Erratas

Norberto Luis Romero

Nadie sabía decirnos de dónde había salido ese diccionario. La abuela negaba rotundamente que fuera ella la Adelina a quien hace referencia la dedicatoria, y también afirmaba ignorar quién había sido ese Asurbanipal. Reconocía, eso sí, que el libro había estado en la casa hasta donde ella podía recordar.

La dedicatoria, en elegante letra inglesa, rezaba así: "Para Adelina, en el día de su santo, de su querido tío Asurbanipal". Era, a todas luces, una edición española, pero le faltaban las dos o tres páginas iniciales donde hubiéramos podido enterarnos de la editorial y de la fecha de impresión.

-Nunca tuve un tío con semejante nombre -se defendía la abuela, ya de mal humor y cansada de nuestras bromas. Por cierto, la abuela no era persona de mentir por que sí, aunque debo reconocer que en los últimos años había ido perdiendo su prodigiosa memoria.

Mi hermana y yo descubrimos el Asurbanipal (por que así bautizamos al diccionario desde el primer momento) cuando ya éramos lectores asiduos de la biblioteca de casa, y también lo suficientemente altos o ingeniosos para poder llegar hasta el último anaquel donde había estado olvidado durante años.

Mamá nos aseguró que de nada nos serviría un diccionario tan viejo y que nada justificaba su uso habiendo otro más moderno y completo que nos habían comprado especialmente. Preferíamos recurrir al viejo Asurbanipal, desvencijado y oloroso a humedad, porque nos parecía un libro con personalidad; con historia y solera, no como esa moderna enciclopedia incómoda y encuadernada en plástico, con ilustraciones un tanto infantiles. Asurbanipal parecía tener vida propia; prometía misterios desde sus letras minúsculas, encerraba el enigma de una historia entre un tío con un hombre desmesurado y absurdo y una sobrina dudosamente desconocida. Mi hermana Hester y yo queríamos desentrañar esa historia.

El día del santo de la abuela no tuvimos otra ocurrencia mejor que comprarle un recetario de cocina y regalárselo. Ella detestaba la cocina. A nosotros sólo nos había movido a hacerlo la buena voluntad y el bajo precio del libro. Naturalmente, éste pasó de inmediato a dar vueltas por la casa sin encontrar destino seguro.

Cuando llovía o hacía mucho frío preferíamos quedarnos en casa y buscar con qué entretenernos. Si nos cansábamos de la lectura o de los juegos, se nos daba por hacer tartas. Uno de esos días a Hester se le iluminaron los ojos cuando aparecí en la cocina con el recetario aún virgen; era el primer libro de cocina que había entrado en la casa y decidimos estrenarlo.

Elegimos una tarta de fresas por la ilustración apetecible, abrimos el libro en la página correspondiente y pusimos un cuchillo sobre sus hojas para que no se cerrara. Hester a un lado y yo al otro, con las manos blancas de harina, nos entregamos al trabajo.

-No entiendo -dijo Hester de improviso, rompiendo la calma y el clima que habíamos creado- esto debe estar mal escrito.

Me incliné y leí donde señalaba con un dedo blanco: "una vez hecha una pasta homogénea, se vierte el contenido en un alféizar previamente enmantecado..." Nos miramos y echamos a reír. ¿Qué era aquello de un alféizar previamente enmantecado? Sin duda que se trataba de una errata. Le aseguré que si continuábamos leyendo encontraríamos instrucciones de poner la tarta a enfriar en el molde de una ventana. Me equivoqué. No decía nada de cómo había que enfriar la tarta. La anécdota sirvió para reírnos y hacer bromas el resto del día.

No sucedió lo mismo cuando, a los pocos días, descubrimos la segunda errata: donde debía haber dicho: "se parten las fresas en rodajas" decía "se parten los ojos en rodajas". Era, desde todo punto de vista, una errata de muy mal gusto. Hester sintió asco y tuvimos que dejar la tarta a medio hacer. Tampoco quiso volver a usar el recetario y nos vimos obligados a recurrir a nuestras viejas recetas inventadas.

Cuando le contamos lo sucedido a la abuela le pareció muy normal y nos dijo que una cosa así era frecuente en los libros de ahora, baratos, mal impresos y mal encuadernados. Según se lo mire el comentario nos pareció una indirecta por nuestro regalo. Hester y yo intercambiamos miradas de complicidad. Más tarde decidimos que podríamos reparar nuestra falta de tacto regalándole otro libro, un libro que fuera de su gusto aunque nos costara caro. Hubo cierto gesto de desconfianza en su cara cuando le entregamos una antología de románticos ingleses encuadernada en piel, pero enseguida sonrió y nos dijo que éramos encantadores.

Fue durante una siesta cuando descubrimos la tercera errata. Estábamos en el porche, dormitando en las mecedoras, cuando nos sobresaltó un gritito ahogado y un golpe seco sobre las baldosas del suelo. Abrimos los ojos y encontramos a la abuela, de pie junto a su mecedora; se cubría la boca con las manos, negando con la cabeza de un lado a otro, nos miraba alternativamente a nosotros y al libro tirado a sus pies. Balbuceó varias veces: ¡Qué irreverencia! ¡Qué falta de respeto! Hester y yo no sabíamos a qué atinar. Cuando ella pareció recobrar la calma y la dignidad habituales, nos dijo: -Coleridge. Canto VI- y se metió en la casa con la cabeza muy alta. Al instante volvió a asomar la cabeza hacia el porche y precisó: -Página 24.

Recogimos, no sin inquietud, el libro y leímos:

Sopló un viento, de pronto, sobre mi,

Sin son ni movimiento;

ventosidad ruidosa

que se expele del vientre por el ano.

Continuamos leyendo y advertimos asombrados que no era ésta la única errata y que todas eran igualmente groseras o de muy mal gusto.

No hicimos ningún comentario sobre este incidente inexplicable, menos aún a la abuela que cada vez que coincidíamos con ella nos lanzaba miradas recriminadoras que nos llenaba con una culpa que no teníamos.

Una noche que estábamos en la sala, papá entró indignado con las traducciones hechas por aficionados que no guardan ninguna lógica ni respetan la obra original y el espíritu del autor. Traía un libro comprado hacía poco. La abuela se hizo la desentendida, fijó la mirada sobre el tejido que estaba haciendo y se acomodó las gafas mientras musitaba algo que no pude comprender.

-Haz oído lo que dijo la abuela -me dijo Hester en voz baja mientras me acercaba el libro que papá le había entregado para que comprobáramos las barbaridades que había en él.

-No pude.

-Lo leí en sus labios.

-¿Qué dijo?

-"Asurbanipal" -aseguró.

Cuando nos cercioramos que la abuela estaba entretenida en la galería, nos deslizamos en la biblioteca y cogimos el libro.

-Buca Alféizar.

Las páginas se me enredaban entre los dedos.

... Alfayate... Alfazaue... Molde.

Me lo temía -murmuró Hester arrebatándome el diccionario- busquemos ojo... Ojival... Ojizaino... Ojizanco. ...Fresa.

Más adelante, en la letra P, encontramos unos versos de Coleridge como definición de una palabra que jamás habíamos oído en casa en boca de nadie.

Dejamos el Asurbanipal sobre una mesa. Al día siguiente había desaparecido. Lo buscamos por toda la casa y a todos preguntamos por él. La abuela Adelina jura y perjura que ella no sabe nada del asunto.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 28/May/02