Las cucarachas

José Valerio Uribe

Cuando era niño no le tenía miedo a las cucarachas. El juego que más le gustaba era acecharlas esperando a que salieran éstas de sus escondites. Durante largo tiempo permanecía Joe postrado en el suelo del patio de su casa; en la mano derecha tenía lista una aguja capotera, una de esas largas y gordas que usaba su mamá para remendarle el cuero a los zapatos de toda la familia. Con un poco de azúcar intentaba engatusar a los insectos que a todos daban asco, ménos a él. Cuando una de ellas salía, hambrienta, era ensartada a una velocidad sorprendente; el niño tenía práctica en el hábito. Joe se entretenía viendo cómo la cucaracha movía las patitas desesperadamente, queriendo correr en el aire. Nada podría cambiar el destino. De la pancita del insecto salía la punta descomunal de la aguja de acero, limpiamente. El juego apenas había comenzado. El resto de los utensilios ya esperaban a ser usados. El pequeño verdugo tomaba unas pincetas y le arranciaba las patitas a la cucaracha en turno, una por una, lentamente; luego acercaba un pomo de cristal lleno con agua. Sin reflexionar sobre la vida sumergía a la víctima en el líquido, cerrando el recipiente herméticamente con una tapa de latón. El espectáculo era precioso para sus ojos. La cucaracha movía todo el cuerpo sin control al sentir la ausencia del aire, después sólo movía las antenas, al final quedaba estática. Antes de morir arrojaba huevecillos en un chorro descomunal, obligada por el inaudito instinto de supervivencia de los de su especie. Una generación futura sacrificada para nada. Un día el juego dejó de ser divertido. Joe tenía seis años cuando su madre tuvo la idea de limpiar la casa por completo. Con la ayuda de la hermana mayor comenzó ella a rebuscar y vaciar en todos los rincones de la vieja y húmeda construcción de madera. El pequeño observaba toda la escena, ajeno y cansado. Estaba sentado en el suelo, al lado de la puerta; se quedó dormido con la cabecita agachada de lado. Doña Juana descubrió una caja de zapatos debajo de unos escombros de apariencia milenaria, colocados al lado del refrigerador. Sorprendida ante tal secreto abrió la caja rápidamente, sin precaución. En unos segundos salieron millones de cucarachas enormes, negras y brillantes. La mujer se aterró al sentir cómo comenzaron a metérsele en la ropa; soltó la caja de un solo golpe y le aplicó una patada limpia para que pandora saliera por la puerta lo más pronto posible. La dirección fue equivocada; el bulto terminó chocando con el cuerpecito letárgico de su hijo. Una cantidad infinita de antenas, patas peludas, sombras pegajosas y asquerosidad se le metió en todos los miembros a la criatura.

"¡Maaaaamiiiiiii!"; gritó Joe aterrorizado, como nunca antes-.

No pudo gritar más; dos cucarachas peludas buscaron refugio en la boca, para terminar reventadas por los dientes desesperados de aquel desconocido. La madre observaba la escena, perpleja y paralizada por el miedo. Su hija, de forma instintiva, tomó la bomba de insecticida y echó todo lo que pudo sobre el cuerpo de su hermano. Doña Juana, al ver lo que hacía Lola, corrió a la estufa y cogió la cacerola llena de sopa caliente para la comida, rociando todo el contenido sobre la masa medio muerta y completamente obscura de insectos que era su hijo.

Después de aquel suceso, de tres injertos de piel, de terapias intensivas y de muchos años comenzó Joe a cazar cucarachas otra vez. Lo hacía con el mismo gusto que en el pasado, pero lleno de odio. Las esperaba como siempre, ocultándose ahora en las esquinas de las calles, por la noche. Esperaba a escuchar los pasos del insecto de sus deseos y entonces alistaba el enorme punzón de acero que cargaba oculto bajo la chaqueta vieja y remendada.

"Acércate, maldita, ven que te espera tu destino, puta desgraciada...";

Sin aviso y a una velocidad sorprendente las atravesaba con el punzón, quitándoles el tiempo de descubrir la situación. Se las llevaba a algún rincón y las torturaba hasta la muerte. En una ocasión tenía planeado ahogar a una de esas cucarachas, como en su infancia, y se perdió en los recuerdos vagos de siempre; evocó la imagen de su viejo hogar, la cara de su madre, la sonrisa de su hermana, el rigor del padre desconocido, el terror de aquel negro día, el hospital, los primeros choques eléctricos, la primera camisa de fuerza .... en eso estaba cuando escuchó un grito.

¡Policía, no se mueva, suelte lentamente a esa mujer y alce las manos... rápido!

Regresó a la realidad, acompañado del tic nervioso en el ojo derecho. Luces rojas y azules lo deslumbraban y pistolas de diferente calibre apuntaban hacia él. Alguien gritaba, una mujer, con dolor y terror mezclados, pero él no podía descubrir de dónde provenían los lamentos.

¡Suelte lentamente a esa mujer o disparamos, cabrón desgraciado, haga caso!

Joe no lograba comprender qué sucedía. El tic nervioso del ojo se hacía más fuerte y una sacudida muscular le obligaba a mover la cabeza de derecha a izquierda y al revés.

No podía entender que esos hombres frente a él se preocuparan tanto por una maldita cucaracha.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/02