volví a encontrar a María. Me dijo que estaba muy arrepentida por haber hablado de dinero en aquel momento tan romántico de nuestras vidas etcétera. Para mí eran cosas que habían ocurrido muchos años atrás y no al comenzar esa misma noche. María me contó a continuación que había recorrido cientos de calles desconocidas sin tener la menor idea de dónde Isaías habría podido llevarme. Me contó que se había sentido perdida una media docena de veces y, sin embargo, no se la había cruzado por la cabeza en ningún momento la idea de desistir, nunca había perdido la fe. Así, a medida que andaba sin rumbo conocido, fue descubriendo que lo que sentía por mí era un amor sin límites y que nada la detendría. Después bailamos y después ella me dio una vez más su piel desnuda y juntos anhelamos nuestros cuerpos durante un tiempo que nunca nadie se tomaría el vano trabajo de medir.
Cuando Isaías me vino a buscar ella lloró, intentó detenerme. De rodillas, me rogó que no me fuera. Y algo más estuvo por decirme que no se completó porque Isaías le cruzó la boca de un revés. Así la vi por última vez: desnuda, con una sábana echada sobre los hombros a la manera de manto, arrodillada como una virgen, con las nalgas sobre los talones, escondiendo las lágrimas tras los dedos y con un hilo de sangre en la comisura del labio.
A esa altura yo ya no me resistía a las órdenes de Isaías.
-Vamos - dije-. El mundo, definitivamente, está repleto de mujeres.
Faltaban algunas horas para el amanecer y ya hacía rato que me sentía un hombre.
-Ahí en el bolsillo debes tener el revólver que usaste para amenazarme apenas comenzamos esta farra.
Y leyendo mi pensamiento continuó:
-Sí, te lo metiste en el bolsillo antes de salir del cuarto de la putita. Pasa que estabas un poco alterado y no te dabas cuenta de lo que hacías. Ven, tomate una píldora de éstas. Ahora vamos a robar esa farmacia. ¡No me mires con esa cara! De alguna forma hay que pagar toda esta parranda, ¿no es cierto?
Y ya nada es como antes. A partir de ese punto es imposible saber si lo que sucede, sucede a lo largo del tiempo como en todas las historias. Pues en la memoria que tengo ahora de las cosas, veo que las cosas que contaré a partir de ahora no sucedieron en una única secuencia posible sino que hay varios encadenamientos posibles, cada uno con su carga de verdad.
Frente a los barrotes de protección de la farmacia, Isaías pone una de aquellas caras que tanto amedrentan, sobre todo a quienes no son sus verdaderos amigos. Luego, recuerdo, mete el revolver a través de la reja y aparece una muchacha que pone la frente en la punta del caño.
-Ya sé que la llave la tienes en el bolsillo. La tienes en el bolsillo derecho del guardapolvo. No te muevas. ¿No es verdad que la tienes en el bolsillo derecho? Pues dámela.
Entonces, tal cual, la chica lleva su mano al bolsillo derecho.
-Anda, abre el candado -me ordena Isaías.
Y a ella:
-Tú no te muevas.
Y yo entro a la farmacia, en la caja hay ochocientos pesos. ¿Alcanzaba? Nunca lo sabré.
-¿No quieres aprovechar a la muchacha? Mira que linda carita de pánico que tiene.
-Estoy un poco cansado, Isaías.
-Vayámonos entonces.
Y al salir corremos. No sé por qué corremos tanto. Sólo sé que en el momento en que más cansado me siento comienza a escucharse una sirena. Las calles se hacen cada vez más estrechas y la sirena llega una vez desde el este, otra por el oeste, pero en las calles no hay lugar para que pasen coches, pues son pasajes, meros pasahombres entre casas apretadas. La sirena nos persigue, una voz nos persigue, voz aguda como de mujer. Escuchamos entonces un disparo, tengo que correr más aún a pesar del cansancio, a pesar de que ya no siento mis piernas y de que ni tengo fuerzas para respirar.
-Isaías, ¿nos están tirando a nosotros o están tirando al aire?
Pero Isaías parece estar en medio de una fiesta: corre, gira como un bailarín, abre los brazos, cierra los ojos y parece adorar el viento que le azota el rostro. Es todo muy extraño: no se ve un alma, las casas no tienen ventanas y el disparo retumba en mi cabeza una y otra vez como si estuviéramos en un campo de batalla.
Luego nos escondemos en un cementerio. Mejor dicho yo acabo arrastrando a Isaías porque, en realidad, él en ningún momento ha estado escapando de nada. Yo lo llevo de la mano por entre los caminos abiertos entre las tumbas, cada vez más estrechos, y yo sólo llego hasta el foso y me detengo con una mezcla de curiosidad y horror. En un aciago segundo acabo entendiendo la tragedia completa que se esconde dentro de toda vida.
-Quédate tranquilo que se acabó la escapada -me dice Isaías-. Aquí nadie podrá perseguirte, ya no hay ninguna una razón para hacerlo.
-Isaías, usted no puede hacerme esto. Por favor, Isaías.
-Vamos, que no eres el primero ni el útlimo
-Por favor, Isaías -mis ojos bañados en llanto-. Le pido por favor. Soy demasiado joven. Usted sabe.
-¿Joven? Deberías verte en un espejo, deberías dejar de pensar el tiempo con un reloj en la mano. Ya no estás para esas cosas. No te das una idea de cuánto has vivido esta noche.
-Por eso. Una noche. ¿No fue sólo una noche? ¿Una noche que ni siquiera terminó?
-Cómo que no terminó si ya amanece. De todos modos una noche, toda una vida, ya no existe ninguna diferencia. Esos eran otros tiempos.
Y me quedo allí, junto al foso, viendo cómo se aleja Isaías. Mis piernas son completamente inútiles para intentar escapar, ya no tienen la más mínima fuerza, ya no pesan. Y entonces comienzo a volar y veo todo lo que acaba de suceder en diferente orden. Veo una y otra vez el momento en que María le dispara a Isaías por la espalda, la única forma de atacarlo, y como el diablo se agacha justo y la bala queda para mí, que camino delante de él. Entonces caigo y el ruido del disparo se multiplica millones de veces, como si la bala me hubiera entrado en la espalda con estampido y todo. Siento que me falta el aire y caigo en el medio de la calle. Escucho la voz de María, repite la palabra farmacia entre jadeos, desesperada, escucho la sirena de la ambulancia, la voz de la muchacha que atiende la farmacia, que repite que no puede hacer nada pero que ya llamó a la ambulancia, aunque, así y todo, me toma el pulso y alcanzo a ver su rostro revestido de terror, la veo que intenta detener la hemorragia y luego todo se aclara.
Sólo son confusos los primeros instantes de la muerte. Luego todo se aclara.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/01