Día de pesca

Marcos Enrique Mirande

-Pegó algum peixe, senhor?

El chico corría hacia mí mientras gritaba alborozado mirando la red y el plateado pez que saltaba sobre la arena húmeda.

-Só um, mas é muito pequenho- le dije en mal portugués, y después de mostrarle mi captura la deposité en el agua. El pez dio un rápido coletazo y en un instante desapareció de nuestra vista.

El chico se sentó en la arena a mirarme mientras me introducía nuevamente al mar. El agua, de una transparencia sin igual y una temperatura agradable me producía una sensación placentera que me traía recuerdos de toda una vida en contacto con el océano. El sol, que bajaba en picada hacia el ocaso, con sus últimos rayos y antes de estrellarse en los morros entibiaba todavía mi espalda con un calor acogedor haciendo brillar la espuma allá en la rompiente donde algunos chicos esperaban con sus tablas de surf una buena ola, e iluminaba contra el azul del horizonte los blancos veleros y la quieta figura de varios barcos cargueros que esperaban su turno para entrar al puerto de Itajaí.

De pronto, en la verde transparencia de una ola, el brillo plateado de un cardumen de veloces peces me sacó de mi estado contemplativo, e impulsado por un resorte interior empecé a preparar el lanzamiento de la red. Como una gigantesca telaraña bañada en rocío e iluminada por el sol del amanecer, la "atarraya" voló en el aire formando un círculo y cayó al agua hundiéndose rápidamente. En seguida, miles de espejitos que reflejaban la luz del sol, dieron forma a una zigzagueante flecha de plata que nadaba a toda velocidad, chocando una y otra vez contra las paredes ahora invisibles que la tenían atrapada. Recogí cuidadosamente la red, acompañando el ir y venir de las olas, hasta que tuve ante mis pies el producto de mi pesca. El pejerrey, de regular tamaño, era un exquisito plato para cualquiera que apreciara su delicado sabor.

-É bom? É um peixe bom senhor?

Me sobresalté con el grito, y luego sonriendo, le mostré el pez al chico que todavía estaba sentado en la arena esperando mi regreso.

-Sim, é bom. É muito bom. Léve-lo a sua casa- le dije entregándoselo.

-É para você e para sua família.

El chico abrió los ojos mirando al pez, luego a mí y nuevamente al pez.

-Para mim? Muito obrigado senhor!.

Y lo puso en su baldecito de plástico.

Sin demora, aprovechando los últimos minutos de sol, entré nuevamente al agua y rápidamente preparé la red y la arrojé. Un solitario cangrejo salió enredado en los finos hilos. Sin volver a la orilla, sacudí la red liberándolo.

La volví a lanzar, esperé que llegara al fondo y empecé a recogerla.

El peso me indicaba que no estaba vacía, pero sin embargo no sentía el tironeo característico producido por el pez al chocar con la malla. Los últimos rayos de sol que se filtraban entre los árboles del morro arrancaron apenas un débil destello bajo el agua y dejaron ver algo como una aleta dorada de fina seda que ondulaba mecida por las olas, sin movimiento propio.

-Ajudo-lhe, senhor?

El chico, al ver que traía algo se acercó a mí.

-Está bem. Eu posso! -Le grité por sobre el fragor de las olas. En realidad, por una rara sensación que experimenté en ese momento, no quería que se acercara sin saber qué era lo que había atrapado.

"Un raro pescado muerto", pensé.

Arrastré la red con su presa hasta la orilla sin poder evitar que el chico se acercara, curioso. Extendí la malla sobre la arena.

Y la vimos.

En total silencio, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, cavamos un pozo en la arena, la depositamos en el fondo, y nos quedamos un momento inmóviles, contemplando la belleza de sus delicados brazos, la tersura de su rostro ahora opacada por la muerte, y finalmente sus piernas, que, unidas, terminaban en una poderosa cola recubierta de pequeñas escamas tornasoladas.

Luego, con su cabellera de seda dorada cubrimos sus hermosos ojos sin vida y empezamos lentamente a taparla. Cuando arrojamos sobre ella el último puñado de arena, una canción triste y embriagadora cantada en una lengua extraña que parecía venir del fondo del océano nos envolvió durante unos instantes para luego desvanecerse nuevamente en las profundidades oscuras, ignotas y lejanas.

Ya en las penumbras del anochecer nos separamos.

-Até logo senhor- dijo el chico con un hilo de voz y lágrimas en los ojos, y se alejó dejando su baldecito.

-"Adeus" rapaz- contesté en una forma poco usual de saludo pero que para mí significaba el adiós a esa playa y el secreto que encerraban sus entrañas, y me alejé hacia el auto arrastrando los pies con doscientas toneladas de red sobre la espalda.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04