El Oficio del Abuelo

29-septiembre-1999

Erika Mergruen

Hermanísimo:

Hola José, espero que estés bien. Aprovecha mi saludo para dárselo a nuestros padres. Como verás estoy un poco retrasado con la correspondencia, pero mi ausencia en correos se debe a una buena causa: preparar el examen de admisión a la universidad. En unos quince días sabré si pertenezco a la que será la nueva generación de administradores (¡guáuuuu!).

Esta ciudad es avasalladora: miles de rostros revolotean por sus calles día tras día, irrepetibles. Los sonidos son infinitos, luces de distinta intensidad, ejes y avenidas. Por las noches la vista se pierde tratando de adivinar la cotidianeidad que se oculta detrás de todas esas ventanas. Y la comida, no hay límite posible. En los súpers, en los mercados o en la extensa variedad de restaurantes y cafeterías de esta gran ciudad puedes transportarte a cualquier estado del país o al rincón más exótico del planeta: carnitas de Michoacán, birria de ¡ay Jalisco no te rajes!, especies de la India, agridulces de Indonesia y la hermosa transparencia del pescado crudo del Japón. Por cierto, el otro día fui con el abuelo a un restaurante de comida árabe en el centro Histórico. Uno de los platillos, hojas de parra, me maravilló. Con las hojas de la vid hacen paquetitos rellenos de una mezcla de carne y arroz, los ponen a cocer y los sirven con aceite de oliva. Sí hermano, pequeños trozos de res amortajados, bien muertos pero deliciosos (¿insistes en ser vegetariano?). Ya te invitaré cuando vengas a visitarme.

Y hablando del abuelo, él está como nunca. Aunque toda la familia no se explica por qué no abandona su oficio, pues entre todos le dan lo necesario para tener una vida holgada, lo veo siempre activo, concentrado en hacer sus gelatinas. A medio día entra en la cocina, blanca y reluciente de azulejos, prende las hornillas, llena las ollas de agua para que hierva 20 minutos -Pa’que se mueran todos los demonios- así les dice a los microbios -son como los demonios, no se ven pero ahí están. La grenetina la compra por kilo y en un estante (donde la abuela guardaba los chocolates, ¿te acuerdas?) tiene numerosos frasquitos con etiquetas donde él escribe nombres chistosísimos: mango-reconciliador, fresa-pasión, mar-limón, piña-alegría, el jerez que espanta... Ya que hirvió el agua le vierte la grenetina, revuelve vigorosamente, elige un frasco y hecha una cucharada de algo parecido al vidrio molido. Deben ser extractos fuertes y edulcorados porque nunca lo he visto usar azúcar. Ya que tiene la mezcla la vacía en moldes desechables y al refrigerador. Todas las mañanas se levanta a las seis y diez en punto para desmoldarlas. Luego se baña, se viste, desayuna y entonces saca al portal la misma mesa de madera que conociste: vestida con mantel blanco y ahí pone las pequeñas vitrinas que llena con gelatinas multicolores con la solemnidad de quien realiza algún rito secreto... ¡Ah, qué el abuelo y sus locuras!, pero lo hacen sentir y verse bien.

Bueno hermano, un abrazo y hasta el siguiente timbre postal.

Fernando

Hermano:

Saludos, José, espero que todo marche bien. Me dio gusto oír tu voz el día que les anuncié por teléfono mi entrada a la universidad. Ya conocí algunos personajes interesantes y a una "personaja"... más interesante. Se llama Alicia, como la Alicia en el país de las maravillas. ¿Recuerdas la película? Un delirium tremens infantil. Y hablando de alucinar quiero contarte algo, y creo que por eso te escribo esta vez. Vas a pensar que estoy loco, pero si no te lo cuento a ti, ¿entonces a quién?

Anteayer entré a la cocina mientras el abuelo preparaba sus gelatinas. Le comentaba que eran un éxito pues en menos de dos horas vendía las tres vitrinas. Mientras le decía que era el mago de la grenetina me quedé observando el interior de la olla que contenía la mezcla de jerez. Dentro de mi cabeza apareció una sombra y yo corrí. No, no corrí fuera de la cocina sino con el pensamiento, corrí y corrí hasta que empecé a caer y la sensación de vértigo me paralizó hasta que el abuelo me sacudió con sus manos -¿qué viste ahí dentro m’ijo?- -nada abuelo- le contesté y él sonrió diciendo -vaya, al fin alguien más tiene el don. Esto no termina ahí; regresé al día siguiente, o sea ayer, y mientras veía el líquido sabor rojo (fresa, frambuesa o lo que se te ocurra) mi pensamiento olió a una mujer, saboreó sus labios y sintió la necesidad de dar. Así fue como conocí a Alicia, guiado por esa sensación que traje cargando todo el día. Te preguntarás qué quería decir el abuelo con eso del don y yo creo que ha de ser el de estar loco. Hace una hora fui a la cocina a conseguir una respuesta y el abuelo me pidió que eligiera un frasco, yo tomé el mar-limón, me pidió que echara una cucharada a una olla y que le dijera qué veía: el mar, un barco lleno de corsarios bebiendo y contando el botín... y él en lugar de hablar al psiquiátrico para que vinieran por mí, abrió la puerta del clóset donde se guardan las escobas y me tendió una red de esas que usan para cazar mariposas, y me dijo -vístete todo de negro, nos vemos a la medianoche en la azotea, y no olvides la red. Pues bien, hermano, eso voy a hacer, después de llevar esta carta al correo antes de arrepentirme de haber escrito esto. Ya te contaré lo que pasará en unas horas.

Te quiere, Fernando.

José:

Antes que nada, me disculpo por no escribirte inmediatamente, con lo cual te hubiera ahorrado la angustia con la que me acabas de hablar hace unas horas. La única justificación es la fascinación y el asombro. Pero toda historia tiene su principio:

A la medianoche, como lo dije, fui a la azotea. Ahí estaba el abuelo con su disfraz de invitado al velorio y blandiendo su red como un quijote moderno. -Bien, Fernando, ahora vamos a buscarlos. Empezamos a saltar por las azoteas y los tejados, como si un espíritu felino nos hubiese prestado agilidad e instinto. El abuelo se detuvo, escuchó, -ahí vienen, la caza ha comenzado. Movía la red, saltaba, se agachaba. Al principio no veía a la supuesta presa pero ellos comenzaron a tomar forma. Eran como trozos de vapor ligeramente coloridos. Unos sólo flotaban, otros surcaban el cielo fieros y veloces; algunos, dóciles, entraban por sí solos en la red. Después de dos horas llenamos una pequeña bolsa de lona. -Muy bien, Fernando, ahora regresemos, sólo queda esperar el amanecer. El abuelo tendió un mantel de plástico sobre la azotea de su casa y colocó encima las pequeñas nubes. Amaneció. Los rayos solares provocaron una inesperada reacción química en sus presas: se cristalizaron. -Qué son abuelo, qué es esto- le pregunté. Mi oficio, el oficio del abuelo, soy cazador de sueños.

En esto se me han ido los días, en la universidad y en aprender el oficio. Porque no basta salir con la red y cazarlos. Ya cristalizados se muelen y se clasifican en los frascos, ¿los recuerdas? Ahora yo también los nombro, el otro día cacé un vainilla-canción de cuna, bueno para los que han perdido la inocencia y con el cual, agregando yemas de huevo, se obtiene una jericalla deliciosa. Hay algunos que no se pueden usar, aquellos que se convierten en cristales negros (como carbones). Esos se guardan en el baúl del sótano para que no escapen: son los malos augurios, los sueños perturbados o los no-sueños. Pero el verdadero oficio no es la elaboración de las gelatinas, no. El verdadero oficio es saber cuál debes venderle a cada cliente. ¿Te imaginas al padre Benito comiéndose una de fresa?, ¿o a un cardíaco con la de jerez? (sí, aquélla de la que te conté).

Espero tu visita el próximo mes. Podrás conocer a Alicia. Podríamos ir los tres a comer hojas de parra y por la noche salir a cazar.

Te extraña.

Fernando


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01