Un asunto pesado
Héctor De Mauleón
Le apodaron El Tiburón desde que un cronista escribió que se movía en el cuadrilátero como un escualo que huele la sangre. Pero había pasado mucho tiempo desde aquello: en el asiento del copiloto llevaba una maleta con dieciséis kilos de cocaína, y la 38 Súper que perteneció al hombre que acababa de matar. Conducía casi desde el amanecer. Un relámpago le taladraba el cuello.
Tres horas antes se había detenido para cargar combustible y hacer dos llamadas. La primera, al tipo que iba a moverle la droga. La segunda, para pedirle a Zulema que desapareciera de la ciudad.
-Espera mi llamada en casa de tu hermana -le dijo-. Y si alguien pregunta por mí, no has vuelto a verme desde que El Muerto vino a buscarme.
Ahora, mientras la carretera cortaba el desierto, simulando una estela gris sobre un lago amarillo y muerto, El Tiburón sintió que su vida cabría en un cesto de basura. Repentinamente recordó aquel octavo round en el que Tony Gallardo comenzó a cazarlo contra las cuerdas, una noche en la que él trastabillaba ciego, mientras algo que se había quebrado adentro parecía gritarle que a partir de entonces nada iba a ser suficiente.
Apenas la noche anterior El Muerto había ido a buscarlo. El Tiburón fumaba en la cama, con el rostro pálido y los labios tensos. Zulema machacaba una raya, con una tarjeta de plástico: la bata se le había abierto, el espejo de la habitación la reflejaba de espaldas. Parapetado detrás del humo, El Tiburón recorría con la vista los dos cuerpos de Zulema: iba de los pechos redondos de la Zulema de carne, a las nalgas que se insinuaban, ufanamente, bajo la bata dorada de la Zulema especular. Había comenzado a desearlas -a una y la otra-con una mezcla intensa de poder e indefensión. Y sin embargo, desde aquel octavo round en el que Tony Gallardo apareció en su vida, cada vez resultaba más difícil tenerlas.
No bastaba con destrozarles la ropa, estrujarlas desnudas, colocarlas cara a cara en el espejo y hacerlas gritar, para tenerlas juntas: algo se las llevaba siempre hacia un silencio oscuro, algo las arrastraba hacia a una suerte de hartazgo misterioso.
De pronto los perros ladraron en el jardín y una camioneta sin placas se detuvo ante la casa.
-Dígale a Zulema que se acueste. Que no vaya a esperarlo porque vamos pa’ largo -ordenó El Muerto desde el volante.
De regreso a la recámara, El Tiburón hundió la nariz, momentáneamente, en la línea que corría como un relámpago blanco.
-Es El Muerto -le explicó después a la Zulema que se cepillaba en el espejo-. Voy a tener que acompañarlo.
Ella asintió. Ninguna de las dos se volvió a mirarlo.
Afuera corría un viento frío. Los televisores de las casas contiguas lanzaban señales azules sobre la calle. El Muerto encendió el motor. En cuanto El Tiburón le encontró los ojos, supo que iba a tratarse de un asunto pesado.
-¿Se le antoja un aliviane antes de agarrar camino? -preguntó el recién llegado.
El Tiburón negó con la cabeza:
-Mejor déme un trago.
Enfilaron hacia las afueras, dando pequeños sorbos a la botella de whisky que El Muerto sostenía entre las piernas.
-¿Comenzó a entrenar por fin? -volvió a interrogar El Muerto.
El Tiburón dijo que no.
-De mi cuenta corre que regrese a su casa bien entrenado -respondió el otro. Después le entregó un fajo de billetes: cuatro mil dólares.
No hablaron más. La camioneta dejó atrás las últimas casas. Pasaron terrenos oscuros, bodegas cerradas, huesos de tractores abandonados. De pronto desapareció el asfalto. El Muerto apagó los faros y se internó dando tumbos entre los maizales que ocultaban una brecha solitaria. A lo lejos, algunas luciérnagas flotaban bajo los árboles.
-Mire nomás cuántas lucecitas -avisó El Muerto-. De niño me gustaba correr tras ellas para meterlas en frascos.
Cuando la camioneta se detuvo, El Tiburón abrió la portezuela y saltó del asiento con los ojos brillando. No atendió la fisonomía de la casa de concreto en la que estaba entrando. El Muerto lo notó:
-Eso es lo que me gusta de usted -le dijo.
Adentro, tres o cuatro tipos con placas de metal prendidas al cinturón aspiraban cocaína, las AK-47 listas al lado de la pierna. El Tiburón levantó las cejas a modo de saludo. Los otros se revolvieron nerviosos. Bajo un círculo de luz bien delimitado, amarrado a una silla de madera, se encontraba un hombre esposado.
-¿Qué pasó Ibarrola? Hasta que caíste -le dijo El Muerto.
Agregó:
-Mira, quiero presentarte a un amigo. Le dicen El Tiburón.
Todos rieron. El Muerto continuó:
-Hasta sus parejas de entrenamiento se asustaban de él. Mírale los brazos, las manos. ¿Las viste? Son tu regalo de Navidad.
El hombre bajó la vista. Los que estaban en la sala se quedaron quietos, apenas visibles tras de las brasas de sus cigarros. El Tiburón se acercó.
-Éste es mi amigo Ibarrola -le informó El Muerto-. Mañana temprano su gente va recibir a un hombre que viene de Guadalajara. Trae 16 kilos. Llega totalmente solo. La gente de Ibarrola va a estarlo esperando. Quiere recibirlo, darle protección hasta que salga del estado.
El Tiburón se quitó la chamarra, comenzó a arremangarse la camisa a cuadros.
-Pero da la casualidad de que a Lino Zambrano no le gusta que ningún jalisquillo venga a meterse al estado. Así que Ibarrola va a decirnos quién trae la mercancía, a dónde va a llegar, cuántos judiciales van a estarlo esperando.
El Tiburón soltó un gancho. Un golpe que salía desde abajo para ablandar las costillas, hacer que el hígado se revolviera como una luciérnaga en el interior de un frasco.
-Todo un tigre este Ibarrola -admitió El Muerto-. Lástima que se haya ido hacia el lado equivocado.
Los gallos cantaban en los ranchos cercanos cuando El Tiburón salió al amanecer y aspiró el viento agrio.
-Mire nomás cómo le quedaron las manos -se lamentó El Muerto.
El Tiburón bajó la vista, flexionó los nudillos hinchados. Subieron a la camioneta y rehicieron el camino en silencio. La ciudad estaba quieta, como si en sus habitaciones durmieran los tranquilos pobladores de un antiguo cementerio. El Tiburón pidió bajarse en la primera esquina. Quería caminar en la mañana fresca, dejar que la brisa se llevara las cosas de la noche. El Muerto se detuvo en un semáforo.
-Póngase a entrenar -le recordó-. Lino quiere ayudarlo a volver al cuadrilátero.
El Tiburón asintió. Caminó varias cuadras hacia el gimnasio cerrado, entrecerró los ojos para mirar los carteles, en los que ya no figuraba su nombre, y luego avanzó hasta el restaurante que permanecía abierto en la esquina. Pidió un exprés cargado. Le había dado el baje de la cocaína.
Una mesera china le acercó una fuente de pan, y le pidió un autógrafo. Él garrapateó su nombre en la comanda. Esto le dio la impresión de haber recobrado algo que llevaba mucho tiempo escondido. Y entonces, encorvado sobre el mostrador, sintiendo el aroma del café que salía de la cocina, vio claramente las cosas. No volvería a enfrentarse más que a hombres esposados.
La taza le quemó, los puños le dolieron. Pero lo que más le dolió, fueron las dos Zulemas. Regresó andando a su casa, pensando en descorrer la sábana aún tibia: mirar lo que guardaba. Pero no lo hizo. En cambio deslizó unos billetes por el umbral, abrió las puertas del garage y echó andar el automóvil. Mientras repasaba lo que sabía, todo lo que había dicho Ibarrola antes de que se llevaran su cuerpo envuelto en una cobija, el retrovisor le devolvió, por un instante, la mirada que tan mal solía poner a sus rivales. El Tiburón entendió entonces que al minuto siguiente se hallaría otra vez acorralado entre las cuerdas, y aceleró. Condujo a toda velocidad hasta el estacionamiento del hotel La Brisa. Tuvo suerte: la gente de El Muerto no había llegado.
-De parte del comandante Ibarrola -dijo ante la puerta de la habitación nueve-. Sálgase pronto. La gente de Zambrano viene por usted.
Un hombre joven asomó la cabeza. El Tiburón le estrelló la derecha en la quijada, y luego lo empujó hasta la cama. Ahí lo remató con dos golpes. Uno en la nariz, otro en la tráquea. Los huesos se hundieron bajo su puño y supo que había comenzado la cuenta final. Recogió la 38 Súper del otro, que había quedado tirada sobre la alfombra, y halló la maleta escondida bajo la cama.
Ahora, el sol se difuminaba entre las piedras rojizas del desierto. La carretera sólo era recorrida por espóradicas visiones rugientes, fantasmas de hierro sobre el asfalto. Al terminar la última recta, El Tiburón advirtió una marquesina violeta que anunciaba: Motel Ensenada. Dejó que el automóvil se deslizara crujiendo sobre la grava, guardó la escuadra bajo la camisa y empuñó la maleta con la mano izquierda. El viento levantaba a lo lejos remolinos de polvo.
En la recepción, una muchacha flaca revisaba un legajo de facturas. El Tiburón pidió una habitación, se registró con otro nombre, estuvo tentado a salir a comprar una botella. Pero de todos los peores momentos, éste era el peor. Cerró la puerta de un golpe. Las paredes de la habitación tenían el tono indefinible de las cosas olvidadas. A él le temblaron las manos, le fallaron las piernas. Entonces, por vez primera, abrió la maleta. Cuando sus fosas nasales se hubieron llenado de esa suave placidez blanca, fue al baño para lavarse la cara y mojarse el cabello. Le dolió mirarse solo. Dijo en voz baja:
-Zulema, lo siento.
Después fintó con la izquierda y le disparó un recto al hombre que se había quedado solo, al otro lado del espejo.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04