Noche redonda
Juan Manuel Valero
Una noche de abril, me encontré una mujer de espléndida gordura.
Salí de la oficina sin tener a dónde ir y el cine se convirtió en la única opción. Era temprano y la taquilla estaba vacía. Compré el boleto y decidí caminar un rato por el Paseo de la Reforma. Había llovido fuera de temporada y el verde de los árboles tenía un brillo especial. Me detuve a comer un hot dog de carrito. Ahí estaba la linda mujer gorda decidida a consumir buena parte de la mercancía. Tenía bonitos ojos y la boca pequeña, como una muñeca, lo que hacía más sorprendente su velocidad para hacer desaparecer, sin dejar rastro, los legítimos perros calientes de Mister Doc.
Ella también iba sola, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Pagué, la miré con simpatía y me alejé para contemplar a mis anchas sus anchas y apetecibles formas; todo unido al maravilloso espectáculo de difuminación de los hot dogs. Su atractivo se hizo superior a mi discreción. Empecé a temer sucumbir ante su abundancia de carnes. Los enormes pechos se mantenían erectos, atentando contra las leyes de la gravitación universal. Las inmensas nalgas configuraban un mundo por conquistar. Los muslos se adherían a la falda sin ningún pudor.
Estaba cautivado. Una mezcla de asombro y cachondería invadió mi ser. Recordé el profético comentario de un taxista veracruzano, quien por poco atropella a una turista europea muy bien dotada: "Así me gustan. Allí, chico, se puede agarrar de todo". En aquel momento sus palabras me parecieron vulgares, pero hoy tengo motivos para hacerlas mías.
Perdió todo sentido entrar a ver la película El León del Desierto. Estaba decidido a abordarla pero no sabía cómo. No me refiero a las dificultades físicas, en eso todavía no pensaba, sino en la manera de llegar a ella. Pensé en acercarme nuevamente al carrito, pedir otro refresco y esperar al menor indicio de coquetería para atreverme a hablarle. Mis cavilaciones fueron rotas por una repentina discusión.
La ocurrencia desarmó al enemigo e hizo aumentar mi admiración por ella. El pobre hombre no pudo agregar nada. Lo tomé por los hombros para intimidarlo, proferí amenazas y lo aventé sobre el carrito. Luego saqué un billete de quinientos pesos y esperé con cierto temor a recibir el cambio.
La mujer me esperó para agradecer el favor y pedirme que aceptara su dinero. La situación se hizo propicia y la invité al cine. Después de algunos regateos entramos a la sala: ella ruborizada, yo decidido a no dejarla escapar.
Compramos palomitas de maíz, coca-colas y una bolsa de chocolates, Lo necesario para resistir los embates de los fascistas italianos contra Libia. De inmediato tomé partido por la causa de Anthony Queen y los guerrilleros árabes, al mismo tiempo que mi acompañante lo tomaba por los chocolates.
En la pantalla, el mariscal Rodolfo Graziani, virrey de Etiopía, promete a Benito Mussolini exterminar a los rebeldes, y pone a Dios como testigo de su juramento. El Duce está convencido de la grandeza de sus ejércitos, herederos del Imperio Romano. En la butaca, yo estudio la estrategia para tener el primer contacto con sus muslos. Ella es ajena al drama de los pueblos islámicos, pero se conmueve con el fusilamiento de una mujer parecida a Sara García en El baisano Jalil. El León del Desierto clama venganza y mi joven vecina se lleva a la boca el último chocolate.
La película transcurre a buen ritmo, todo parece indicar que los imperialista aniquilarán al enemigo, pero no es así, los antecesores de Kadafi surgen de las arenas del desierto decididos a liberar a Africa. Los planes de Grazino para aplastar la insurrección han fracasado, el carnicero tiene que ir a Roma a rendir cuentas.
Los seguidores de Mahoma tienen un respiro para curarse las heridas, oportunidad que aprovecho para meter la mano entre las piernas de mi compañera. No hay resistencia y las puntas de mis dedos recorren sus muslos siguiendo una secuencia de ligeros movimientos circulares, hasta llegar a tocar con suavidad el contorno del sexo. Ella busca mis labios y nos sumergimos en un beso.
Atrás quedaron la guerra y la conquista. Salimos tomados de la mano, seguros de que esta noche la soledad no podrá compartir la cama con nosotros. Sólo una cosa me preocupa: ¿cómo desvestir a una mujer así?
En el trayecto a su casa encontré la respuesta: desnudar a una mujer gorda es como pelar una naranja.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Feb/00