Tinto en Restrepo

Para René Reyes

Luis Felipe G. Lomelí

Yo no tengo casa. La mesera me trae el tinto, el tintico, mientras miro a la calle y a los universitarios. Si no fuera tan bueno el café aquí, mejor pediría una Corona o una Club Colombia, o una copa de esos vinos chilenos de deshecho que vienen en tetra-brick y que resultan ser de lo más costo-efectivos. El otro día en un Éxito vi unas botellas de vino nacional, me dio curiosidad mercar una para degustar un vino tropicalón pero desistí en la intentona de despilfarrar en un líquido que probablemente sirviera mejor para limpiar plata. También había unos tetra-bricks de algo que supuestamente era tequila, la nostalgia es cabrona pero no tanto, además no eran mexicanos y ya con la experiencia previa de haberme hecho mierda el estómago con un seudotequila jalisciense envasado en un bote de plástico a uno se le quitan las ganas de ser tan audaz. Si hubiera Don Julio o Jimador o algo más decente, estaría feliz emborrachando a mis maestros sudamericanos. Pero el tinto es bueno, nada comparable a las aguas de calcetín o a las cenizas revueltas que se toma uno en los Vips o en los Sanborn’s o cafeterías similares. En mis otras casas, en la casa que no tengo. Estudiar para los exámenes mientras las meseras te miran mal porque ya llevas seis horas y sólo has pedido un café, un café que después de dos horas ya ni pruebas, que vas a los baños y lo tiras en los mingitorios para regresar y pedir más cafecito, por favor y tengas la opción de seguir haciéndote pendejo en la silla mientras te haces pedazos para decifrar cómo carajos el autor llegó de una ecuación a otra. Y rayas en las servilletas, en la parte de atrás del mantel, y rayarías por las paredes tu intento de demostración si es que tuvieras paredes propias que rayar y un piso para sentarte a ver cómo se van derivando las funciones por la pintura vinílica y se quiebra una integral de línea con tau como variable tonta en el vértice del muro.

Como una enfermedad de la cual no se perciben los síntomas hasta que el organismo ha sido saturado, los universitarios se hacen de las mesas en la línea de bares y cafés de la Carlos E. Restrepo. En la mesa de junto un grupo habla de las proyecciones urbanísticas viables para latinoamérica y citan como ejemplos un parque industrial cerca de Buenos Aires y otro a las afueras de Santiago de Chile. Los escucho. A eso vengo a Restrepo, a escuchar conversaciones ajenas para sacarme de la cabeza las nueve horas diarias del curso de la OEA. A eso siempre he ido a las cafeterías, a oír pláticas de otros para sentir que tengo a alguien con quien conversar. Dicen que la ciudad necesita de infraestructura, de lineamientos ecológicos para solventar el problema de contaminación. Alguien pregunta si conocen la planta de tratamiento de aguas de San Fernando. Responden que no y el muchacho se suelta a hablar de las maravillas tecnológicas y administrativas de la planta, que se tiene previsto que en cinco años cualquiera pueda volverse a bañar en el río Medellín.

Le doy un sorbo a mi tintico. Por la calle pasa un hombre seguido por varios perros. A base de silbidos logra que los animales se paren en dos patas, se acuesten, den vueltas, brinquen sobre una vara. Luego se acercan a él para que los acaricie. Todos son perros callejeros, mugrosos como su dueño que se acerca a las mesas para pedir la cooperación para el show. Meto la mano a la bolsa para darle algo a pesar de que todos los lugareños me han dicho que no se les debe dar nada a los pordioseros y que de preferencia no hable para que no se me note la extranjería. En la mano tengo seis pesos mexicanos, mil setecientos pesos colombianos, veinte guaraníes, diez pesos chilenos y un cuarto de dólar gringo. Le doy quinientos colombianos, guardo lo demás y pienso que debería de dejar todas las monedas extranjeras en el hotel. Los muchachos urbanistas ni siquiera voltean a ver al cirquero de los perros, siguen hablando de la necesidad de free-ways, de rellenos sanitarios, de periféricos como el que uno de ellos vio en Venezuela. ¿En Caracas? Dicen que una buena planeación urbana es la base para mitigar la pobreza. Ejes viales, el periférico atascado, agujerado de vendedores ambulantes. Mirar las avenidas desde un café, esperar a que el calor de Monterrey mitigue y pueda ir a dormirme al cuarto que alquilo: aire acondicionado por el precio de un café, soledad compartida, evitada: a cada cuarto de alquiler llego a habitarlo con mi séquito de fantasmas: en Monterrey, en Ciudad Juárez, en La Paz, en Nueva York, en Ciudad de México, en Villahermosa: por eso hay que abandonarlos para ir a esperar a la mesera, a que los comensales me cuenten sus historias.

En las bocinas del café comienza a sonar la música: Alejandro Fernández. En esta colonia es difícil escuchar vallenato: o son rancheras mexicanas, o trova o música en inglés, nada propio: para eso hay que ir a lugares no universitarios y de estratos tres o dos. Porque si uno se va a las cantinas más arrabaleras, entonces lo que prolifera es el tango y las prostitutas gordas y los hombres solos. Decrépito homenaje al hombre que murió en el aeropuerto de esta ciudad hace varios años. Aeropuerto con pasos de tango pintados en el piso, con las letras calcadas en mantas de plástico, con fotografías de Gardel por donde la vista alcance. Dan ganas de balearse en un rincón. ¿Era de Gardel? El avión ni siquiera había despegado. ¿Una muerte ad hoc? ¿Y alguien habrá hecho un tango de la muerte del tanguero? Muerte del que viaja, del ausente, del que vive en salas de espera, en cuartos de alquiler de cualquier precio, en cantinas y cafés, muerte de desolación en primera plana, si una noche de invierno, muerte de viajero; muerte en un avión, en una mesa tomando tinto.

Pido otro café. Lo que no entiendo es por qué a los eruditos urbanistas de la mesa de junto se les olvida citar el caso de Brasilia ya que andan de cosmopólitas. ¿Será porque procuran lo mismo que yo? Me dan ganas de interrumpirles la charla para soltar algunos datos sobre México. Decirles que allá llevamos más de un siglo haciendo planeación urbana y que, de todas formas, estamos en la mierda; que sí, que se han logrado algunas cosas interesantes como Coatzacoalcos o Hermosillo, como frenar a los gringos poblando la frontera pero, a fin de cuentas, nos carga la chingada. Hablarles de Ciudad Satélite, de Tlatelolco, de lo bonito que estaban planeadas y, ya que estén bien emocionadotes y pensando en hacer lo mismo en Colombia, describir en lo que se han convertido. También de Vallejo, de los Condominios Constitución, de las palomeras tapatías. ¡Putamadre, ya personifico al viejo que se encorajina con los sueños de los jóvenes!

Miro hacia otro lado, hacia un par de muchachas que hablan de su clase de biología molecular y dicen que no saben cómo harán para pasar el examen, para aprenderse la ruta del lactato. La mesera me trae el otro tinto. Tengo acidez. Todos los días. Procuro convencerme que es por los litros de café que me empanzo a diario en el Paraninfo para cabecear lo menos posible durante las nueve horas que me surto atendiendo a un maestro que me habla de sistemas de gestión de calidad. Que es por tanto tinto y no por el miedo. Que vine a Colombia para hacer currículum, no para huir de la angustia de tener una casa. Que quiero una casa que no tengo para pensar en que quiero tener una casa y no ponerme a adivinar cuál de los autos estacionados en la acera tiene una bomba por dentro. Pensar en las teorías urbanísticas como los jóvenes de junto para no imaginar la explosión que nos puede mandar a todos a la mierda. Atormentarme con la tragedia fatua de un examen de biología molecular, de vivir en los cafés, de la muerte de Gardel o las curiosidades de la extranjería, para no probar la sangre de los que saldremos volando contra los cristales y las paredes, de la garganta abierta, de las piernas destrozadas a la espera de las sirenas y la vuelta del hombre que entrena perros a revisar las carteras de los que se desangran. ¿Cuál de los coches? ¿Cómo reconocerlo? Por qué, carajos, no son como los asaltantes de película que uno puede distinguir a lo lejos. No. Al día siguiente, con marcas de uñas en la cara, vendrán otros a trazar con el dedo trémulo el contorno de los amantes masacrados. Como en el parque Lleras, parque lloras. Como en El Tesoro. Como afuera de las salsamentarías. Como por todo Medellín.

No me termino el tinto. Pago. Me paro en busca de un taxi. Necesito una distracción más fuerte que las pláticas de café. Esto no funciona aquí, aquí la realidad te rompe los huevos.

Cuento ganador del premio Latinoamericano de cuento "Edmundo Valadés".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04
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