El goce blanco
Mario González Suárez
Un día antes de la boda descubrió un poderoso hormiguero detrás de la casa. Le pareció ver el sexo de su virginal prometida. Para difuminar tan perturbadora visión se concentró en seguir un negro camino de hormigas que llegaba al muro, ascendía hasta la ventana y se prolongaba hacia la alacena.
Por la tarde fue a pagar la dotación del vino y de la fruta, también revisó las mesas y pasó lista a los criados. Preguntó por los músicos, sus amigos y su prometida... Nada le respondieron y él corrió ciego de alegría a escoger una camisa.
Dicen que al principio la fiesta fue muy hermosa, hubo mujeres, viudos, celosos, besos y borrachos. ¡Qué garbo el del novio! ¡De la novia qué inocencia! Mucha dicha, mucha envidia. Se expresaron augurios de prole y riqueza, bromas procaces...
Ella era el centro del mundo. ¡Cómo saber si la llevaba el esposo o éste la seguía! Su vestido de boda la mantenía en vilo; parecía elevarse en albos giros durante el baile. De pronto se desvaneció. Los convidados contuvieron el aliento al mirarla yacer en la hierba; de su cuerpo emanaba una claridad y nadie advirtió que estaba oscureciendo. Ya no respira, dijo una vieja animosa. El médico del pueblo hizo a un lado a la gente; atribuyó aquello a la agitación y el calor... El novio se apresuró a tomarla en brazos y entrar en la casa.
Durante la noche, demasiado larga, los esposos no se atrevieron a estirar la mano y pasaron horas observándose los trajes, quizá imaginando suavidades, lunares y delicias. Se temían porque se admiraban. Ella se quedó dormida antes del amanecer, entonces él se animó a rozarle un hombro, luego le besó el cabello y la cubrió con el edredón. Durante un rato la estuvo contemplando con la intensidad de la primera luz del día. Le contrariaba su deseo y se llamó perverso por haber insistido en comprar una cama redonda.
Habían decidido posponer el viaje de bodas, esperar el verano y juntar dinero para ir muy lejos. El hombre salía de casa por las mañanas, saludaba a la gente, le sonreían algunas mujeres. Por las tardes volvía ansioso. Llamaba a la esposa, la miraba y le quitaba algo de ropa. Ella era dócil, muy bella, muy ella. Sin embargo, ya en el redondo lecho triunfaba su reticencia, sus manos se ponían duras y se escondía bajo las cobijas. El marido se azoraba y nada podía contra la timidez de su consorte. Tengo miedo, era el argumento invencible. Armado de paciencia, se dejaba amansar con besos inocuos hasta que ahíto de un suave olor lo poseía el sueño.
En una tarde de vino, con disimulo propició una conversación donde le dijeron que no pocas vírgenes reaccionan así, su deseo las paraliza, las avergüenza, pero después ceden y las ilusionan los hijos... Algún vanidoso sentenció que no era bueno presionar demasiado, pues el hombre se enoja antes que la mujer se rinda.
Pensó que sería fácil proponerse indiferencia, no pensar en su cuerpo ni su aroma durante el día. Quiso conjurar sus obsesiones con el trabajo. Pero no dejó de ser atento ni cariñoso e insistía con tacto cada tres o cuatro noches en su anhelo.
Al poco tiempo tuvieron un perro, se amaban, recogieron un gato, compartían silencios. La casa era grande, la escalera de caracol, mucho sol por la tarde...
Una noche, el hombre, optimista, volvió con un regalo para su esposa. No la encontró en la cocina, la biblioteca ni la alcoba. Los criados se habían ido y el perro andaba en el bosque. El hombre se preocupó y miró en el sótano, el armario y la terraza. Por último, salió con una lámpara al jardín. Olía a verde y los insectos lo habitaban. Avanzó entre la hierba hasta la barda: al levantar la luz vio un panal de avispas. Debajo del árbol alumbró una figura inquietante. Sintió miedo y no lograba decidir si traer un cubo de agua o acercar fuego al cuerpo de su mujer. Las avispas todas estaban posadas en su piel desnuda. Sus pupilas relumbraron, hipnotizándolo. Enseguida ella hizo una cruz con el índice en los labios, tronó los dedos y en el acto los insectos volaron a su nido. Permaneció mudo ante la primera vez que veía la desnudez de su esposa, pelirroja.
Después no supo si la impresión de aquella noche había trastornado sus sentidos o en verdad algo en la esposa había cambiado: brillaban sus hombros, su cuello, las manos. Notó mayor abundancia en su cabellera, el aroma de su cuerpo seguía siendo agradable pero más espeso.
El marido observaba con devoción los movimientos de la mujer. Sin rencor reprimía su deseo, esperaba resignarse a ser sólo testigo de la existencia de aquellas formas, convencerse de que mirarlas envueltas en la luz vespertina era casi una visión beatífica. Pero el simple paso del tiempo trabajaba para disolver cualquier ascesis, para desenterrar la salacidad del esposo frustrado.
Un sábado de fiesta salieron de paseo con sus amigos y una tía indiscreta. Fueron río arriba hasta dar con un pequeño valle rodeado de encinos. Al detenerse, en cada quien se formó la impresión de que ese lugar ya lo habían visto en algún sueño. Extendieron el mantel en la hierba, sacaron de los canastos la comida y el vino. Se refrescaron, comieron y después empezaron un juego de naipes. Todos reían, daba lo mismo ganar que perder. Quizá por eso la tía comenzó a decir bromas pícaras y entrometidas a los recién casados. Miró con displicencia al joven esposo y le dirigió una frase preñada de malicia. El otro no entendió si aquello era burla o reproche. En silencio reconoció que, en efecto, habían pasado varios meses desde su boda y no se cumplían los augurios de descendencia.
Animados por el crepúsculo y el vino, los demás propusieron un juego en el bosque. Al penetrar en el laberinto de árboles, rápidamente unos a otros se perdieron de vista; les arrobaba la emoción cuando surgían las voces y nadie sabía de dónde. Al marido le contrarió advertir que la risa de la tía sonaba mucho. Quiso buscar a su esposa. Sin resultados, de pronto dio un paso y se encontró fuera del bosque. En lontananza distinguió una silueta junto al cuadro blanco sobre la hierba. Miró a su rededor: cerciorado de que nadie lo seguía, corrió hacia el mantel. El estupor le empañó la visión de su mujer entregada a los insectos. No les importaban los restos del pan ni la fruta, venían por ella. Temeroso de que volvieran los demás, se apresuró a incorporar a su esposa pero no se atrevía a tocar su cuerpo lleno de bichos. Ridiculizado por el nerviosismo, recogió su ropa, luego pensó en cubrirla con el mantel, finalmente gritó su nombre: la mujer volvió el rostro invadido hacia él, flexionó las piernas y conforme se levantaba los insectos se iban zumbando.
Cuando llegó el verano el marido había invertido su capital con los comerciantes del pueblo. La operación era poco riesgosa y le redituaría ganancias con rapidez. Se convenció de que el otoño aún sería buena época para viajar. La esposa estuvo de acuerdo en retardar de nuevo el viaje de bodas, pero pidió a cambio que el hombre la dejara visitar a su familia por un par de días.
En la primera noche el marido no pudo dormir, tuvo frío y se arrepintió de haber hecho tratos con los comerciantes. Durante la jornada anduvo preocupado, sin mucha atención en los negocios. Excesivamente cansado, sin cenar, volvió a la cama. Al poco rato percibió el olor de su esposa, estiró la mano y tocó su hombro. Se excitó de inmediato al palpar esa carne con la nueva consistencia que tenía. Rasgó el camisón de la amada sintiéndose caer en un abismo. El cuerpo de ella era más grande que la noche. Consideró que no debía tomarla sin hablarle. Tu carne huele a resurrección, tu materia es como la de los justos y los ángeles. No me importa si gozarte produce un cataclismo, la condenación de los hombres es un precio ínfimo si alcanzo a arder en tu llama... Sus propias palabras lo despertaron. Comenzó a llorar en la oscuridad. De pronto le acometió una risa insana. Desnudo bajó hasta el jardín. Advirtió un cordón de hormigas en la tierra: tal vez por la luz del cielo todas eran blancas. Se paró en el hormiguero mirando su orificio, donde cayó el mercurio del hombre. ¡Qué metal! ¡Qué fuerza! ¡Qué agua!
Por orgullo llegó a desistir por completo de tocar a su esposa, siempre graciosa y dulce. Aún más le desasosegaba que ella jamás profería una palabra de rechazo ni un gesto áspero. Así, al hombre alternadamente le acometían accesos de rabia y de culpa. La miraba pasar en silencio, contemplaba sus pies y creía que el deseo era una impiedad. Comenzó a considerarse impuro, marcado por una suciedad indeleble. Ni siquiera se atrevía a interpelar a su virgen.
Ya no volvía a casa al atardecer, se demoraba con sus amigos hasta muy tarde. Procuraba no hacer ruido al subir a la alcoba. Toda concupiscencia es una invocación a la muerte, repetía cada noche, como una oración, antes de acostarse junto a ella.
Cierta vez fue solo a beber en una taberna. No salió hasta que lo echaron pero no deseaba regresar a la casa y decidió deambular por el bosque. De pronto, un enjambre de luz lo distrajo de sus tormentos. Al levantar la cabeza descubrió miríadas de puntos luminosos entre los árboles. Se frotó los ojos, extrañado, seguro de que no había pagado vino barato. Observó que las luces, al cabo de un rato, parecían ordenarse y tomar una dirección hacia el río. Sucumbió a la tentación de seguirlas. De tal forma alumbraban que el hombre podía caminar sin tropiezos. El sitio donde se concentraron semejaba un santuario, y allí, el infinito cónclave de lámpiros borraba cualquier vestigio de la noche. La luz le pareció aterradora. Deslumbrado, se postró de rodillas ante la imagen.
Así estuvo hasta que sopló un vientecillo y las luces comenzaron a huir, o a apagarse. El cuerpo de la mujer temblaba, lo cubría una sustancia plateada, viscosa, sanguínea. Al hombre, embotado, los sentidos apenas le sirvieron para advertir que amanecía. Después, quizá en un intento de huir del miedo, de no perder la razón, se le ocurrió ir a buscar al médico. No supo qué decir, únicamente repetía que su esposa se encontraba herida. El viejo pensó que estaba ebrio, pero accedió a acompañar al esposo hasta el punto que señalaba. Cuando él se convenció de que allí no había más que árboles y pájaros, fue corriendo hacia la casa. Hallaron a la mujer dormida en la cama.
Al finalizar las auscultaciones el médico reprendió afectuosamente al hombre: la esposa no tenía fiebre ni mal alguno, era él quien podía indisponerse por tanto trabajo, desvelo y bebida.
Por la noche, en un acto de humildad, el marido se quitó la ropa, se examinó ante el espejo con absoluta sumisión: Sólo soy un hombre. Cuando miró las piernas de la mujer admitió que había sentido celos de las luciérnagas. Evocó su adolescencia, los años en que era testarudo. Volvieron sus pensamientos mezquinos y le dieron valor para levantar las cobijas.
Amaneció el domingo. El hombre había salido temprano a caminar, a meditar si era dichoso o desgraciado. La resistencia de la noche reciente había herido su paciencia. Pensó en irse, en un hijo, en su esposa... Quiso imaginarse junto a otra mujer sólo para darse fuerza. Volvió a la casa con el perro por delante. No olía a comida, la puerta estaba abierta. Le enfadó imaginar que a su mujer la encontraría nuevamente en el jardín. Por alguna razón abrió un cajón de la alacena. Caminó despacio y sin dificultad distinguió a su mujer tirada en una esquina. Le asombró descubrir que las hormigas ya eran rojas, infinidad de ellas corrían por la piel lisa de su esposa. Por primera vez no pensó en levantarla. Percibió que desde lejos venían más insectos... Cuando la cubrieron, del hormiguero rojo salió la reina: llevaba un grano blanco en la cabeza y sin prisa avanzó hacia la entrada de la virgen.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04
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