La memoria del general está en sus ojos

José Antonio Moreno

Me acuerdo de ella. Era el último día del año y la vi en el Casino de la ciudad, a mitad de la fiesta, cuando la mayoría de los asistentes gozaba a expensas del alcohol y de la bulla. Asistí porque no quise quedarme en el hotel, ajeno al mundo. Además, como autoridad militar la asistencia me era gratuita. Decidí entrar, pese a que el foro estaba atestado de gente. Lo que sucedió después no podré olvidarlo jamás. Desde entonces de una cosa estoy seguro: el olvido no existe.

En el Casino encontré gente conocida, pero disuadí cualquier intento de charla porque quería estar solo, sobre todo desde que la vi conversar con un grupo de jóvenes. Estaba de espaldas a mí, con un vestido rojo entallado como una camisa de fuerza. Su cabello resplandecía como el trigo y sin necesidad de las manos se acomodaba ondulante a mitad de la espalda. Nunca en mi vida había visto un trasero tan espléndido. Fue lo más exquisito que mis ojos, ahora inútiles por una ceguera atroz, hayan visto.

Lo único que me queda es la huella ya casi marchita de su piel entre mis manos. Aunque entonces estaba casado, y muy pocas veces había sido infiel, fue imposible decir no ante una mujer que representaba para mí el modelo de la mujer idónea. Me quedó claro: uno nunca sabe cuándo violará sus propias normas.

Me acerqué al grupo en el que ella estaba, su cercanía me puso nervioso por una razón que a un hombre ya mayor le viene siempre a la mente, mi edad suponía una desventaja, pero en ningún momento una derrota.

Cuando la orquesta amenizaba la canción del año viejo, un mesero se acercó con una copa y las uvas para el brindis. Rechacé las uvas. El vino sería suficiente para darme valor. Brindé conmigo mismo y al levantar la copa no pude evitar una cierta dosis de cinismo, porque lo que más deseaba estaba a pocos pasos de mí. Tan etérea como efímera, dotada de una belleza sugestiva que provocaba una emoción irresistible, un recuerdo definitivo por su talle y los esguinces de su cintura cuando la mujer se ponía en movimiento. Ya me la imaginaba junto a mí, custodiada por estas manos que se resisten a olvidarla.

Años atrás, veinte o más, quizás, me había pasado algo similar con una mujer a quien conocí en una ciudad del norte. En esa ocasión no tuve contratiempos, Julia me pidió un cigarrillo y luego sobrevino la charla. Me gustó como me habían gustado todas aquéllas con traseros generosos. Estuvimos juntos lo que duró mi estancia. Otro día más y mi vida habría cambiado, era muy hermosa y ella deseaba que nos casáramos, pero en la juventud el matrimonio no cabe en la mente de quien sólo tiene un propósito: ascender jerarquías. Me fui de aquel lugar y no supe más. Jamás me atreví a enviarle una carta, para acordar la fecha del matrimonio prometido. Desconozco lo que habrá pasado con Julia, ahora debe estar tan vieja como yo, recordando algunas cosas, o tal vez muerta.

Después del brindis y las felicitaciones, la muchacha tomó asiento mientras yo seguía a espaldas de ella, ignoro por qué yo daba por sentado que ya se había percatado de mi presencia. La observé como un animal de presa. Como si nunca hubiese probado carne de mujer. Para atemperar mi situación me fui al baño a refrescarme el rostro, las bondades del agua me devolvieron la cordura que hacía unos momentos había perdido. Ya de vuelta, no pude evitar pasar frente a ella. Advertí el hastío en su rostro, una mueca de insatisfacción. Por eso me fui directo en busca de un mesero y le dije que entregara el mensaje que escribí en una servilleta. Fue lo único que se me ocurrió para evitar la incomodidad de apersonarme con alguna tontería juvenil y obviar el rechazo que creía inminente.

Ahora, sumido en esta vejez que considero prematura, porque, a no ser por la ceguera, siempre me he sentido exento de los escarnios que ésta impone, mi memoria continúa invicta; aunque debo decir que se debe a mi deliberada obsesión por mantener vivos todos y cada uno de los detalles de esa noche de fin de año.

En esta recapitulación va implícita una condena y a la vez un gozo. Un gozo que nadie imagina y ni siquiera intuye, en donde la moral se convierte en un objeto pasivo y veleidoso. A pesar de que me esfuerzo en recordar otro pasaje de mi vida, mi memoria sólo evoca aquella noche. Experimento la desazón del vacío, de quedarme en blanco, en un lugar donde no hay escapatoria. Quizá por eso me he refugiado en esta soledad que se respira entre los patios y paredes de mi casa.

El plan dio resultado, leyó con detenimiento el mensaje, que consistía en un juego de palabras, y volteó hacia todas las direcciones buscando al autor de la nota. Para entonces yo ya había tomado asiento y fumaba casi con desorden un cigarrillo tras otro para contrarrestar los nervios que me acosaban. Ni en las tareas más agotadoras y arriesgadas de la carrera llegué a sufrir como en esos momentos. Sin embargo me mantuve al tanto de sus reacciones. La vi releer el mensaje y sonreír con agrado. Sin esperármelo, giró hacia donde me encontraba y le respondí con un asentimiento de cabeza. Mi gesto fue el punto de apoyo y ella esbozó otra sonrisa, más delicada y sutil. Nadie puede negarlo, obtener una respuesta de tal naturaleza por parte de una mujer, luego del primer intento, puede ser una virtud y una ganancia.

Esperó unos momentos y entregó al mismo mesero otro mensaje dirigido a mí, que guardo todavía como uno de los tesoros más preciados, por encima de mi colección de armas, de las caricias de mi esposa y de las que nunca recibí de mi único hijo. No sé qué habría pasado si mi esposa se hubiese enterado de lo sucedido aquella noche. Tal vez mi hijo, de haber alcanzado la edad de la razón, me habría despreciado, pero estas cosas son meras suposiciones y pierden la importancia que se merecen.

Si alguien desea condenarme que no sea Dios, porque sin duda también deseó a las mujeres que él mismo hizo. No tener miedo de nada significa retarlo, hacerlo vulnerable, dividirlo, convertirlo en un rompecabezas para que así nadie pueda encontrar su insignificante cuadratura. Que se vaya a la chingada. Por eso insisto: él no me impuso la ceguera que padezco ahora.

Estaba exaltado, como lo estoy ahora, por la espera del mesero que tardaba en llegar. Mientras tanto planeaba el cortejo, las palabras precisas para enredarla en una telaraña de la que no pudiera escapar, los ademanes para cuando la tuviera frente a mí, y mirándome de pies a cabeza como si intentara reconocer a alguien. Leí varias veces su mensaje. Después bebí de un largo trago el contenido de la copa que inundó mi cuerpo de un calor extraño haciéndome sentir otro. Yo ya no era yo. Me puse en pie y avancé rumbo a ella, medio borracho, a pesar de la ínfima cantidad de alcohol que había ingerido.

Estaba sentada esperando mi llegada, dejándose mimar por la música de orquesta. Al verla más de cerca comprobé que era más bella de lo que había creído. Por eso mis primeras palabras trastabillaron. Me sentí igual que un joven aturdido, un novato que no conoce el sigilo ni la prudencia.

Bailamos unas piezas. Para evadir a los mirones nos introdujimos al centro de la pista. La sujeté del talle suavemente, mientras le decía cosas acerca de su cabello. Cursilerías más, cursilerías menos. Ella, graciosa, se dejaba conducir por mis manos y la música.

Preguntó mi nombre, pero le dije que me llamara Emilio, un empresario de la capital experto en ventas de inmobiliario, divorciado por segunda ocasión, un hombre de costumbres sedentarias, y asiduo a tomar baños de agua de mar por prescripción médica. Que detestaba la frivolidad, esa enfermedad que padece la mayoría de las personas en cuanto observan en los demás sus mismas frustraciones, que me gustaban ciertas mujeres no como un deber sexual, sino como una necesidad del espíritu, que me gustaba contemplar los atardeceres en otoño, que era un coleccionista de palabras, que era buen comensal, sobre todo si se trababa de la comida mexicana, que apreciaba a las personas ignorantes porque en ellas recae el doble deber del conocimiento, por un lado el asombro y en otro, la imaginación.

Ahí estaba yo hecho un manojo de patrañas, traicionando el rígido esquema de la carrera militar, pasando por alto aquellas cosas que más repudiaba en las personas. Me dijo que la llamara Julia, que detestaba el calor del trópico, que no soportaba la humedad, que amaba a los niños por indefensos, que también prefería hacer el amor por necesidad, que siempre prefería a los hombres maduros antes que a los jóvenes inexpertos, insulsos, con más preguntas que respuestas; que prefería el calor del desierto al de las playas, que por lo mismo gustaba de las ironías, que era buena amante en todos los aspectos, que siempre cumplía sus promesas. Que precisamente había llegado al puerto para buscar a una persona.

Nada de lo que me refería al oído mientras bailábamos, podía ser mentira. Yo creí en sus palabras por resueltas, por verdaderas. Había llegado al puerto en autobús desde Chihuahua, dos días antes. Un viaje largo y cansado, pero al ver el mar sus dolencias se esfumaron porque tampoco lo había visto entero, tan inmenso y tan inmediato.

No me rechazó cuando busqué sus labios; sus palabras se disolvieron como sombras en el aire blanco. Fue un beso casto, cada vez más sin alternativas, incursioné por su boca sin encontrar resistencia. Luego nos miramos complacidos, alegres. Ni ella ni yo descubrimos algún propósito que reemplazara las ganas de marcharnos cuanto antes para estar solos.

Con lentitud y prudencia, abandonamos el Casino. Afuera un viento alegre limpiaba el horizonte y nos permitía ver las estrellas. La calle estaba poblada de un silencio grave, al margen del murmullo dejado atrás. Caminamos un buen tramo en busca de un taxi, pero fue en vano. Eran las primeras horas de la madrugada del año nuevo y todos deseaban prolongar la fiesta. Yo iba feliz y ella también, mientras mi brazo yacía sobre su hombro.

Entramos a un hotel que se dejaba iluminar por una luz mortecina. Nos alojamos en la habitación número veinte, en el tercer piso. La estrechez del cuarto, un ventanuco con vista al mar, una de aquellas camas envuelta en sábanas baratas y pringada de residuos obscenos, un ropero desvencijado, el sospechoso hedor a desinfectante que salía del excusado, un espejo roto pegado a la puerta del baño, unas toallas mal dobladas sobre el buró y los infaltables rollos de papel higiénico en la silla, sólo enfatizaban una noche de putas cualquiera, un capricho liviano y miserable que se consigue con una par de billetes.

Quise quedarme encerrado todo el día, contemplándola, pero tuve que marcharme cuanto antes. De un salto me puse en pie y fui hasta el ventanuco abierto de par en par por el que penetraba una brisa tierna venida del golfo. Me vestí y con el auxilio de la luz natural pude verla por última vez, imponente como el sol que empezaba a recalar en el puerto. Jamás había visto nada igual, ni veré.

Un taxi me condujo a mi hotel. Me duché apresuradamente.

Justo cuando me preparaba para abandonar la habitación, recibí una llamada. En la recepción del hotel había una persona que deseaba conversar conmigo. Pedí que se pusiera al teléfono. Me dijo que no me conocía, pero que tenía cosas importantes que decirme. Sus palabras, la voz que reconocí de inmediato, comenzaron a taladrar mi memoria, los retazos de un pasado lejano tenían que ver con lo que había sucedido la noche anterior. No buscaba a Emilio, al empresario de la capital que había llegado al puerto por prescripción médica, sino al militar de carrera, quien desde muy pequeño entendió que la vida consistía en una serie de deberes. Verdad que el honor militar, en ese entonces, lo asumía como una virtud absoluta, inflamado por los ideales de la patria. Ahora ya, tan viejo y ciego, me es amargo jugar un papel que no me corresponde. Las palabras de Julia me dejaron hecho un guiñapo, trastornado de tal manera que no recordé ni mi nombre, ni mi rango. Me había olvidado de todo. Cuando repitió mi nombre y el de su madre me quedé inmóvil. No lo niego, el miedo se apoderó de mí. Mas tuve la suficiente paciencia de ánimo para proponerle que nos viéramos en la cafetería del hotel, para charlas con calma. Ella aceptó con alegría, lo noté por sus palabras. Salí a la calle por la puerta trasera del hotel. Caminé por la sudorosa espalda de la calle desierta con la decisión tomada: borrar cualquier rastro que la ayudara a localizarme.

Ahora, la vejez y mi conciencia son las encargadas de ejercer los castigos que me corresponden como triple desertor, hasta que los ojos de mi memoria se cierren definitivamente, por de una cosa estoy seguro: el olvido no existe.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03