Vale por un viaje

Enrique Olmos de Ita

Es viernes. Se adivina una noche aletargada. Me espera el último o penúltimo autobús del día. Hay que ir hasta el paradero de Martín Carrera. Estación casi vacía, solitaria. Muy pocos salimos del anden del metro y pronto nos escondemos en su enredijo de reino sumergido; luego la helada superficie, fría también de gente y ruido.

Se han ido autobuses atiborrados de maletas y migrantes para éste o aquel pueblo. Me detengo a comer en un puesto ambulante a un costado del autobús. Un joven ofrece hot dogs y hamburguesas. Cochinero horrible, maloliente, trepan cucarachas en las bolsas de queso, caen al asador, aceite diez veces consumido, las servilletas usadas, mugre y suciedad son carne, húmedos trozos de pan, jitomate y aguacate podredura de días.

Dentro del autobús la mitad son lugares vacíos, una señora sube para ofrecer café y galletas. El chofer anuncia la ruta larguísima que incluye pueblitos, colonias y caseríos diseminados a la orilla de la carretera.

La mayoría de los tripulantes se rebuscan en el asiento, ensayan posiciones para dormir, se curvan, se doblan, suspiran, cierran los ojos pensando en sus hijos, en sus casas, en sus mujeres de fin de semana.

Raquel sube al final, cuando el camión empieza a caminar. Es alta, morena pálida, de largas y robustas piernas cobrizas; pequeña falda que combina con las botas negras. Sonrisa abierta y blanquecina, el cabello a la altura de los hombros desnudos, un pequeño tatuaje entre la espalda y las nalgas que dice algo incomprensible, grabado con letras retorcidas, extrañísimas, de un alfabeto que parece diferente al nuestro. Tiene el cabello pintado de amarillo, exageración en tono dorado, matiz de leona.

Raquel camina lentamente chupando un paleta roja de caramelo. Sonríe apenas. Con el primero que le sonríe se sienta ¿Está ocupado el lugar? Y ahí se coloca Raquel, con gesto insondable. Su voz es apenas un murmullo que acompaña con risitas falsas y tartamudeos.

Anuncia su tarifa. Ahí se queda. El hombre comienza deslizando sus manos en las piernas desnudas y largas de la mulata. Apagan las luces, ruidos de viejo autobús que se confunden con la música del chofer, fiera música de arrabal.

Todavía hay tráfico. Miles de automóviles como hormigas entran y salen del agujero de la ciudad. Atrás la ciudad y su alumbrado público, atrás la ciudad que palpita ruido, atrás la efervescencia excéntrica del viernes, los antros y los bailes populares atrás.

Lentamente la autopista se convierte en un rugir de camiones con material pesado, como un lento ronquido nocturno que acompaña el viaje. En la primera parada, en un poblado cualquiera Raquel se levanta y busca miradas, ojos que despiertan con la nueva luz del camión, albor amarillento. Más de uno la desea, le hacen gestos y señales nimias, Raquel elige en segundos, camina lentamente en el pasillo, delgada mujer, orgullosa felina enseña su tatuaje, sus piernas, su nalgas esféricas, sus brazos, y otra vez, ¿Está ocupado el lugar? Y enseguida se va con algún obrero o albañil hediondo.

Raquel comienza a platicar, dice que viene de Campeche, cuenta algo muy absurdo, algo sin importancia, acaricia la mano del obrero, luego le recorre el cuello con la punta de la nariz y le besa detrás de la oreja, se murmuran monosílabos, el obrero le acaricia las largas piernas macizas y lame los pezones que besó el otro.

Raquel busca, aprieta, seduce con las manos; a veces tiene que chupar, sus ojos se cierran, se arrugan, se aprietan encima de las sombras azules.

Ella sabe que los viernes son días de cierta riqueza para los viajeros, al menos llevan algún billete que podrían gastar en billar o cerveza y Raquel se aprovecha. Recibe su pago, lo esconde en una pequeña bolsa, monedero de niña, infantil, que acomoda entre sus pechos.

Duerme en camiones, a veces en los paraderos de autobús y con un poco de suerte en algún hotel de un lugar cualquiera, de un pueblo de paso.

Tres horas han pasado desde que subí al autobús y pude dormir casi una hora. El pueblo es silencio y oscuridad renuente de pueblo iluminado en sus calles principales; sobreviven algunos puestos de enchiladas y borrachos vagabundeando, alardeando en el parque, muy cerca de la hilera de cuatro taxis que esperan parroquianos.

Hace frío. La central de autobuses de Apan es un puñado de butacas, lugar polvoriento y pestilente, abandonado, apenas iluminado. Raquel compra chatarra con su nuevo dinero, compra pastillas para el aliento y una botella con agua. Se encuentra con alguien que parece su amiga, se saludan con desdén, brevemente hablan.

Está a punto de salir el último viaje a Puebla, Raquel despide a su amiga que corre para alcanzar en la avenida un autobús que marcha a Veracruz.

Es media noche, estoy en casa.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Mar/05
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