Volutas

Mario González Suárez

-Entre los judíos, ¿a qué edad se hace la circuncisión, Yuri?

El horizonte comenzaba a difuminarse y pesados nubarrones arrastraban tras de sí la oscuridad. Por única vez en toda la tarde Aída sufrió cierta ansiedad al advertir que su compañero se mostraba ensimismado, ajeno a su pregunta, sentado en tal posición que la rodilla derecha le quedaba cerca de la mandíbula, y mantenía los dedos de la mano entre los dedos del pie, mientras la mano izquierda la tenía abandonada sobre su sexo. De pronto, un viento salado pareció sacarlo de su abstracción y, sin mirar a Aída, articuló:

-¿Edad? A los ocho días de nacido...

-¿También entre los musulmanes? -dijo Aída al tiempo que se cubría con una toalla como si tuviera frío, aunque en verdad, por acto reflejo, se estaba ocultando de una lagartija que la contemplaba desde un tronco seco.

-No, ellos se circuncidan en una ceremonia a los trece años... -Yuri subió el otro pie al asiento, abrazó sus piernas y colocó el mentón sobre las rodillas-. Va a llover, Aída; llama a los muchachos y atajémonos en la tienda grande.

Aída no se movió, apenas desvió la mirada para observar cómo entre los muslos de Yuri se asomaban dos frutos rosados. De súbito él se levantó y agitó los brazos para llamar a los niños. De nuevo Aída le miró el sexo como si fuera la primera vez, con entusiasmo y falso pudor. Cuando se aproximaron los chicos, Yuri les ordenó recoger sus pertenencias y entrar a la tienda. Respondieron afirmativamente pero enseguida volvieron a meterse a las olas. Al contemplar sus ágiles cuerpos en movimiento Yuri se repitió que ambos eran muy hermosos; desde allí su piel se veía plateada, le parecieron dos delfines saltando. Un viento alto había alto había disuelto las nubes. Más tarde les dio frío y corrieron hacia su madre para pedirle toallas. Entonces Yuri los percibió aún más bellos, dando saltitos, tiritando y con los brazos pegados al tronco, cubriéndose el pecho. Mientras Aída los secaba amorosamente Yuri no pudo evitar la risa ante la imagen del pequeño pene de Ricardo rodeado por una cinta blanca. Fue a la tienda por su cámara y le tomó una foto bajo el sol rojo de las seis.

Ella nunca había estado en una playa nudista y Yuri adoptó un tono de broma cuando le propuso ir a una pequeñísima isla escondida al sur de Puerto Solar. En verdad no creyó que aceptara pero le hizo la invitación sólo para divertirse con su reacción escandalizada.

Unos días antes habían operado a su hijo Ricardo, y eso inició en Aída obsesiones y ansiedades en otro tiempo ajenas a ella. Quizá fue precisamente la alteración psíquica de Aída lo que le permitió acceder de inmediato y con gusto a hacer el viaje.

Yuri había dado con la isla por azar, durante unas vacaciones con su primera esposa; de eso hacía por los menos diez años y cinco desde la última vez que la visitó con la intención de fotografiar en la playa, desnudas, a unas modelos. Tomó muchas fotos, no sólo de sus amigas sino de varios extranjeros que habían llegado hasta la isla para asolearse en cueros, y al descubrir la cámara, hombres y mujeres, lejos de mostrar inhibición, se acercaron y se dejaron retratar como animales salvajes. La isla tiene un poder de sugestión que anima a sus visitantes a despojarse de la ropa para recobrar por un momento el paraíso, aunque el paisaje sea un tanto desértico.

La isla es como una colina que sale del mar, parece una joroba de tierra, y si se sube a la parte más alta es posible abarcar con la mirada todo su perímetro, borroneado en algunos puntos por la vegetación. No hay vendedores de frutas ni puestos de alimentos o bebidas. Se debe ir completamente avituallado y, si no se cuenta con embarcación propia, contratar los servicios de algún lanchero que lo deje a uno en el improvisado muelle, y luego regrese en un plazo convenido para transportarnos de nuevo a tierra firme.

A las pocas horas de haber llegado, ya instaladas las tiendas de campaña y dispuesto un sitio para el agua y la comida, sin siquiera una sugerencia, Aída y sus hijos se sacaron la ropa y se metieron a nadar. Yuri quedó un poco perplejo por la naturalidad con que Aída se había desnudado frente a los niños. No pudo evitar considerarse ridículo cuando desde el agua ellos lo llamaban a jugar y él mostraba cierta timidez.

Durante la breve navegación, el lanchero les había informado que no arribarían más visitantes a la isla hasta dentro de tres días, así que ahora tenían el lugar para ellos solos, y Yuri lo aprovecharía cazando con su cámara los movimientos de Aída y los niños. Al contemplar sus figuras esbeltas, los apéndices suaves de los pequeños -el del mayor con el gracioso anillo blanco de esparadrapo-, las perfectas uñas de sus pies, las algas del pubis de Aída, los largos tirabuzones negros de su cabellera, sus mamas firmes y las piernas fuertes, recordó las creencias talmúdicas del hermano de su madre sobre el troquel con que el Santo acuñó a todos los hombres y por eso la carne puede ser un recipiente de la belleza, el tabernáculo que repite las gloriosas formas de Dios.

La imagen de los cuatro en la playa hacía infinita la minúscula isla y quitaba cualquier importancia a las fijaciones de Aída y a las discrepancias con ella. Se sentían animales, verdaderos, sin los lastres del disimulo. Ni maldad ni dolencia podía alcanzarlos y ningún hombre trastornaría su beatífica soledad.

Después de cenar, Aída lavó los platos mientras Yuri aseguraba la lona impermeable de la tienda de los muchachos; al terminar sirvió dos vasos de brandy y llamó a Aída. Recostados se acariciaron en silencio, dejándose estremecer por la ronca oración nocturna del mar. Al palpar sus pezones endurecidos, Aída se excitó aún más; entonces sus labios, como separados de ella, dejaron de besar a Yuri y formaron una pregunta:

-¿Por qué se hace la circuncisión?

Yuri continuó acariciándola y sin contrariarse respondió:

-Es el testimonio de nuestra alianza con Dios...

-Eso es demasiado abstracto y vago -la mano de Yuri comenzó a sentir la humedad de Aída-. Incluso resulta más interesante decir que se hace por higiene; como me aseguró el médico, que operar a Ricardo ahora era lo mejor porque todavía es un niño, después sería más doloroso y molesto y esas cosas... Lo que te quiero decir es que la explicación del cirujano fue clara: Ricardo tiene el prejuicio, digo prepucio muy cerrado, le causa dificultad al orinar, y ya una vez tuvo infección... Ustedes deben saber otra respuesta...

-Si la hay no la sé. Los rabinos están convencidos de nuestra alianza con Dios -dejó escapar una risilla burlona antes de agregar-: Como si Dios fuera un caníbal y comiera prepucios, como si diera un pequeño mordisco a cada uno de los hombres que ha de comerse en la muerte.

-Yuri, ¿y cómo es la ceremonia judía? -Aída articuló la pregunta sin desprender de su rostro un gesto de asombro y agobio.

-Se hace un rezo y con unas tijeras para el caso o una campana especial se corta el prepucio. El niño llora y debe ser muy traumático, pero se olvida luego. Yo no recuerdo mi circuncisión y no creo que ningún judío la recuerde. Los islámicos están jodidos, a los trece años uno se da cuenta de todo, y les debe resultar hasta vergonzoso que a esa edad les estén toqueteando la cola en público...

Rió suavemente, tomó un trago de brandy y sin pasarlo comenzó a besar y mojar los pechos de Aída. Ella se acomodó en la manta para recibir a Yuri. Al sentirlo abriéndose paso lo abrazó con más fuerza, su respiración la excitaba; pero de pronto perdió la concentración y no pudo evitar que la poseyera la idea de que el pene de Yuri no tenía prepucio. Se dijo, como otras veces en la misma posición, que prefería a los hombres incircuncisos. Yuri había notado que ella no lo seguía, y sin disimular su disgusto se separó cuando Aída emitió una pequeña risa.

-Perdón, Yuri, no lo pude evitar, estoy pensando en tonterías. Dime una cosa: una vez realizada la ceremonia de la alianza, como tú dices, ¿qué hacen con el prepucio? -Yuri distendió la expresión del rostro-. ¿Lo tiran? ¿Lo guardan? ¿Lo entierran? Dime, ¿tú guardas el tuyo en una cajita o algo así?

Sin perder la paciencia, Yuri dio un trago a su vaso y por unos instantes, con la mirada perpleja, recorrió las sombras oprimentes que formaba la lámpara en el interior de la tienda. Después, sin ninguna entonación, dijo:

-No sé, nunca había pensado en eso, pero no me importa.

-Tú debes saber... ¿Donde está tu prepucio?

-No sé. No soy rabino, tampoco religioso... -contestó Yuri, sintiendo que sus palabras eran estúpidas, tanto como consideraba las preguntas de Aída. Sin desviar la vista de los ojos brillantes de Aída se ensimismó en el aliento de las olas y trató de percibir voces o risas en la tienda de los chicos. Aída creyó que estaba esforzándose por hallar una respuesta, pero después se contrarió cuando Yuri, esbozando una sonrisa condescendiente, agregó-: Ya es tarde, mañana iremos al otro lado a mirar el amanecer.

-Espera, Yuri, no me trates como si fueras mi papá; yo sé qué hacen con él... -se detuvo en un largo silencio que aprovechó para encender un cigarrillo; después, al tiempo que expulsaba el humo en volutas, dijo-: Bueno, en realidad nadie hace nada con él... No sé cómo decirlo...

-No fumes aquí.

-Es que te pueden circuncidar toda la piel... Es que los prepucios se convierten en lagartijas, en lagartos, en iguanas, según el tamaño...

Yuri se levantaría antes del alba, quizá con la intención inconsciente de vengarse de Aída, abandonándola dormida en la tienda. El aire fresquísimo parecía filtrarse por los orificios luminosos que aún quedaban en el cielo. A esa hora, sin niños y sólo las huellas del viento en la arena, la playa le pareció un territorio sagrado, y le embargaba la culpa al imprimir sus pies desnudos en él. Se sentó frente al mar para dejarse arrobar por los restos de la luna, que tenía una forma y un color de gajo de naranja. Más tarde, cuando empezaron a verse los primeros pétalos del cielo, sintió deseos de trotar y mojarse. Muchos metros adelante, sofocado, se detuvo sobre un montículo de arena; por un instante se intimidó pensando que aquello era una sepultura. Para contrarrestar el repentino vértigo que lo atrapaba, decidió construir allí mismo un castillo de arena, olvidándose por completo de Aída y de la promesa de contemplar juntos el amanecer.

Quizá a las diez de la mañana comenzó a sentir un dolor en la cintura y se levantó para estirarse; antes de acuclillarse de nuevo, con gusto advirtió que su construcción era hermosa y quiso rodearla con una muralla y un foso para que luciera igual a las fortalezas antiguas que había visto en los libros. Al terminar la muralla deseó que aparecieran Aída y los muchachos para mostrarles su obra y tomarles una foto junto a ella. Mientras cavaba el foso, entre un puño de arena halló algo extraño; primero pensó que eran los despojos de un pez, después que era un molusco, una medusa muerta, creyó también que eran restos de comida. Acercó aquello a su olfato y al contemplarlo con mayor atención se le escapó una risa nerviosa y el nombre de Aída: tuvo la impresión de que la carnosidad que había encontrado era un prepucio. Arrugó la frente cuando le pareció descubrir la verdadera forma de tal pulpa: eran unos labios, rebanados con precisión en una sola pieza del rostro de alguien. Finalmente sacudió la mano con una mueca de asco, molesto consigo mismo y asombrado por el tiempo que había tenido contacto con aquello.

La noche siguiente soñó que estaba dentro de una ataúd, con la tapa abierta. Llevaba un frac, unos zapatos muy brillantes y finos. Se miraba desde arriba, lucía muy bien y su rostro tenía una expresión serena. Nada notaba de particular en la escena, ni siquiera horror le producía. Al cabo de unos instantes de estar observándose advirtió que tenía el pene de fuera, asomando como una salamandra por el pantalón negro. Entonces le anegó un profundo sentimiento de humillación. Más tarde su desazón se tornó alegría, absurda y pura exultación. Se tomó una foto. Como si alguien se lo susurrara al oído, supo que su cuerpo, toda su piel y su carne eran un gran prepucio. Y luego el ataúd, la habitación, el edificio, la ciudad, el continente, el mundo era un prepucio que debía de ser circuncidado. Y debajo quedaría un glande puro, eterno como la muerte, una gota de Dios o una partícula o una limadura. Pero no, bajo el prepucio sólo hay un orificio, un hoyo como de mujer, sin su baba ni su calor ni su carne, sólo un hoyo negro como la muerte.

Se decidió a salir de la tienda y caminar hacia la orilla del mar. Abrió la boca tanto como pudo para atenuar un poco la tensión de haber tenido apretada la mandíbula. Cerró los ojos, anduvo hasta sentir que una ola le mojaba los pies, entonces se concentró en percibir las distintas frecuencias de la voz del mar. Permaneció un rato en ese trance sin levantar los párpados; confiado a las instrucciones de su cuerpo avanzó por la arena mojada, gozando de la brisa. De pronto se detuvo y sin reflexión de por medio, como una bestia en el llano, liberó su vejiga. Un viento bajo desvió el chorro amarillo hacia las piernas de Yuri, que abrió los ojos al sentir el líquido caliente. Caminó un trecho por el agua para enjuagarse las pantorrillas, entonces advirtió que el sol no tardaría en empezar a apropiarse del cielo y que él se había alejado demasiado del campamento. Inició un trote y lo apuró deseando meterse a la tienda con Aída; mientras avanzaba recordó que esa mañana la lancha traería nuevos visitantes a la isla. Le entusiasmó la idea de ver a otras personas. Cuando llegó a las tiendas Aída y los chicos acababan de irse. La cafetera aún estaba caliente. Bebió un poco de agua, ya decidido de ir a buscarlos. Deseó encontrarlos sin que ellos lo advirtieran y así tomarles algunas fotos. Se dirigió de inmediato hacia donde creyó que estarían bañándose o tirados al sol, una pequeña caleta al noreste de la isla. Sigilosamente se aproximó desde atrás de unas rocas; no estaban allí. Entonces se encaminó hacia un conjunto de palmeras, pensando que tal vez yacerían a la sombra. En ese sitio de pronto se vio rodeado por innumerables lagartijas que lo miraban con curiosidad. Yuri rió de buena gana con la idea de que los reptilillos eran los prepucios de los hombres de las inmemoriales generaciones de su familia. Dejó de reír cuando se le ocurrió que quizá frente a él estaban también los prepucios de los Patriarcas y los Reyes y los Jueces y los Profetas y los Cabalistas. Estimó que fotografiar a los reptiles era casi un acto ceremonial. Oprimió varias veces el obturador. Mientras se alejaba recordó un versículo de la Torá: "No te harás imágenes". Huyó por el laberinto de sus apetitos hasta recuperar la intención de encontrar a su compañera y los chicos. Calculó que probablemente estaban en el paupérrimo muelle de la isla, recibiendo a los nuevos visitantes, y apretó el paso con entusiasmo. No pudo contener la marea de frustración al no localizarlos tampoco allí. Se detuvo a tomar un par de fotos a las tablas del muelle antes de decidirse a subir a la cumbre de la isla para otear sin perder ningún punto. Pero ya en la cima reconoció que demasiados rincones permanecían ocultos por los arbustos o accidentes del terreno. Comenzó a surgirle cierta desesperación y un inopinado enojo por no dar con Aída y los niños y pensar que estaban escondiéndose de él.

Bajó por una vereda hacía un conjunto de piedras. Con movimientos acechantes trepó las rocas y detrás de ellas descubrió una angosta y larga playa. Se quedó observando la rapidez con que en ese sitio funcionaban las olas. Al cabo de un rato descubrió en lontananza tres puntos en movimiento. Apuntó el telefoto de la cámara para distinguir aquello, pero lo que vio sólo le creó más ansiedad. Caminó hacia el final de la playa y entonces pudo ver con nitidez; con un aleteo de asco se preguntó de dónde habían salido aquellos tres cerdos rosas, enormes, caminando por la playa y reflejando su enorme jeta en la arena pulida por el mar.

Deambulando por su mínimo territorio halló una marrana tirada en la playa, con las patas al aire. Pensó que estaba muerta y era tan espantosa que no pudo resistirse a tocarla. Para buscarle el ombligo asomó la cabeza entre las patas pero su mirada quedó atrapada en las múltiples mamas hinchadas; parecían tumores a punto de desprenderse del cuerpo e irse rodando por allí. Mas de tal forma le fascinaron que comenzó a mamarlos con avidez, primero uno, luego otro y otro hasta secar los seis bubones. Su leche era dulce y refrescante como el agua que Moisés y su hermano hicieron brotar de las piedras. No le importó la Ley ni las pezuñas de la puerca. Cuando amainó su sed, encontró el ombligo de la puerca: era como una verruga lasciva. Lo tocó con un dedo y la protuberancia se hundió, entonces si índice quedó atrapado en un anillo de carne. Hizo cierto esfuerzo para sacarlo y vio que era una especie de esfínter, le pareció que parpadeaba. Sintió un inmenso odio por tan repugnante animal y por todas las mujeres del mundo. Tomó un puño de arena y comenzó a cernirlo en el ombligo de la puerca, que parecía recibirlo con gusto. A cada nueva cascada de arena su vientre se contraía. Las sombras del atardecer le obligaron a advertir que había usado tanta arena que la puerca y é yacían en un foso; ella no había aumentado su tamaño y aún podía recibir más. En ese instante tuvo la certeza de que el mundo entero podría pasar por el ombligo de la puerca. Pensó que sui cuerpo, como el de los cerdos, es la existencia misma. Echó a correr por la isla y de pronto se topó con unas criaturas deformes, eran gente con jorobas, tullidos, sin piernas, otros sin brazos. Se le ocurrió que tal vez eran los visitantes que llegarían a la isla. Retrató particularmente a un hombre que era sólo tronco, sin extremidades, que se apoyaba en su falo y giraba sobre él, haciendo un orificio en la tierra.

Según lo convenido, el lanchero volvió a la isla por Yuri, Aída y los chicos. Era un atardecer ardiente y desde cualquier punto que se mirara el océano deslumbraba la vista, no había ni rastros de azul, todo refulgía como agua del sol.

Al principio con discreción y una leve sonrisa, aunque sin escandalizarse, el lanchero reconvino a sus pasajeros; después, no obstante ser un hombre tímido, con cierta energía. Pero ellos no hicieron ningún caso. Guiaba la nave de forma mecánica, sin soltar el timón; estaba tan nervioso que no pudo darse la oportunidad de deleitarse con la imagen de la mujer y no supo cómo entró la lancha a los muelles. Desembarcaron desnudos ante la estupefacción de la gente. Comenzaron a oírse gritos histéricos y carcajadas. Alguien inició las injurias y no se sabe quién llamó a las autoridades. Sin que nadie se atreviera a detenerlos, llegaron a la plaza central del puerto, allí la multitud enardecida los lapidó bajo el monumento a los héroes. La mayoría coincide en que las piedras los atravesaban e iban a estrellarse contra los dignos rostros de granito de los próceres, dejando a algunos sin nariz o sin un dedo.

El lanchero había conocido turistas excéntricos, viciosos o perversos, sin embargo no podría decir que los apedreados pertenecieran a alguna de tales especies. Amén de su insistencia en abandonar desnudos la isla, le resultaron extraños sólo después de observarlos un rato; obtuvo esa impresión tal vez de un detalle nimio: la mujer fumaba. Desde luego, había visto a muchas mujeres con un cigarrillo en la boca, pero nunca a una que hiciera volutas con el humo, en estado de trance y formando una rueda perfecta con los labios.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04
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