El Lento Deambular de las Estrellas entre sus Piernas

Álvaro Barragán García

Ablandaba el tedio criando tortugas a las que pintaba constelaciones en los caparazones, luego las dejaba deambular por el piso y miraba atenta el lento movimiento del universo sobre el suelo. En las tardes de lluvia pasaba horas con la nariz pegada en los cristales viendo pasar el tiempo distorsionado por las cortinas de agua que descendían por el vidrio de las ventanas. Las noches, como las tortugas, pasaban lentas y cansinas a su lado y apenas la rozaban, porque, sentada sobre un sillón Voltaire, leía libros de relatos en los que subrayaba los nombres de los personajes que, de una forma u otra, habían compartido con ella alguna vivencia, algún pensamiento o con los que, sencillamente, le daba por identificarse. Se había llamado Elisa, la del cartero, había sido Rebeca, maltratada por el paso ineludible de los años e incluso La Flaca, porque ayer quiso mirarse en el espejo de un cuento de una tal Clotilde Rodríguez y se vio reflejada en la pequeña perrita a la que sus hermanos de camada hurtaban el pezón de su madre. Era autocompasión, ella lo sabía, pero dejaba que el sufrimiento que le producía la conciencia de su soledad y la certidumbre de que envejecía entre estrellas ambulantes, le provocara la caricia del placer que proporciona el dolor autoinfligido.

Sólo las esporádicas visitas de Tomaso conseguían arrancarla durante unos minutos de esa especie de depresión inducida en la que se había acomodado como quien se habitúa al frío. Tomaso llegaba subiendo los escalones de dos en dos; nunca cogía el ascensor, en parte porque su estatura le impedía llegar al botón del sexto piso, en parte porque, a la carrera, liberaba el exceso de energía que acumulaba en su cuerpo de ocho años. Aporreaba la puerta con los puños (al timbre sí llegaba, pero no le gustaba su sonido, siempre tenía la impresión de estar aplastando una chicharra con el dedo) esperaba a que Elisa, Rebeca, La Flaca o quien quiera que esa tarde fuera, le abriera y sin mirarla a los ojos siempre posados sobre dos bolsas grises, abría la tapa de una pequeña caja de cartón en cuyo interior se revolvía excitado un ecosistema vivo de moscas, saltamontes y lombrices, perdido entre manojos de césped arrancados de cuajo y hojas de morera. Para las tortugas, decía, y no más dejaba el micromundo en las manos de ella iniciaba una loca carrera por el pasillo y las habitaciones recolectando constelaciones de debajo de armarios, camas y sillones. ¡Falta Orión! gritaba desde detrás de una cómoda. Ella sonreía, alisaba su cabello como si ese fugaz rastro de luz en su rostro le hubiera inducido de repente la necesidad de sentirse guapa y le contestaba: está aquí, junto a Casiopea. Merendaban pan con chocolate mientras miraban al universo engullir insectos como un agujero negro, luego, saciados unos, saciados otros, soltaban a las tortugas y comenzaba de nuevo la lenta expansión estelar sobre el parqué. Tomaso se iba prometiendo volver otro día y ella se hundía de nuevo entre las orejas de su sillón Voltaire para buscarse en las páginas de cualquier libro de relatos.

Los golpes seguidos de los pequeños nudillos sobre la puerta la rescataron del fondo del pozo de su melancolía. Volvió a alisarse el pelo y se dirigió a abrirle a Tomaso mientras con su mirada localizaba el emplazamiento de las estrellas nómadas. Asió el picaporte y con un leve giro le abrió. Volvió a sonreír. Venía con las manos vacías y la cara sucia, había llorado. Mi madre no quiere que vuelva, le dijo, dice que sólo a una loca se le ocurre pintarle el caparazón a las tortugas. Adela (hoy se llamaba así) acercó la mano a su cara y retiró de su párpado una última lágrima perdida. ¿Tú crees que yo estoy loca?, le preguntó. Tomaso la miró a los ojos y descubrió el desamparo en sus pupilas, luego buscó con su mirada y localizó a Pegaso junto al paragüero. Volvió a mirarla y le contestó: no te preocupes, puedes darle mi chocolate. Dio media vuelta y bajó a saltos la escalera dejándola vacía como una caracola sobre la arena de la playa. Llovía, pegó la nariz al cristal y suavizó el paso del tiempo mirando sin ver el reflejo distorsionado sobre la acera empapada de las primeras farolas de la noche. Luego volvería a sus cuentos, esta noche se buscaría en Lucía, la que pintaba tortugas para ver las estrellas deambular entre sus piernas.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01