Ella no ha entendido nada
Gonzalo Hernández Sanjorge
Hace unos días la he vuelto a ver. Se sorprendió, como si acaso ese encuentro casual fuera algo totalmente imposible. Pude darme cuenta entonces que ella no había comprendido nada de nada, que tal vez nunca comprendería. En definitiva, todo seguía igual que cuando rompimos y ella cruzaba frente a mi edificio, mirando hacia mi apartamento con una mirada que aún en el recuerdo más borroso me provoca escalofríos.
Cometió ese error que cometen las mariposas al acercarse demasiado a una llama encendida. Ella tomaba sus primeras clases de Filosofía en la Facultad. No puedo creer que le haya seducido yo, un cansado y oscuro profesor treinta años mayor que ella. Creo que le sedujo la ilusión de con un poco de amor podría salvar a un hombre, sacarlo de su pesimismo, de sus tinieblas. La sedujo la tonta creencia de que el amor todo lo redime.
No tuvo en cuenta que una tarea así seguramente estaba más allá de sus fuerzas. Traté de advertírselo algunas veces. Por lo menos al comienzo. Luego creo que la fui dejando hacer, sólo por el placer de verla fracasar. No tuvo en cuenta que esta larga eternidad de bares y comida barata, que toda esta eternidad de dudas y cinismo no podía haber pasado sin dejar su huella.
Se entregó de una manera verdadera y absoluta. Yo, en cambio, jugaba como juega un animal que acaba de cazar un insecto que ya no puede escapar. Ella estaba cegada por una ebriedad tan absurda como peligrosa. Creo haberle recordado que el amor es ese estado que hace que el hombre vea las cosas como no son. Supongo que fue en vano.
Y luego de deliciosos juegos de palabras terminamos una tarde en mi habitación, desnudos y jadeantes entre el olor a tabaco de pipa que se ha adherido a cada cosa de mi universo, incluida mi ropa y mi piel. Su inocencia incluyó ese sabor achocolatado dentro de su fascinación. Hubo otras noches más en que se sintió toda una mujer por estar junto a un hombre mayor. Por mi parte, volví a comprobar que la Filosofía seguía siendo más útil para llevarme jovencitas a la cama que para ser feliz.
Pero no dejo de reconocer que su mirada transparente y enamorada me llenaba de miedo. Podía ver allí, como en la forma en que a veces preparaba un café o una salsa, que había entre nosotros una distancia infinita que nunca terminaríamos de cruzar. Ella pertenecía a un mundo de luz al que me era imposible acceder. Nunca la amé, es cierto; pero quise hacerlo y lo hubiera logrado si hubiera existido alguna esperanza. Temí que un día despertara de su ensoñación y terminara huyendo de ese espejismo que ella se había inventado.
Fue así como, por temor a que huyera de la verdadera degradación de mi alma, se me ocurrió decirle todas aquellas barbaridades que había pensado meticulosamente para lastimarla como nunca lastimé a nadie. Se sintió sucia, asqueada, traicionada, envilecida. Se sintió manoseada, un trapo maloliente en el que un hombre hubiera dejado caer su semen.
Los días siguiente no la vi en Facultad. Una semana más tarde recibí un llamado suyo con una voz quebrada y angustiosa.
-Deja mis cosas con el portero, así podré pasar a buscarlas.
-¿Eso quieres? -pregunté sólo por ejercitar mi despiadado personaje, por ver cómo se quebraba una vez más.
-Creo que es lo mejor, ¿no? -respondió ella comenzando el llanto y esperando que yo tratara de devolvernos al paraíso perdido, al menos a ese que había existido en la pureza de su amor.
-Bien; si así lo deseas, así lo haré -respondí y colgué sin decir ninguna palabra más, sin siquiera darle lugar a utilizar sus lágrimas como chantaje o como desahogo.
Al día siguiente la vi pasar por la vereda frente a mi edificio. No era extraño pues ya antes de conocernos ella volvía por allí a su casa luego de trabajar. Miraba hacia mi departamento con una mirada angustiosa, que mostraba que algo dentro de ella se había quebrado. Durante unos días permanecí mirándola desde mi ventana a oscuras, sin que pudiera verme. Sus ojos parecían preguntar cómo era que yo fui capaz de tanta maldad, de haberle despedazado el alma. Ahí comencé a comprender que ella no había entendido nada de lo ocurrido. Luego opté por salir al balcón a la hora en que ella pasaba. Entonces se ponía a llorar y caminaba mirando el suelo, agachando la cabeza para que los otros peatones no vieran su cara humedecida.
Terminé de convencerme de que no había comprendido nada porque a los pocos días dejé de verla pasar por allí. Yo la extrañaba, supongo que como extraña un perro alguien que acaba de perder el suyo y nunca ha tenido uno anteriormente. Pero terminé por acostumbrarme nuevamente a mis cenas solitarias y a tener otra vez todo el tiempo del mundo para trabajar.
Hace unos días fui a comprar un medicamento a una farmacia de mi barrio -unas calles más abajo de donde vivo- y cuando iba a entrar me crucé con ella que pasaba. Había cambiado su recorrido. Sus ojos se asombraron como si se hubiera cruzado con un monstruo inexplicable. Yo no pude más que lamentar que aún siguiera sin comprender. No me atreví a cruzar palabra con ella, me pareció un acto inútil y que podía acabar en un escándalo.
Ahora, aunque no ha regresado a los cursos de la Universidad, ha vuelto a caminar por la vereda frente a mi edificio. Pero ya no mira para aquí, hacia el séptimo piso donde yo la observo en la penumbra, sin que me vea, fumando este tabaco que tanto le gustaba. Soy yo el que ahora la mira tratando de preguntar por qué maldita razón no comprendió que si aquella noche le partí el alma a tablazos, que si le llené todos sus dulces sueños de una oscuridad abominable, fue para que de esa manera ella pudiera estar un poco más cerca de esta cosa oscura y sin felicidad en la que me he venido convirtiendo poco a poco; para que su alma, al fin oscurecida, se acercara más a la mía y pudiéramos así eliminar esa distancia que hacía de nuestro amor una cosa sórdida y sin futuro.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 28/May/02