La multitud en el espejo

I am he as you are he as you are
me and we are all together
Lennon & McCartney

Martha Isabel De la Colina

Mi nombre es Legión porque somos muchos. Soy un reflejo múltiple de rostros imprecisos. En realidad, ella nunca me dio un nombre, pero todos me conocen como las voces que oye Lidia.

Lidia nació sin permiso en esa casa verde y enorme, donde las sombras se movían a su antojo y el dolor era un aroma acre que impregnaba las paredes. En mi recuerdo más antiguo, Lidia jadeaba su terror oculta en un tonel y su largo cabello negro escurría el velo de sus lágrimas. Escuchábamos los pasos, el rotundo golpe de aire tras las puertas. Entonces su madre la encontraba y venían los cintarazos, las patadas, desear que todo terminara para volver a nuestra soledad en un rincón.

Vivimos albergados por la sombra de Lidia, sorbiendo su dolor, cantando angustias. Buscamos alegrarle el paso de las horas visitando quimeras y lunas sumergidas, catedrales góticas y soles de estío...

Hasta que llegaron los doctores. Se dijeron sus amigos, pero la enchufaban y le metían todos los voltios. La desnudaron para entrar en sus más íntimos rincones y encontrar que Lidia era inmanejable, salvaje como un gato acorralado.

Entre las paredes blancas del encierro, averiguamos que el tiempo era flexible. Aprendimos que el temblor en las rodillas también era nuestro cuerpo y el dolor podía separarse de la entraña y disgregarse. De remolino se nos hizo la memoria. La ventana hacia la calle era remota y el mundo nos pintaba de revés. ¿Qué había en la mirada de su madre cuando llegaba de visita y Lidia se rompía en mil pedazos para luego tener que remendarla?

Si pudiera recobrar cuanto los electrochoques nos robaron, habría un nuevo universo ante mi puerta. Pero los jirones de recuerdo que nos quedan son sólo ecos minerales, destellos inconexos.

Escampó después de la tormenta. Terminó la era de voltios y duchas de agua fría. Llegaron benévolas pastillas y el carrusel en que habíamos trepado acabó por detenerse. Encontramos el silencio y nos volvimos murmullos inaudibles. Lidia ya decía a todo que sí, que buenos días, por favor y muchas gracias, se sentaba a la mesa con la gente decente para hablar del príncipe Carlos y del último grito de la moda. Había olvidado que la música a veces era verde transparente y que el tiempo resbalaba en las pompas de jabón.

Su mamá y los tíos dijeron que qué bueno había sido el tratamiento. Yo era sólo un hormigueo en los pies de Lidia y la observaba a través del translúcido sopor de las pastillas.

Conoció a Iñaki por entonces. De melena ensortijada y risa franca. Nos simpatizó porque jugaba fútbol y sabía las canciones de Donovan y Dylan cuando ya casi nadie las oía. Acariciaba a Lidia en su pupila, pues la conoció dócil y colmada de silencio. La adivinaba transparente en su frágil delgadez. Nos enamoramos de Iñaki cuando dijo que nadie había querido a Lidia lo suficiente.

Él trajo un anillo de brillantes y la vieja casa se cimbró de arriba abajo. Rechinaron las maderas: Iñaki intentaba llevarse a Lidia sin ser doctor. ¿Por qué iba ella a pasarla bien?, decía su madre, eso no era para Lidia.

Y, aunque se agrietó la casa, Iñaki tomó a Lidia en sus brazos, la trepó en su viejo convertible junto con su colección de discos y su amor por las canciones de protesta.

Vivían en un estudio cubierto de tapetes y cojines. Pintaron las paredes de amarillo y las llenaron de fotografías de insectos. Pasaban hambre a veces, pero reían todos los días. Lidia sacaba poco a poco sus colores, risa verde y lengua roja.

Iñaki componía baladas mientras ella pintaba lunas de acuarela, o cocinaba pepinillos con azúcar y rábanos fritos. Todo eran carcajadas al final de la comida y qué hermosa eres y la mano suave de Iñaki al entrar bajo la blusa, el ceder de los botones y un dulce arrullo de paloma que se abría a la mirada y la calidez entre sus piernas y la humedad de una lengua recorriendo continentes, risas apagadas y el suspiro abierto al final, la piel temblorosa del placer que apenas llega quiere irse y no hay cómo detenerlo.

Lidia estaba tan contenta que había dejado las pastillas y un día averiguó que su rostro era una multitud en el espejo.

Y lo descubrimos, escuchamos a Iñaki platicar con la mamá de Lidia, él decía sí, claro que sí y cómo no. El bondadoso Iñaki la estaba traicionando. Quería que Lidia tomara las pastillas, pues la encontraba desconocida y ahora la veía por el rabillo del ojo a la distancia.

Comprendimos que él nos devolvería con los doctores, sobre todo desde que ella le cortó todos sus jeans en pedacitos. Iñaki tenía otro color, un gris verdoso y empezó a verse cuadrado. Lidia entonces cobró furia, buscaba despertarle colores irisantes, pero él sólo daba tonos de gris y se volvía más callado.

Iñaki ya no era el pleno abrazo, sino un roedor agazapado en los rincones y dormía sentado por las noches, aferrado a un arma que llevaba en el bolsillo. Le dijimos a Lidia y ella consintió, aunque antes lloró mucho.

Vimos nuestra oportunidad cuando él cayó en un sueño tembloroso; Lidia tomó la pesada percha de la lámpara, se puso mirada de metal y asestó un golpe. Iñaki apretó el cuerpo, pero se relajó casi de inmediato y ella soltó la percha. La obligamos a darle otros ramalazos, con tal que no quedara nada que pudiera andar tarde o temprano.

Ella vio todo hecho sangre, su piel blanca salpicada de escarlata. Cansada de golpear, cayó de rodillas junto a Iñaki. La llevamos casi a rastras a la regadera. El rumor del agua la cobijó en su llanto de cascada. Lidia pensaba en Iñaki, en sus rebeldes rizos, su sonrisa abierta y la ternura en su caricia...

Salió corriendo de la ducha. Desnuda y empapada se acercó al cuerpo de Iñaki y lo abrazó llorando, empezó a recorrer su piel con la lengua, sorbiendo la sal de su olor. Llegó a su mano y descubrió que el arma de Iñaki era sólo un pequeño crucifijo de madera.

Y el mundo se le vino abajo. Lidia se quebró y nos llevó en línea recta hasta el infierno, al desierto en su corte de espejismos, al nombre más profundo de la tierra. Cayó en el abrazo a Iñaki y pudo oír su voz, esa voz que más temía: la sangre. La calidez del ritmo persistente se abrió paso hasta el corazón de Lidia.

Ella abrió los ojos. Se puso de pie. Llegó hasta el teléfono y empezó a marcar el número de la cruz roja.

Cuando Iñaki abrió los ojos, paseó su mirada por el cuarto de hospital y se detuvo en el rostro de Lidia. Sopló con dificultad por sus costillas rotas.

Me rompiste la cabeza, dijo, como si tratara de entender lo que le había pasado. Y luego me trajiste aquí, decía en lo que era casi una pregunta.

Lidia echó a llorar. Iñaki la trajo hacia sí, la acariciaba con las manos cubiertas de vendajes, murmuraba que lo que más se temía ya había pasado y no había sido tan malo, que todo estaría bien. Pero su voz sólo la hacía llorar más. Nos diluimos en las lágrimas de Lidia; con todo que somos legión y somos muchos, ella nunca nos dio un nombre.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02