Los Intrusos
Oliverio Coelho
Al bajar percibió el amanecer agrio y el olor a tierra seca cuajándose en el aire. Permaneció de pie, observando el tren cada vez más ínfimo entre los bordes desparejos de la mañana. El andén estaba desierto; los pocos pasajeros que habían descendido se habían esfumado con una exasperada timidez. Tomó asiento en un banco de cemento, miró el piso sin color, tanteó su pequeña maleta de cuero descascarado y pensó que a pesar de todo y aunque aún no llegara a comprender la situación, estaba en el pueblo donde había nacido y del cual guardaba una imagen remota que sólo elucidaba en sueños. Recordó el llamado que había recibido dos días atrás; la voz quejumbrosa e irreconocible de su padre pidiéndole que viniera y confesando, con una escandalosa dignidad, que no podía moverse de su lecho y que, según el pronóstico del médico, estaba por morir. Por una confusa piedad que creía adeudarle, se había resignado a consentir uno de esos deseos ociosos que consideraba innegables. Al día siguiente se había puesto en marcha, y allí estaba, en la estación, esperando que una vieja criada, según la descripción de su padre, lo recogiera.
Por fin vio a una mujer menuda, de expresión asustadiza y facciones angulosas y retraídas de indígena, que se acercaba balanceándose. Se detuvo a unos metros y preguntó:
-¿El señor Alberto?
Quedó asombrado: nunca habían pronunciado su nombre con tanta musicalidad; si no fuera porque no había nadie más en el andén hubiera creído que se dirigía a otra persona. Ella, de pie, repasaba su apariencia con un impaciente gesto de ternura en los ojos.
-¿Es usted?
Él se incorporó, dijo que sí, pidió disculpas por la perplejidad y explicó que no había dormido durante el viaje. Ella sonrió mostrando una fila de dientes brillantes interrumpida por huecos espesos, y le señaló el camino. Avanzaron por calles de tierra encajonadas entre casas bajas, amarillentas, apenas animadas por vecinos de aspecto remoto que fijaban en el extraño miradas desvaídas, ojos polvorientos y rápidos. A través de algunas puertas abiertas se entreveía la oscuridad concentrada que quedaba de la noche, las siluetas sigilosas y despojadas contra algún muro, la voz asustadiza de niños madrugadores y sin juego, los perros recelosos, idénticos, reposando en los umbrales.
-El señor ha empeorado -dijo ella, de pronto, sin mirarlo-. Ayer por la mañana tenía una fiebre incontrolable. Hoy por ahí amanece mejor.
Alberto no reaccionó; continuó observando el paisaje desolador, las zanjas embarradas, los faroles cariados, los perros que no ladraban, la luz entera de la mañana que allí parecía luctuosa como un atardecer de invierno. Cuando la criada le anunció que habían llegado, él observó la fachada de la casa, las dos hojas altas y podridas de la puerta de entrada, y experimentó una extrañeza similar a la que lo agobiaba cuando no podía definir su infancia y recuperaba, en cambio, imágenes de su padre riendo ebrio en una habitación con olor a ceniza y sueños.
Atravesaron un corredor prolongado; las paredes irradiaban un vaho húmedo y familiar, aliviante como una evidencia de su identidad. En una galería despoblada se detuvieron; la mujer, respetuosa, le señaló una de las tantas puertas espejadas por la presencia del sol. Pasó y ella, detrás, con un susurro melancólico le indicó que al final del corredor estaba listo su cuarto. Allí encontró una cama angosta y pegada contra un ángulo de la pared; del lado opuesto, junto a una ventana cerrada que daba a la calle, había un escritorio vetusto y un roperito destartalado. Se tendió y recién se familiarizó con la atmósfera cuando en las manchas del techo reconoció el cuarto de su infancia, cicatrices: el ocio del despertar, la aventura del sueño y la mortalidad dilatada en el insomnio. Alguien golpeó la puerta y él se incorporó, como sorprendido de que en la casa existiera algo más que las manchas y su propio pensamiento cercándolas.
-Adelante -se apresuró a decir mientras acomodaba sobre la cama su maleta.
Un hombre alto y endeble, arropado en un traje que le sentaba corto, le extendió la mano aguada y sin peso, sonrió titubeando, y se acomodó los lentes redondos de miope.
-Buenos días. Disculpe. Vengo a darle la bienvenida, soy el médico de su padre.
Alberto levantó la mirada y se sintió confundido por esa figura blanda y sin contrastes. El rostro magro, el cuerpo largo y artificioso que no se acomodaba a la vestimenta, la boca sedienta y el gesto culposo de los ojos, promovían la misma angustia que lo paralizaba ante las aves de mal agüero.
-Parece cansado, un largo viaje, ¿no?
-Sí, desde luego -y superando la confusión le señaló la cama para que tomara asiento-. Lo escucho... Cuénteme.
El médico, dubitativo, fue hacia la cama mientras Alberto se deleitaba observando cómo arrastraba los pies minúsculos y redondos, indeterminados entre dos extremos: la obscenidad y lo femenino. Se sentó y la botamanga del pantalón dejó a la vista los tobillos pálidos, huesudos, sin medias, apenas manchados por franjas arremolinadas de vello.
-Está grave. Ya no habla. No se puede hacer nada.
Una pausa completó la confianza que crecía entre ellos; Alberto levantó la mirada grave hacia él y el médico continuó:
-Voy a serle sincero... Usted se fue hace tiempo con su madre. Yo me acuerdo... Su madre era una mujer hermosa y fina. Pasó mucho desde entonces y puedo decirle que usted no sabe nada de su padre.
-Sí, casi nada...
-Su padre - afirmó para interrumpirlo y enseguida infundió a su voz un tono modesto-, su padre tiene deudas y está por morir. Ningún médico del lugar quiso atenderlo, ¿sabe? Yo lo hice por lástima, porque lo conozco hace tiempo y antes era otra persona -y sonrió, con un cínismo superfluo, bajando la mirada.
Alberto sacó la billetera y lo miró con resignación y malicia. El médico de inmediato se incorporó, arrastró un poco esos pies destinados a alimentar el mecanismo sediento del pudor, simuló acomodarse el pantalón arrugado, vaciló y caminó en torno a sí mismo como si hubiera sido descubierto en falta. Por fin le enumeró los servicios prestados durante el último mes y pronunció confusamente la suma que se le adeudaba.
-Gracias, realmente -dijo cuando Alberto le extendió el dinero y lo empujó hacia afuera con sus ojos lastimados de insomne.
Antes de salir, el médico, que creía una cortesía innegable permanecer unos momentos más, se detuvo bajo el vano de la puerta y le dedicó una sonrisa:
-Usted sí debe ser un gran hombre.
Alberto hizo un gesto de reproche, y el otro, ensimismado, se acercó para extenderle la mano:
-Llámeme si hay algún problema. Lo dejo descansar. Manuela sabe dónde vivo.
Alberto asintió con un gesto cansado de satisfacción, y en cuánto el médico salió cayó en un sueño profundo.
Al mediodía, la criada, Manuela, entró al cuarto sobresaltada y le anunció que afuera había tres hombres buscándolo. Alberto se incorporó; sintió el rostro entumecido, las piernas doloridas, el sabor del sueño evaporándose en el estómago y la garganta. Tres hombres, se dijo, y en voz alta preguntó quienes eran.
-Gente del pueblo -contestó ella y estuvo a punto agregar algo pero contuvo la cara ruborizada entre las manos.
Minutos después Alberto atendió a los visitantes en la puerta de la casa. Eran tres hombres robustos, de mediana edad y facciones compactas, que parecían acostumbrados a mirar las cosas con la misma turbación ingenua, como si presenciaran un atardecer de primavera. En torno a ellos flotaba el bullicio de una muchedumbre de curiosos que comentaban la llegada del hijo. Se dirigieron a él alternando la palabra, como si hubieran calculado un parlamento del cual cada uno recordaba una parte. Alberto deslizaba los ojos de rostro en rostro, según quien hablara, y después de unos instantes de confusión comprendió que los visitantes no podían evitar interrumpirse el uno al otro, y que en realidad querían decir algo que ninguno se atrevía a pronunciar. Finalmente pudo descifrar el motivo de la visita: su padre desde hacía tiempo jugaba a las cartas y tenía una deuda; la suma, según esos hombres cada vez más agitados por la perspectiva de ser comprendidos, era abultada...
-¿Cuánto? - preguntó Alberto.
Uno de ellos -el que hacía más esfuerzo por interrumpir a los demás- se resignó a pronunciarla en sordina. No era una suma tan exagerada, pensó Alberto, pero por una cuestión de honor y no por desconfianza, necesitaba comprobar su veracidad. Decidió comprometerse a pagar la deuda más adelante, cuando hubiera averiguado algo más sobre el pasado de su padre.
-Búsquenme en unos días, voy a ponerme al tanto de esto que me dicen.
Los tres hombres, desconcertados, retrocedieron unos pasos. Uno le susurró algo al otro, el cual codeo al de al lado, quien, con cierta afectación, intervino:
-Nos va a pagar más adelante, ¿no es cierto?
Alberto les contestó que, en efecto, iba a pagarles pero no en ese momento. Los hombres torcieron las bocas aliviadas intentando una sonrisa, y cada uno le extendió la mano y le expresó su incondicional gratitud.
Pasó la tarde entre las sombras frescas y enredadas del patio. Manuela velaba por su padre y cada una hora, además de calentar la pava para el mate, se acercaba a Alberto para referirle signos que anunciaban una mejoría detrás de la cual él avizoró de inmediato la fantasía piadosa de una criada. El médico, con su aire mustio de persona prescindible, pasó a saludar y corroborar el estado invariable del enfermo. Frente a Alberto intentó disimular la incomodidad que le inspiraba su figura estática bajo la sombra y contra el muro cubierto de hiedra, tan distinta a la de su padre, ese ser ansioso e ilimitado, sin ambiciones predecibles. Se fue sin extenderle la mano, sólo se inclinó y prometió volver al día siguiente.
Poco después alguien dio voces desde la calle. Manuela salió y le informó a Alberto que una mujer lo buscaba.
-Hágala pasar. No quiero levantarme.
Y a pesar de que Manuela le advirtió que esa mujer tenía mala fama y no convenía que la chusma la viera entrar a la casa, él insistió en quedarse en su asiento y recibirla sólo por curiosidad. De la penumbra de la galería vio surgir a una mujer menuda y desgreñada, de andar despacioso, que cargaba un niño que le pareció demasiado grande para estar en brazos. Un muchacho de unos diez años caminaba, tomado levemente de su pollera, y mecía los ojos hambrientos buscando un límite. La madre, en cambio, tenía una mirada despiadada que parecía agarrarse a las cosas, una mirada incapaz de la contemplación y del asombro. Se detuvieron a unos metros de Alberto, que fumaba en el fondo de ese patio borrado por la tarde. La criada se apresuró a intervenir:
-Señor, ésta es la mujer que lo busca.
-Dígale que se acerque y que baje a ese niño, que ya es grande y los niños que maman hasta tarde quedan tontos - y al pronunciar está frase advirtió que varias veces en su juventud la había escuchado en la boca amenazante de su padre.
Se acercaron. La mujer ahora tenía los ojos enormes, lentos y lastimados, quizás deformados por el temor o el orgullo. Los niños, detrás, iban tomados de su falda con más tenacidad y parecía que iban a detenerla. Alberto le hizo una seña a Manuela para que se retirase. Luego observó a los niños revoloteando detrás de la madre, quien, de un modo esperanzado, repasaba el patio sin detenerse en nada especial. Después de una complicada conversación llena de disgresiones que lo impacientaron, la mujer mencionó la razón de su visita: su padre era el dueño de esos muchachitos; él los había concebido con ella, tejedora de oficio, y se había negado a reconocerlos.
-Tome - dijo alzando en brazos al más pequeño -, le dejo al menor, lléveselo, me dijeron que su padre está mal, se va a alegrar.
Alberto rechazó al muchacho y se puso de pie contrariado.
-Disculpe, yo no estoy al tanto de esto...
-Mire, yo ya no puedo criar a estos dos niños. En casa tengo más. El grande ya va al colegio. Vamos, llévele uno a su papacito... Se va alegrar tanto.
-No, perdone, sinceramente, pero esas son cuestiones de mi padre.
-Por eso... ¿Qué más da? ¿Usted no es el hijo? Aquí tiene a sus hermanitos. Tómelos.
Sorprendido, alzó las manos y se hizo a un lado volteando la silla. El ruido de la caída atrajo a Manuela, que estaba oculta en la penumbra de la galería, y que enseguida intervino tomando a la mujer del brazo y guiándola, sin que ella se resistiera, hacia la salida. El muchacho más grande permaneció plantado ante él; quería decir algo, pero no hacía más que sonreír con angustia y balancear los brazos pálidos y alargados. Alberto se conmovió al descubrir en su rostro enfermizo rasgos atenuados de su padre: el ceño y la nariz huesuda, la boca fina y tenaz de hombre destinado a las mujeres. Se escuchó el llamado de la madre. Alberto le hizo un gesto amistoso para que fuera y escuchó en ese momento la irrupción de unas voces masculinas. Enseguida vio a dos hombres que a pesar de las quejas de Manuela, irrumpieron en el patio y se dirigieron a él con una mezcla de hilaridad y apatía. Se presentaron como antiguos compañeros de colegio; se acercaron y le palmearon el hombro, luego lo abrazaron con efusión de borrachines y por fin le preguntaron si se acordaba de ellos. Decepcionados, observaron cómo Alberto no contestaba y los escrutaba gravemente.
-Por el reencuentro -dijo uno, sin el énfasis de antes-, véngase hoy a la noche al club a jugar a las cartas ¿eh?...
Alberto, pasmado, se alzó de hombros y tanteó la oscuridad para ver si aparecía Manuela.
-No se preocupe, sabemos lo de su padre, ¿no José? Nuestras condolencias... El viejo está endiablado -y soltaron una risa pueril y precipitada que quedó vibrando en la penumbra.
Indignado y sin pronunciar palabra alguna, Alberto decidió atravesar rápido el patio, entró a la casa y se encerró en su cuarto. Se sentía sofocado por su padre, por lo que implicaba después de tanto tiempo ser su hijo; no podía tolerar ese pasado arbitrario e impredecible y, sobretodo, no podía comprender la fragilidad a la que lo exponía esa vida ingrata e ignorada cuyos restos, desde su llegada, parecía haber heredado. Ocultó el rostro en la almohada, pensó en llorar pero una atenazadora somnolencia fue aliviándolo.
Cuando despertó percibió en el cuarto el aire de la madrugada llenando las paredes, las calles pausadas del pueblo. En el patio ya no debía haber nadie. Enseguida recordó a Manuela y sintió hacia ella una indefinible gratitud. Fue a tientas por el corredor. El destino, pensó, y se inclinó para palpar las baldosas del patio recalcadas por el frío. Acomodó la silla bajo una higuera y se sentó a esperar el amanecer que le parecía demorado e inminente. El viento era suave. En el cielo inconcluso fluía una oscuridad dolorosa. Sintió la imposibilidad asfixiante de rechazar el paisaje, las voces, los reclamos; todo era ajeno y al mismo tiempo tan justo, tan real y familiar como un castigo que hacía tiempo creía merecer. Y allí, a unos metros, entre muros, estaba su padre, a quien aún no había visto, y ya de sólo pensar en él se sentía atrapado en su presencia, y la perspectiva de oír su respiración y estar en contacto con su cuerpo le parecía una aventura desgarradora e inadmisible; prefería esperar la muerte para volver a encontrarlo. También podía huir y transformar la visita en una aventura frustrada: uno de esos errores que tientan horriblemente a los hombres sentimentales. ¿Cuántos días más faltarían? No, no podía irse antes del fin. Tampoco sabía si podría soportar la infamia... Pero en definitiva él era su hijo y ese era el precio, recoger la pena de un hombre que no había aprendido a sufrir... Cada uno libraba su propia aventura; él como cómplice de la seducción que su padre, en silencio, ofrecía a la muerte. Sí, ese era el desafío: aceptar una complicidad impuesta por la naturaleza. Lo sabía incluso antes de volver; siempre, a pesar de la ausencia, había intuido quién era su padre y cuándo moriría. Por eso estaba ahí y no se iría y tal vez después del fin se quedara por un tiempo: porque el remordimiento de saber había sido una forma ajena de amarlo. Respiró y sintió el viento y una resignación forzosa que lo envolvía tan irrevocable como las calumnias de las que se creía legítima víctima.
Poco después Manuela lo saludó con un gesto de reverencia en los ojos tibios. Él sonrió y percibió en ese gesto, en el patio que parecía empantanado bajo el amanecer, una familiaridad repulsiva a la que no podía renunciar porque constituía la parte más escrupulosa de sí mismo. Tomó la pava y el mate. Ella quiso decir algo, compartir la agonía: convertirlo, de algún modo, en el testigo íntimo de un sufrimiento del que se había apropiado disimuladamente. No le importaba nada, sólo quería tener derecho a sufrir y a que los otros lo supieran. Todo el pueblo debía estar al tanto de los detalles más morbosos. La observó detenidamente, de pie y expectante, dispuesta a cualquier sacrificio para ser, por unos días, la patrona insoslayable del dolor. Y de pronto sintió que su cuerpo servil, su modo de hablar como si estuviese confesando algo grave e intransferible, le estorbaban, lo alejaban de las previsiones de un fin necesario.
Se levantó. Sin decir nada, atravesó la penumbra ingrata del corredor y entró a la habitación. Enseguida deshizo la maleta y ordenó su ropa sobre los estantes combados del ropero. Se recostó y al pensar que ese día y tal vez los dos siguientes fueran la última ocasión para ser el hijo, experimentó la certidumbre de la espera, implacable
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02