Migdalia

Manuel Ramos Montes

-¿Qué tienes ahí, pequeña Migdalia?

Era ya la segunda repetición de mi apocada interrogativa. De entre su abultada cabellera volvió a sobresalir aquel gesto endurecido, cuyo efecto en mi persona variaba entre el asombro y la impotencia. Sus ojos, de un gris cenizo, demandaban una interacción desigual en la que mi alma dragada sucumbía, aquiescente. Imposible aventurar la vista hacia otro sitio. El campo magnético abastecido por el influjo de aquellos cráteres diminutos obraba en mí hasta someterme a un estado de absoluta rigidez.

Migdalia estaba sentada en uno de los peldaños que conducían a la entrada principal de la casa y sujetaba un legajo encuadernado entre sus brazos esqueléticos. El tartamudeo de la niña, y las leves oscilaciones pendulares que regían el comportamiento de su cuerpo cada vez que intentaba acercármele, desalentaban mis pretensiones de entablar cualquier conversación con ella. «¡No te lo enseñaré!» Su reticente cantinela escindía, con renovado ímpetu, mi curiosidad, y el fulgor que despedían sus retinas cauterizaba el impulso de mis pasos. Era su conducta una reacción que obedecía a un celo infantil más que al odio. Quizá no aceptara que su madre y yo comenzáramos a enamorarnos, hecho que provocaba estragos en su sensibilidad.

Durante las visitas que hacía a mi prometida percibí que, en reiteradas ocasiones, Migdalia acostumbraba ocultarse, dedicando la mayor parte de su tiempo a observarme, a estudiar mis rasgos y actitudes y a desacreditar, secretamente, los cortejos que hacía a su adorable madre. Mientras Susana y yo charlábamos plácidamente en la sala de la casa, el timbre de una risa contenida atravesaba las paredes. Era presumible que una irreverencia consuetudinaria gobernara las intromisiones de la niña.

En un principio, esto ocurría solamente cuando me encontraba en compañía de Susana, sin embargo, aquel incansable escrutinio, perpetrado por un alma suspicaz que no rebasaba los diez años de edad, comenzó a repercutir en mis actividades ordinarias a tal grado que, aún estando lejos del domicilio de mi amada, la sensación de ser minuciosamente espiado afectaba mi serenidad.

Una noche, ya avanzada la madrugada, Susana, indefensa ante mis razonables cuestionamientos al respecto, me contó la verdad a la luz de una vela agonizante, cuya trepidación sacaba de la sombra ciertos detalles de los muebles circundantes a la mesa en que nos habíamos apostado para dar inicio a la lectura de una misma novela. Susana, despojada por mi terquedad de sus evasivas e intentos por librarse de ahondar en el tema, finalmente confesó en un hilo de voz. Sus inmensurables ojos se habían cerrado.

-Lo he sabido siempre. Me ha dicho que te sigue... Ella me lo ha dicho, Migdalia... Es mi hija... No debes preocuparte... Ella... Es inofensiva.

Justo en ese momento volví a oír la furtiva carcajada de la niña. Se me heló la piel.

Tardé mucho tiempo en asimilar aquello. Empero, y pese a la angustia que había despertado en mí tan intrincada revelación, seguí viéndome con Susana. Descubríamos, con paulatino deleite, que nuestras afinidades crecían en número y que una misma percepción de las cosas parecía haberse fragmentado igualitariamente en dos espíritus que al fin se compenetraban.

-¿Qué tienes ahí, pequeña Migdalia?

Estaba frente a mí. La veía por primera vez. Tal enfrentamiento enmarcábase dentro de los cuadrantes de la paradoja, si se toma en cuenta que nuestras coincidencias sumaban la totalidad de los instantes desde hacía algún tiempo. Aunque pareciera que nos observábamos indiferentemente, lo que en realidad sucedía era que ella, haciendo uso del misticismo que irradiaba su mirada, era capaz de anular mis percepciones, mientras yo, abandonado a su inexplicable dominio, lograba, sin premeditación, hilar la misma pregunta en un tercer intento por distender el entramado de conjeturas que me aprisionaba.

Fue en este punto cuando cierta dulzura lóbrega alteró la personalidad de Migdalia. Su actitud desafiante se trastocó en un aire de docilidad adoptado con malicia, con lo que el yugo a que me había supeditado se quebrantaba de una vez. Aún así, dueño de mí, continué paralizado frente a la niña, indeciso y, sobre todo, escéptico. La tranquilidad demoró en estabilizar mis nervios. Una vez que pude sobreponerme, calibré las circunstancias.

Descubrí entonces que el cambio repentino en la actitud de Migdalia se debía a que Susana, su madre, se encontraba detrás de mí. Su presencia parecía imponer una restricción al desenvolvimiento con que hasta entonces se había conducido la niña. « ¿Qué ocurre querido?» El tono con que espetó la pregunta -ignoro por qué motivo - restituyó mi envaramiento. . De espaldas hacia ella, limité mi reacción a proferir un comentario acusador.

-Tu hija me impide entrar a la casa y tiene algo que no quiere mostrarme. ¿No es así Migdalia?

Susana, al verla, asomando por encima de mi hombro, vació un grito desgarrador, transformado su rostro por el espanto.

-¿Por qué te asustas mamá, es que él no lo sabe todavía?

Instantes después de externar su misteriosa pregunta, Migdalia decidió mostrarme aquello que tan recelosamente preservaba y que no pasó de ser un álbum de fotografías con las pastas capeadas de polvo. Reavivando su semblante, nos lo restregó a Susana y a mí. Una risa desparpajada, nerviosa, le deformaba los labios.

El tópico de la única imagen adherida a la página, que Migdalia, seguramente, apartaba con su índice desde hacía largo rato, era un sepelio. Varias personas de luto circundaban una recién perforada huesa.

Pude reconocer a Migdalia entre la variedad de rostros desencajados por el llanto. Sus delicadas facciones de alabastro hendían la solapa negra sobre la que se guarecía del sufrimiento, auxiliada por los brazos de un hombre de torso grueso que, por estar agachado, me impidió conocer su identidad. Cuatro hombres de gafas oscuras colocaban cuerdas a un féretro para facilitar su descenso hacia la fosa.

Susana, detrás de mí, seguía inaccesible. Quise voltearme y encontrar una explicación en su mirada. Antes, sin embargo, fue ella la que precipitó el desenlace, encaminándose hasta la escalera, toscamente, impresionándome ante todo por aquel comportamiento ajeno a los exquisitos modales con que habitualmente se desenvolvía. La niña, aterida, cerró el álbum, no sin dejarme atónito por la expresión de horror que nubló su mirada al momento en que Susana había dejado adivinar sus intenciones de castigarla. Madre e hija forcejearon una vez que la puerta cerrada de la casa obstruyó la fuga de Migdalia. El objeto de la discordia, luego de furiosos arrebatos y jaloneos, llegó hasta donde me encontraba debido a que la niña había logrado arrojarlo viéndose librada de los ultrajes de Susana.

Me quedé, como al principio, inmovilizado por el estupor...

El álbum, que se había abierto al impactarse contra el suelo, exhibió de esa forma tan accidentada una segunda fotografía. Era el retrato de la persona que yacía dentro del féretro.

Dicha persona era Susana.

Vi su rostro delgado a través del cristal de la caja, que había permanecido expuesta durante la velación, y sintiéndome arrastrado fuera de los lindes de la lucidez, movido por una curiosidad que ya no buscaba saciar su incógnita, sino rectificar la perdición a la que se abismaba irrefrenablemente, levanté la vista -intuyo que, en ese momento, mi semblante se asemejó al de Migdalia - . Susana venía bajando las escaleras con cierta gracia núbil, apoyándose en el barandal con una mano y sosteniendo la punta de su vestido negro con la otra. Su gesto denotaba una profunda consternación. Al descender, dirigía su vista al álbum, luego me embestía con su proterva mirada, volvía al álbum y así alternativamente hasta que la distancia entre ambos se redujo a centímetros.

Fue acercándoseme con lentitud... Recargó sus muñecas sobre mis hombros. Cerré los ojos y sentí el roce gélido de sus labios en mi boca...

Me pregunté qué suerte tocaría al padre de Migdalia, ignorando de dónde habría podido surgir semejante inquietud, y entonces vi que la niña, tapándose el rostro con las manos, lloraba quedamente, de espaldas hacia mí, su cara enfrentando la hoja de madera de la puerta cerrada.

Creo haber escuchado sus disimuladas anatemas. Sospecho que maldecía mi nombre. No pude, sin embargo, corroborar esta suposición. Migdalia se había evadido... Yo la vi desaparecer.

Cuento del libro El inconcluso decaedro y otros relatos de Manuel Ramos Montes, editado por el Instituto Zacatecano de cultura Ramón López Velarde, en el 2003. Publicado con autorización del autor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04