Para vestir santos

Liliana V Blum

En las calles de San Cordelio de Cocoyótl hay cáscaras de naranja, hojas de tamales, polvo y personas que se agitan rítmicamente con el viento. El pueblo festeja una vez más el día del calendario que ostenta el nombre de su patrono y no hay habitante que no celebre la ocasión con bailes, cantos, y una excesiva práctica de algunos de los pecados capitales. De pronto, en la torre del campanario, aparece ella. Los hombres que festejan en el atrio de la iglesia elevan los ojos y ven a Ludivina Castañón, desnuda y pendiente de la cuerda de la campana, sus pechos campaneando al ritmo del badajo. Como maíz palomero que ha dejado de tronar, los ruidos de la fiesta van apagándose uno a uno. Los hombres que orinan suspenden sus chorros dorados, inmóviles en perfecto arco de pene a tierra, aunque no falta quien desvía la puntería y moja a los demás. Los danzantes del atrio detienen sus cuerpos en marfilescas poses, sacándose las máscaras con asombro. Entre sorbos de moco y resentimiento, los niños llorones se limpian la nariz con el dorso de la mano y se callan. El cirio ardiente y solitario aviva su flama y hasta los ojos la icono festejado parecen agrandarse con interés. En un instante, todas las miradas coinciden en el campanario, quijadas abiertas, pupilas maravilladas, imaginación al vuelo.

Ludivina Castañón sigue oscilando bajo la campana, más desnuda que los peces, dueña de la fiesta, de la iglesia, del pueblo entero. Desde abajo, los celebrantes no pueden deleitarse con los detalles fieles de una mayor escala. Ignoran el diseño lleno de pecas de la piel de Ludivina, moteada y olorosa como la cáscara de los plátanos maduros. Tampoco pueden apreciar la delicadeza del peinado, tan lleno de laca, tan vertical y fantástico, un panal de abejas sobre la testa. Pero mucho más difícil es descubrir y entender la virginidad que Ludivina Castañón padece dolorosamente en cada poro, en cada célula de su cuerpo, desde hace años.

En el pueblo siempre se había sospechado que Ludivina Castañón llevaba plantada dentro la semillita de locura, e incluso existía el mito de que en su casa de asistencia, exclusiva para hombres, la madura señorita soltera tocaba el piano como Dios la trajo al mundo justo a la hora de la merienda de sus inquilinos. Pero eso no era más que un rumor. No había en el pueblo ningún hombre que, con absoluta certeza, pudiera testificar sobre las supuestas exhibiciones de Ludivina, y en cambio estaban todas las mujeres que asistían a misa cada día y veían a la devota mujer comulgando. Siempre vestida con austeridad y recato, rosario y Biblia en mano, nadie podría atreverse a hablar mal de ella -esto es, nadie se osaba hacerlo abiertamente por lo menos-, si acaso algún comentario de compasión: "Pobrecita Ludi, tan solita y desamparada, sin un hombre que la cuida y vea por ella."

Pero este día no es igual a cualquier otro; no es murmurar a espaldas de nadie. Ahí está ella, enfrente del pueblo entero, luciendo sus pechos caídos, sus caderas suaves y su pubis de selva sin deforestar, mientras toca la campana con furor. Algunas mujeres titubean y se debaten entre taparles los ojos a sus hijos o a sus maridos para evitarles tal visión. Sin embargo, la mirada más ávida es, con seguridad, la de Catarino, el sacristán, quien por cierto, no por ser ayudante del sacerdote considera al celibato dentro de sus obligaciones. Por ejemplo, dentro de su menú están tanto las ovejas y gallinas de corral, como las mujeres del foco rojo que de vez en cuando le hacen alguna rebaja. Hombre gordito y compartido, bueno como el pan, al fin, se persigna lleno de congoja para disimular. ¡Cuántas veces con la vista había desnudado a Ludivina Castañón cuando ella hacía fila para comulgar! Si bien es cierto que también había soñado despojar de sus ropas a toda mujer que asistiera a misa, Catarino sospechaba que la locura de Ludivina es un castigo divino a sus malos pensamientos. Mea culpa, mea culpa, se golpea preocupado el pecho moreno y lampiño.

De pronto, silencio. Segura de que todo el pueblo la observa, Ludivina ha dejado de jalar la cuerda del campanario. Los ancianos están a punto de irrumpir en especulaciones; las mujeres no pueden contenerse para intercambiar sus críticas asombradas y corrosivas sobre el cuerpo de Ludivina, y los hombres quisieran gritarle alguna cosa soez, la que sea, pues su naturaleza sencilla no puede dictarles otra cosa qué hacer en casos como ése. El sacerdote asume la responsabilidad del asunto, porque después de todo Ludivina se encuentra en el campanario de su templo y es parte de su rebaño de fieles, así que susurra algo en el oído de un monaguillo que, al parecer, tiene algún tipo de tara mental. El chico sale corriendo y regresa en unos minutos con la noticia de que la mujer desnuda ha cerrado por dentro y con tranca la puerta del campanario.

Pero antes de que alguien pueda maldecir o tener una idea brillante sobre cómo sacar a Ludivina Castañón de su encierro, algo sucede. Ella se acerca a la ventana para que la gente pueda verla mejor. Entre sus pechos, que son como dos orugas gigantes de nariz rosada que bajan por su vientre, aprieta una paloma de plumas pardas. Después besa la cabecita ovalada y la deja volar. El animal, como comandado por San Jorge, se posa graciosamente sobre el hombro del sacristán. Cuando Catarino está a punto de ponerse el ave bajo el brazo para llevarle a casa -vaya usted a saber para qué, quizá para un momento de soledad y falta de ovejas- alguien nota el pedazo de papel que envuelve la patita. "Es una paloma mensajera", dice doña Cococha y le arrebata el infeliz bicho al infeliz sacristán. Con la autoridad que le confieren los cielos, y más que nada el Papa, el padre Girasol extiende la hoja de papel frente a su cara, se acomoda las gafas y lee en voz alta lo siguiente, como si se tratara de uno de sus mejores sermones.

Las casadas, con fuerza pero con discreción, aprietan el brazo de sus respectivos maridos para que ninguno se ofrezca como voluntario. A los pubertos les pica la hormona y la recién estrenada lujuria, pero ninguno dice "esta boca es mía": Ludivina, la virginal señorita Castañón, no puede ser la máxima autoridad sexual que ellos quisieran conocer. El sacerdote se excusa por default, mientras que a los ancianos, la gravedad de los años les gana tristemente. Todo parece indicar que Catarino, el sacristán, es la única opción. El padre Girasol le perdona de antemano el pecadillo por ser del tipo piadoso, menester para salvar una vida. Ya se asegurará después de que esos dos se metamorfoseen en marido y mujer. "Me tendré que sacrificar", dice el sacristán con fingida resignación, que bien sabe Dios que al fin y al cabo no le caería nada mal tener una hembra de su propia especie en lugar de la paloma, sólo para variar. Algunas mujeres corren a traer el vino, las frutas y a pedir la pizza por teléfono, cosa nada extraña en estos días porque con la modernidad y el mercado libre, en el diminuto pueblo, aunque de calles de tierra, se cuenta ya con franquicias de grasosas pizzas y compañías telefónicas que se pelean a los pocos habitantes.

En el alboroto, nadie se acuerda del santo patrono de San Cordelio de Cocoyótl. La imagen, engalanada en finas ropas y portando una coronita de chapa de oro, deja escapar una lagrimita cicatera: desde ahora ya no tendrá quien lo vista.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04
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