Los justos

Alberto Chimal

Una vez, amables escuchas, un comerciante llamado Basat fue a la ciudad de Tashne. Un viejo amigo suyo, magistrado de aquel lugar, lo recibió en su casa, con muchas ceremonias y muestras de afecto, y la más grande fue un obsequio: un pájaro qush tallado en madera, pintado de rojo y púrpura, que era el símbolo de su ministerio: de honor y justicia.

Basat, por un momento, no supo qué decir, pues era una pieza, así lo pensó, muy rica y muy costosa. Pese a ser del tamaño de un qush verdadero, estaba llena de detalles sutiles: las plumas de las alas podían contarse, y tocarlas semejaba tocar plumas verdaderas; el pico tenía los agujeros diminutos por los que un pájaro respira, las garras parecían de hueso, los ojos eran negros y relucían... Por fin, Basat murmuró algunas palabras de agradecimiento, aseguró al juez su estima y su lealtad, y los dos se abrazaron, con mucha gravedad y respeto.

Más tarde, en su dormitorio, Basat envolvió la estatuilla en una tela suave, para evitar que se dañara en el largo viaje de regreso, y la puso cerca de las bolsas de su equipaje, para guardarla con prontitud cuando llegara el momento. Luego pasaron varios días, y Basat tal vez cumplió el propósito de su viaje a Tashne, tal vez no, pero lo que importa es que una noche, la víspera de su partida, volvió a su alcoba e hizo su equipaje: guardó su ropa sucia, sus útiles de limpieza, algunos recuerdos, y primero se sintió confundido, después irritado, por último furioso.

Porque no halló, por ninguna parte, a su pájaro qush.

Al cabo de varias horas fueron llevadas ante el magistrado, que aguardaba con Basat, una de sus sirvientas y una estatuilla. -Pero ella niega haberla robado -explicó el mayordomo-, y debo decir, señor, con perdón, con el debido respeto, que me cuesta no creerle porque es una muchacha honesta, muy hacendosa. Su..., su nombre es Hasi, señor; es hija de Raouda, la cocinera, a quien usted recordará. Y la figura estaba en su cuarto, a plena vista...

El juez lo despidió con un ademán. Basat vio que, en efecto, Hasi era muy joven y no parecía una persona maliciosa: sus ojos eran límpidos y su barbilla firme. Pero estaba atemorizada. Sus piernas temblaban, y sólo la ayuda de un par de mozos, que la sostenían de los brazos, le impedía caer al suelo.

Y siempre que lo hacía, miraba de reojo a Hasi y la veía cada vez más temblorosa, con la boca torcida en una mueca. Entonces recordó que la estatuilla debía ser muy valiosa. Demasiado, acaso, para una sirvienta, por acaudalado que fuese su patrón.

Luego pensó que su amigo tenía razón, y que a veces hay que pronunciarse por el mal menor, y esa misma tarde presenció cómo Hasi recibía su castigo en el patio central de la casa. Lo vio desde un balcón elevado, en compañía de su anfitrión, y no pudo dejar de conmoverse ante los gritos de la muchacha, que no dejó de protestar su inocencia. Decía que la estatuilla era suya, que había ahorrado durante años para comprarla. Calló hasta que la forzaron a mantener la boca abierta, para que el verdugo pudiera usar su cuchillo y más tarde su cauterio.

Poco después, ya en el carruaje que lo sacaría de Tashne, Basat se consolaba pensando que, por lo menos, se había hecho justicia.

Y entonces quiso guardar su qush, envuelto de nuevo en una tela suave, y abrió una de sus bolsas de viaje, y descubrió un envoltorio, igual que el que tenía en la mano, perdido entre calzas y camisas sucias. Y en el envoltorio había otro pájaro qush.

El suyo, el que en verdad era suyo, de la misma fina artesanía, de la misma belleza.

Despertó en la casa del juez, pero no lo vio nunca más, y en verdad estuvo solo casi todo el tiempo que pasó allí, acostado, con una tela ensangrentada en la boca. Se marchó una madrugada, y sólo unos pocos sirvientes lo despidieron.

Cuando el mayordomo le abrió la puerta del carruaje, que había sido alquilado sólo para él, Basat subió y quiso agradecerle. Recordó que no podía, y como se consuelan o se engañan los héroes de los cuentos, cuando sufren una gran pena, así pensó que todo aquello era un sueño, y que pronto estaría despierto.

Entonces descubrió, entre los rostros que lo miraban, el de la muchacha, Hasi. Una punta de tela salía por entre sus labios apretados, y estaba llorando. Al ver esto, Basat, todavía como en un sueño, tuvo otro pensamiento: que Hasi y él, de algún modo, eran iguales.

Pero se dijo: no, no es verdad, y sintió lágrimas en los ojos mientras el mayordomo cerraba la puerta del carruaje.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Abr/00