Lócura húmeda

José Valerio Uribe

Me escondo del mundo, detrás de una barrera de silencio, impenetrable y profunda. Algunos creen que estoy loco porque miro sin observar y escucho sin ansias de responder. No importa lo que aquellos piensen, porque soy feliz. Antes observaba mi imagen frente al espejo. Lo hacía durante horas, sin pausa, intentando descubrir el motivo de la desdicha, creyendo que el mal agobiante era físico. Estaba seguro de que esos ojos míos, tan confusos, no contenían la belleza suficiente para poder mirar de frente las pupilas extrañas de los otros, de las sombras, que escupen un desprecio amargo cuando se cruzan conmigo.

Una noche lo cambió todo.

Sumergido en una oscuridad sin estrellas caminé bajo la lluvia de Noviembre, en medio de una tormenta insoportable, seca y repleta de rayos atrevidos. Había tenido una idea loca. Quise descubrir si era posible hacerla realidad: caminar sin rumbo, desnudo, bajo una lluvia amarga repleta de rayos, con una antena de televisión cogida con ambas manos y así, en esa posición, esperar a que un choque eléctrico me chamuscara inmediatamente; deseaba morir sin sentir el dolor de la despedida, pero sucedió algo grandioso que cambió el panorama limitado de mi locura. Si, así eran las cosas: esperaba ansioso a que un rayo me carbonizara... ¿Duelen los rayos cuando queman con rapidez la piel y los huesos en un segundo? Llovía. El ruido seco del agua al chocar con la tierra se confundía con el rechinar de mis nervios. Todo hubiera salido bien, según los planes razonables de mi locura, de no haberla visto a ella, a la loca más hermosa de la realidad. Allí estaba esa mujer, desnuda también, con un reloj de bolsillo colgado al cuello, un reloj grande con un tic tac estruendoso que opacaba el retumbar exagerado de los rayos -putos rayos que caían por todos lados pero se negaban a chamuscarme-. ¡TIC TAC TIC TAC!

Al encontrarse nuestras miradas, nos quedamos un momento estáticos, sorprendidos por la visión fantasmal de un cuerpo desnudo que no era el propio, en aquella ciudad vacía. Luego nos acercamos lentamente: yo y mi antena cogida con ambas manos, elevada a lo alto; ella, con ese reloj enorme de metal, con un tic tac insoportable ¡TIC TAC TIC TAC!

Cuando estuvimos cerca, el uno del otro -dos locos cautelosos-, la miré a los ojos, con cuidado, temiendo encontrar como siempre, el reflejo de mis temores en cuencas brillantes y extrañas. Sólo encontré el vacío infinito de la nada. Me ví multiplicado por mil en el fondo de su mirada, como dos espejos que se colocan frente a frente y muestran en sus entrañas la misma imagen hasta perder la cordura reproductiva de las cosas sin nombre. Así me sucedió con ella y creo que lo mismo le pasaba a esa mujer, por su mente atrofiada con fantasías de mil colores. Deje de ser el objeto retórico de mis penas.

Mi amargura hubiera sido eterna, pero la descubrí a ella, a esa loca anónima, mi otro espejo: la otra cara del miedo. Tiré a un lado la vieja antena de metal para invitarla a mi casa. Necesitaba compartir la felicidad recién descubierta. Eso quería hacer, lo juro, pero el maldito rayo que antes había deseado cayó de un golpe sobre la cabeza de mi loca y la mató sin darle tiempo de decir adiós. La explosión me lanzó contra un muro y perdí el conocimiento. Ahora estoy aquí, escondido detrás de una barrera de silencio, impenetrable y profunda. Algunos creen que estoy loco porque miro sin observar y escucho sin ansias de responder, pero no importa lo que aquellos piensen, porque soy feliz.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/01