La noche del jinete

Isaac Risco Rodríguez

Había salido del pueblo al oscurecer, casi como un prófugo. Con los relojes del cajón de su padre. Curiosos, los relojes antiguos, detenidos cada uno a una hora distinta, en un tiempo distinto. Martín llegó a la laguna a esperar al Negro-negro, su proveedor. Todas las semanas lo llevaba a un nuevo lugar.

Después de una hora, estiró los brazos acalambrados y se removió un poco para desentumecer la espalda encorvada. No llegaba, el Negro-negro no llegaba. Antes de volver a escrutar la noche, Martín intentó evocar algún momento remoto, en la época cuando aún visitaba la Hacienda. Cuando Abelito, su primo, contaba aquellas historias, pensó mientras miraba su propio reloj; la manecilla no avanzaba. La noche era muy turbia y el Negro-negro seguía sin asomarse. El recuerdo de una historia de las noches de la Hacienda se colaba en su mente, como para olvidar el tiempo.

-Nueve y media -le había dicho el Negro-negro-. Tú me esperas ahí. Y procura que no te vea nadie. Pasa el puente y me esperas al lado del árbol, en la banquita.

Después de cruzar se dio cuenta de por qué elegía ese sitio. Tantas hierbas, tanta maleza, el árbol fantasma casi pelado, los troncos cuarteados del puente que olían a moho y le anunciarían su llegada, la rodaja fría de la luna. Ah, y el croar esporádico de las ranas. Se las imaginó con sus patas de alambre estiradas bajo el agua fangosa, sólo sus ojos saltones asomando, mirándolo desde cada esquina; como en las noches de la Hacienda siempre que Abelito les contaba la historia del jinete. No podía pensar en el jinete sin sentir sus ojos perdidos a sus espaldas, a su costado, inaprensibles en la noche lejana.

¿Pero a qué hora llegaba? Se arrebujó en su chaqueta y resistió la tentación de espiar el reloj. Lo dejaría esperar media hora más, una hora. Y llegaría estirando su sonrisa oscura, con aquellas pupilas vidriosas que ahora lo podían estar vigilando desde cualquier sitio. El Negro-negro es precavido, decían. Le gusta llegar después e irse primero. La laguna soltó otro rumor y escuchó salpicar el fango. Ya es tarde, pensó. Si al menos Abelito estuviera ahí, para contarle alguna historia. Aunque fuera la del jinete, para olvidar el frío, para no darse cuenta de los dedos que empezaban a agarrotársele y a temblar.

En la Hacienda oscurecía más tarde y se oía siempre a los grillos, frotando sus patas, decían los de la chacra. A Abelito le gustaba andar de noche; cruzaban el parque, envuelto en un hálito fantasmal que sacudía las copas resecas de los árboles y a veces, creía él, exacerbaba a los grillos. Los senderos de tierra eran anchos y oscuros, sumergidos en los crujidos nocturnos del parque. Llegaban hasta la glorieta al otro lado y se sentaban bajo los postes herrumbrosos que oscilaban como un fanal de barco, al mismo borde del desierto. Encontraban a dos, a lo mucho tres de los amigos de Abelito. Se acurrucaban en un círculo estrecho y encendían cigarrillos. Entonces, entre el susurro de las voces, Abelito empezaba a hablar y los demás endurecían los rostros.

-En esta época es más frecuente -decía Abelito y lo miraba-. Sale en las noches frescas y dicen que los lobos del desierto aúllan más fuerte al oírlo pasar.

Se le escarapelaron los vellos de los brazos. De repente, sintió las miradas profundas que lo acosaban y los sonidos de la noche a su alrededor. El eructo disonante de alguna rana lo hizo buscar la corteza del árbol con su espalda doblada. Seguían mirándolo desde la laguna. Cuando hay mucha gente, se acordó de Abelito, no se acerca. El sonido de un madero que se desfonda hizo eructar de nuevo a la rana.

-Ni te enteras que alguien llega -oyó la voz del Negro-negro casi inmediatamente después-. Mejor acabamos de una vez. Estás medio muerto.

Se incorporó de un salto y vació sus bolsillos sobre la banca. "Relojes antiguos, de esos que ya no hay, que han quedado de la familia", decía su padre. El Negro-negro miraba con sus ojos saltones, agazapado sin moverse delante de la banca. Examinó los relojes, uno por uno. Por un momento le pareció que iba a abrir la boca para engullirlo, movía la mandíbula como masticando lentamente las palabras.

-Cinco -dijo-. Por esta vez.

Ya no queda nada de la tradición de la familia, pensó Martín. Tampoco viajes a la Hacienda en las vacaciones. Su padre se daría cuenta muy pronto, esa noche quizás.

- Espera a que yo me vaya y calcula más o menos que llegue al pueblo -dijo el Negro-negro-. Después sales tú.

Martín no lo oyó marcharse, al inclinarse sintió de nuevo el repentino silencio, el ronquido de las ranas en la laguna que explotaba como burbujas de agua. Recogió los cinco rollitos apretados de papel periódico, guardó cuatro en su bolsillo y lanzó el último sobre la banca para examinarlo bajo el reflejo pálido de la luna. Miró a su alrededor y todo le pareció inmóvil. Estaba solo otra vez. Oyó a lo lejos el galope de unos pasos que se alejaban, o se acercaban. Es el Negro-negro, se dijo. De nuevo sintió frío y se hundió en la maleza al costado de la banca. Apenas si podía ver, los dedos se le enredaban desenvolviendo el paquetillo. La brisa insípida arrastrada desde el pueblo le devolvió la imagen del desierto, en la Hacienda. Mientras Abelito hablaba, en la glorieta, el frío le solía acalambrar las manos y temblaba la brizna entumecida del cigarrillo. Los demás se miraban, encogían los cuerpos, oían en silencio los aullidos lejanos. Abrió el papel que había desarrugado y volvió a notar las miradas de la noche que lo atravesaban por la espalda.

Siempre le daban ganas de correr hacia la Hacienda mientras oía a Abelito. El caballo avanzaba, cada vez más cerca en la noche invisible, el repiqueteo de su galope te retumbaba en los oídos, empezaba a contar. Pero no podías verlo, por más que te volvieras a todos lados. Martín frotaba el papel casi mecánicamente, sin percatarse, las hebras de tabaco mezcladas se deslizaban entre sus dedos. La angustia te sobrecoge, lo sientes como dando vueltas alrededor de tí, ¿te imaginas? La primera bocanada de humo se disipó al instante en el frío, barrida de un soplo. Después mantuvo la respiración, cinco, seis segundos, sintió sus pupilas cristalizarse bajo la droga, hincharse como los ojos saltones de un sapo e imaginó la membrana húmeda de su rostro. Y de pronto ves la silueta, sólo por un momento, y al caballo negro. El viento lúgubre del desierto silba sobre la medianoche, además no se siente un alma. Ve el humo extinto bajo su pie e intenta dominar el temblor de la mano que estira otro paquetillo para encender otra vez la llama. Entonces, si te fijas bien entre aquellas ráfagas, te das cuenta de sus hombros vacíos, encogiéndose a cada salto como si no supieran qué es lo que ha ocurrido. La llama se ha vuelto a apagar, por quinta vez, y cuenta los pedazos de papel periódico arrugados junto a sus pies. Ya nadie sabe cuándo, ni tampoco conocen su historia, tanto tiempo ha pasado. Sólo saben que el jinete decapitado sale varias veces al año al caer la noche y muchos dicen que fue un huaquero, por su forma de cabalgar. Busca eternamente lo que perdió. Por eso los campesinos que descuidan su borrachera y se encuentran de pronto andando al borde del desierto se quitan los sombreros de media ala y los estrujan en su bolsillo, para intentar pasar desapercibidos. El silbido del desierto es traicionero y los lobos no los podrán ayudar. Martín vio el último soplido desvanecerse definitivamente y se tendió en la banca. Ya no sintió el frío que volvió a arreciar. La Hacienda y las vacaciones en el campo con Abelito flotaban en su mente, quizá alejándose. Apenas si pudo aliviar el peso inmóvil sobre sus párpados cuando se percató de que algo había vuelto a inquietar al croar de las ranas bajo los troncos podridos del puente.

-Ya sé por qué estás todavía aquí -escuchó al Negro-negro, en el amanecer. Lo escrutaba desde sus ojos hinchados, midiendo el momento para dar el último paso.

Se había esfumado la glorieta, supo entonces Martín. Y en el pueblo, la policía tendría la denuncia de un robo, relojes antiguos, y sus padres lo estarían buscando, a él y a un posible ladrón. El Negro-negro lo miraba acechante, esperándolo


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Sep/01