La niña y el dragón

Carlos Enrique Moguel Flores

Cuando el dragón abrió sus párpados, lo primero que vio fue a una niña que entre atónita y admirada lo contemplaba.

No es que le diera mucha importancia a los seres humanos. Para cualquier dragón la humanidad es como un inmenso hormiguero y así como por accidente los hombres suelen aplastar a las hormigas en su camino, lo mismo pueden hacer los dragones, tomando en cuenta que ellos tienen derecho de antigüedad.

No; no le daba importancia, pero la culpa de su actual estado era de los hombres; ellos le habían rasgado la membrana de una de sus alas con bolas de fuego, provocando que se alejara del lugar y tras mucho volar, descendiera al suelo, víctima de la fatiga y el cansancio.

Por supuesto que él no iba a reconocer que la culpa era suya. Había observado en la noche luces que se movían en los aires y había pensado que eran algunos de sus congéneres que jugaban lanzando bolas de fuego desde la tierra al aire para saber quién las podía arrojar más alto (un juego muy popular entre los dragones). ¡Y es que llevaba tanto tiempo sin ver a uno sólo de ellos!

Y lo que realmente había visto era una ciudad sitiada que respondía con las mismas armas a sus atacantes. Jamás lo vieron; simplemente tuvo la mala suerte de cruzarse con el tiro de una catapulta, el cual le había perforado el ala.

Cuando vio que la niña se retiraba sorprendida, el dragón sonrió para sí. A pesar del enojo se sentía indulgente y resoplando fuertemente, empujó a la niña a la tierra.

Después se irguió y formulando unos hechizos, reconstituyó su ala, sanando la herida.

La criatura lo contemplaba inmóvil; entonces, el dragón acercó la cabeza para verla mejor y la niña aterrada por tal movimiento le gritó:

-¡Por favor, no me coma Señor dragón!

Era bueno que le tuviera miedo y respeto -al menos sabía cual era su lugar-, pero siempre era lo mismo. A los dragones les repugna comer otra cosa que no sean bueyes y de vez en cuando algunos borregos como aperitivo. ¿Pero seres humanos? Vaya asco.

Además, como todo dragón que se precia de haber nacido en el bello jardín de Francia que es Aquitania, se ufanaba de comer bien y de no permitir en su dieta cualquier porquería.

Así que decidió jugarle una broma a la pequeña y le dijo:

-¿Porqué no he de comerte? Llevo varios días sin probar bocado y no es que seas gran cosa, pero algo es algo.

Y la niña le contestó llena de temor:

-Sé que no soy gran cosa, pero sólo poseo mi vida. Si Usted me la quita no tendré nada.

La respuesta conmovió al dragón, el cuál acercó aún más la cabeza y le dijo:

-Sigue.

La Niña le habló apresuradamente y casi sin respirar.

-Soy huérfana y unos hombres mataron a mis padres, y como usted, Señor Dragón, llevo tres días sin comer -tenía uno- y tenía mucho miedo, así que cuando lo vi dormido, me acerqué para que nadie se acercara a mí, y de paso cuidé su sueño -y llevándose el dedo índice al pecho como han hecho y harán los niños de cualquier tiempo y raza para darse importancia, le volvió a decir: -¡Cuidé su sueño!

Al dragón le agradó la respuesta, porque si bien no conocía el temor, si conocía la soledad y lo mejor es que la niña había vencido su natural miedo al tomar un riesgo por otro. En los más de ochocientos años que tenía de memoria, ningún ser humano lo había hecho.

Así que le dijo a la Niña:

-Ya que has demostrado tener valor, te perdono la vida; además, no me quitarías el hambre, pero a cambio de ello me vas a servir y me serás de ayuda -Y siguiendo con el juego, bramó: -!Y si me haces enojar, te como!

A lo que la Niña, entre agradecida y temerosa, le contesto:

-¡Sí Señor, sí Señor dragón!

Y dicho esto, el dragón la tomó suavemente entre sus garras y se la llevó a su cueva.

El dragón estaba satisfecho, la cueva relucía en su limpieza. La niña había demostrado merecerse el hospedaje; limpiaba, sacudía, levantaba los huesos, incluso pulía las monedas de oro del dragón y las ordenaba, y a veces -cuándo creía que el dragón no la veía- hacía castillos con ellas.

Por primera vez en mucho tiempo el dragón ya no se sentía solo, incluso le agradaba escuchar el parloteo incesante de la chiquilla cuando se subía a su lomo y le pasaba el trapeador para quitarle el polvo de las escamas.

Un día el dragón decidió hacer uso de la magia y se convirtió en un hombre anciano, adoptando así la apariencia del mago Merlín -que era al único hombre que él admiraba y respetaba- para platicar con ella y enseñarle a leer y a escribir.

A veces, el dragón salía durante largo tiempo, dejando a la niña sola y ésta se dedicaba a recorrer las galerías, efectuando la limpieza para no aburrirse o curioseando; así que cierta vez se introdujo a la cámara del dragón con sus trapos y cubetas, aproximándose a un nicho que estaba en lo alto y que no había contemplado antes. Ahí miró la perla más grande que había visto -como una inmensa pelota plateada, tan grande como su cabeza-, y haciendo el gesto de acercarse a ella, extendió la mano. Más tiempo tardó en moverla que escuchar la voz encolerizada del dragón que retronó en la caverna:

-¡NUNCA VUELVAS ACERCARTE A ELLA! ¿ME ENTENDISTE? ¡JAMAS!

La niña lo miró como nunca antes lo había hecho y presa del temor y llena de lágrimas porque por primera vez el dragón le gritaba, se alejó del lugar a su cuarto.

Mas tarde, el dragón en su figura humana se acercó a ella, la cual no lo vio, porque lloraba de espaldas en la cama, y tendiendo la mano a la cabeza de la niña sin ponerla encima, pensó para sí:

-¿Como explicarte, como decirte que es lo único que tengo de los míos, como decirte que lo siento?

Y entonces se alejó.

Conforme pasaba el tiempo, ella iba creciendo y se iba haciendo una doncella, con lo que el dragón comenzó a llevarla a pasear a los alrededores, visitando a menudo un pequeño burgo del lugar para hacer las compras cotidianas y para que conociera y tratara a otros miembros de su especie.

A veces, ella subía a su lomo y se paseaba con él por los aires, y cierto día pasaron por una ciudad que se llama Poitiers y cuando la gente los vio en el aire, comenzó a gritar:

-¡Es el hada Melusina y uno de sus hijos! Y cuando regresaron a la cueva los dos, ella se estaba riendo a más no poder, en tanto que el dragón estaba furioso.

Cierta vez el dragón le contó que había pasado por un lugar que tenía grandes murallas de kilómetros y kilómetros y que cruzando un inmenso océano, había llegado a unas tierras que tenían un clima muy grato para él, en donde los habitantes al verlo, le habían gritado:

-¡Kukulcán, Kukulcán! Y le habían regalado unas piedras de un verde brillante, las cuales le obsequió.

La jovencita al ver este regalo, no pudo evitar la emoción y abrazando la cabeza del dragón le dijo:

-¡Gracias, padre!

El dragón fingió un gran enojo y le dijo que se fuera a molestar a otra parte y ella se retiró, no sin antes enviarle un beso con la mano. Cuando el dragón se quedó solo, sintió la necesidad de algo y apelando a su magia se convirtió en el hombre de barba blanca y se contempló al espejo, y vio sorprendido que tenía lágrimas en sus ojos. Y es que los dragones no pueden llorar.

El tiempo pasó y el dragón iba y venía, y le hablaba de lo que sucedía en el mundo, y a través de la magia le mostraba las ciudades, los barcos y todo aquello que él visitaba.

Pero ella crecía y comenzó a tornarse melancólica. No era que no pudiera salir o que le faltara algo. Lo tenía todo, el dragón le daba todo; joyas, vestidos, perfumes, libros, etc., pero a veces, cuando ella observaba en los gruesos volúmenes la pintura de un caballero, suspiraba profundamente y después salía a la luz de la noche a contemplar las estrellas. El dragón empezó a notar así que esto era más frecuente y comprendió que lo que sucedía era que los seres humanos se necesitan unos a otros para hacerse compañía.

Cierto día, mientras caminaba en su habitual forma humana, el dragón escuchó unos maullidos y se acercó al lugar de donde provenían, encontrando a un pequeño gatito -feo y cabezón-, así que lo tomó entre sus manos y pensando que sería buena compañía para su niña, se lo llevó, la cual de inmediato le puso el nombre de "Feo".

Cierta vez, mientras volaba, el dragón contempló una pelea; una lucha desigual donde un hombre se defendía de seis torvos individuos.

El dragón sabía quienes eran; si algo despreciaba él era a los cobardes y éstos eran los peores de entre todos; hombres que comerciaban con el odio; mercenarios que por unas míseras monedas eran capaces de todo.

Eran capitaneados por un ex-novicio -que a modo de burla se hacía llamar fray Satán- que era el que los dirigía. Estos hombres eran el terror de la región, profanaban las iglesias, blasfemaban en contra Dios y nada ni nadie era respetado, y en sus conciencias cargaban con la perdición de varias vidas y almas.

El caballero estaba rodeado; su brazo izquierdo colgaba inerme y apenas tenía fuerza para sujetar el escudo.

En ese momento, un artero y cobarde ataque por la espalda derribó al caballero y esto fue lo que enfureció aun más al dragón, él cual, rugiendo a modo de advertencia y resoplando fuego de sus hollares, descendió con gran velocidad y les dio un gran susto, haciéndolos correr como si los persiguiera el mismo diablo, mientras que "fray Satán" gritaba fuertemente:

-¡Dios mío, sálvame Dios mío!

Que como recordaremos, era ateo por Gracia de Dios.

Una vez que el dragón ahuyentó a los bandidos, tomó al caballero y lo llevó a su caverna, donde se transformó en el viejo de siempre y comenzó a cuidarlo, ayudado por su querida hija adoptiva.

Cuando abrió los ojos el caballero, lo primero que contemplo fue el rostro de la jovencita, de un gato y más atrás -con la mirada severa- se encontraba un anciano que vestía elegantemente.

Como todo aquel que se precia de ser buen caballero cuando despierta en tales circunstancias -y éste no podía ser la excepción- dijo:

-¿Estoy en el cielo?

Lo que provocó que la doncella se ruborizara, el gato maullara porque él no era el centro de la atención y el dragón pensara:

-Estos caballeros son todos iguales; unos cursis y tontos ¿Qué no habrá alguno que diga otra cosa más original?

Pero conocedor de la naturaleza humana, decidió retirarse para dejar que su niña -como le seguía diciendo- se encargara del caballero. El dragón reconocía que él se había enfrentado sólo y sin ninguna posibilidad de vencer a esos individuos, teniendo como única ventaja la convicción de dar su vida por defender lo justo y lo correcto, y eso le agradaba.

Poco a poco el caballero comenzó a sanar y mientras lo hacía, platicaba con la doncella, la cual por su forma de ser le atraía.

Ya casi repuesto del todo, el caballero salió una noche y clavó la espada en el suelo e hincándose ante ella, se dirigió a Dios para pedirle ayuda y hacer lo correcto.

En ese mismo momento la doncella se acercó al dragón y le dijo así:

-Padre, me siento extraña. Cuando veo a Enrico -que era el nombre del caballero- me siento nerviosa. Es como si tuviera un gran fuego en el cuerpo, pero si no lo veo, entonces me siento mucho peor.

El dragón le respondió diciéndole que lo que tenía era fiebre y que no eran horas de andar despierta y estar danzando por la cueva, así que se fuera mejor a acostar. Cuando ella se retiró, el dragón se acercó a su piedra -como hacía todas las noches- y después de contemplarla largo rato, dijo entristecido:

-Nada, y mi niña se irá algún día, y ya no habrá más cantos, ni risas, ni alegría.

Esa misma noche, el dragón salió de la caverna y tomando su figura original, emprendió el vuelo para posteriormente descender cerca de un monasterio, en donde se ocultó para escuchar las melodías que los monjes entonaban todas las noches, porque cuando se sentía triste, la música lo ayudaba a sobrellevar su pena.

Cuando el caballero se recuperó, fue a agradecerle al dragón sus cuidados y los de su hermosa hija y aprovechando la oportunidad, le pidió permiso para seguir visitándolos, a lo que el dragón le contestó:

-No soy ningún tonto y ya soy muy viejo -a lo que Enrico intentó hacer un ademán de protesta- Se que amas a mi hija y también ella te corresponde. Puedes venir si así te place, pero dale tiempo a que comprenda lo que siente.

Pasó el tiempo y ambos -el caballero y la doncella- se hicieron votos de amor eterno. El puso su espada a los pies de ella y ella le correspondió dándole una flor.

Lo que tenía que suceder, sucedió. Una larga comitiva se presentó ante la caverna del dragón para pedir a nombre de Enrico la mano de la doncella.

El dragón salió a recibirla -en la forma del anciano- y los hizo pasar. Encabezaban a este grupo el padre y el tío del caballero. El padre pidió la mano de la hija con toda ceremonia, en tanto que el tío sin más preámbulos, le preguntó al dragón a cuanto ascendía la dote de la doncella -tanto porque era una costumbre de aquellos tiempos como porque no le convencía el lugar donde vivían sus futuros parientes-.

El dragón sonrió y ni tardo ni perezoso les mostró un gran cofre lleno de monedas de oro y otro de plata, para después llevarlos a los establos donde estaban unas quinientas cabezas de ganado -futuro menú del dragón.

Cuando el tío vio esto, sonrió y le dijo así al dragón:

-Los chicos se quieren y sería una pena mantenerlos separados por más tiempo, así que, firmamos el contrato, traigo al capellán, hacemos las invitaciones y todo mundo feliz.

A lo que el dragón contestó dándole una fuerte palmada en la espalda al tío, la cual casi lo tira:

-¡Hecho!

Esa tarde -mientras que su hija se preparaba en su cuarto para la boda y el caballero recorría nervioso por los alrededores-, el dragón se acercó a su piedra plateada y la contempló largo rato, y por primera vez sonrío al verla cuando en su superficie comenzó a brillar una tenue luz.

La boda fue un éxito; había caballeros de Calatrava y de Santiago, Hospitalarios y tres teutones que se habían perdido en el camino y habían llegado ahí a causa de una apuesta. Damas de noble linaje y trovadores que cantaron a la belleza y sacerdotes que exhortaban a la pareja a ser fiel a sus votos, a la vez que uno de ellos hacía proselitismo para ir a las cruzadas -no sin antes levantar una buena jarra de espumoso vino y alabar la causa de la cristiandad-. Los tres caballeros teutones -ni tardos ni perezosos- también levantaron sus jarras para brindar igualmente por la cristiandad, y entre libación y libación, descubrieron que tenían dotes para cantar, por lo cuál entonaron a coro una canción que decía Willekomen Sumerweter Süeze... Canción que nadie -incluyendo al dragón- entendió, pero que fue muy festejada por todos... cuando acabo.

Entre tanto, el gato se divertía de lo lindo tirando las copas de oro y plata al piso, lo que provocó el enojo de uno de los caballeros alemanes, no porque se dañara la copa, sino porque se había derramado un estupendo vino español.

Mientras duraba el festejo, el dragón los observaba en el lugar de honor, y sin que los invitados se dieran cuenta, se levantó -no sin antes decirle al tío que sabía por una fuente de primera mano que San Jorge había vencido al dragón de la leyenda porque éste se había dormido- y se dirigió a la salida del salón, echando una última mirada a su querida hija y decir así a modo de despedida:

-Que mi magia te permita ser por siempre feliz.

Y dicho esto, se encaminó a su cámara, tomó su piedra e hizo el ademán de llevársela, después lo pensó un poco y tapándola con un paño, decidió depositarla al lado de una carta que le había escrito a su niña para despedirse de ella. Hecho esto, salió al campo y transformándose de nuevo en el orgulloso dragón que era, recorrió con su mirada la caverna, notando que en la entrada de la misma estaba el gato, el cual lo observaba detenidamente.

Entonces, lanzando un profundo suspiro, emprendió el vuelo, espantando de paso a los caballos de los invitados, para que éstos tuvieran algo que hacer -aparte de comer- al día siguiente.

Cuando amaneció, ella fue a buscar a su querido padre para compartir su alegría, encontrando tan sólo la carta y la perla cubierta, en tanto que al lado dormitaba el gato.

Cuando terminó de leer su contenido, no pudo contener el llanto y recargándose al lado del mueble, lloró abatida. Cuando pudo serenarse, se levantó y entonces vio la perla que tanto amaba su padre y se acercó a ella. Al principio dudo, pero armándose de valor -y con la secreta esperanza de verlo aparecer adentro del cuarto- levantó el paño y vio que la perla se había transformado en una hermosa esfera de cristal, adentro de la cuál se movían varias figuras.

Se acercó a ver y lo que observó la hizo sentirse emocionada, pues comprendió que su padre era por primera vez verdaderamente feliz.

En un cielo inmenso y de un color azul -como nunca antes había ella visto-, el dragón remontaba el vuelo acompañado de sus congéneres, elevándose más y más alto, y era él quien encabezaba a los demás.

Entonces tomó el paño y cubriendo delicadamente la esfera, salió del cuarto acompañada del gatito, cerrando para siempre la puerta del lugar.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 28/May/02