La Otra Vida del Sub
La soledad es el ruido de
los carros que se te empieza a olvidar.
Omar CabezasJosé Álvaro Hernández Flores
La pesadez de la duda se apodera del cuerpo cansado, la noche cae sobre las montañas y la luna vierte sobre su rostro el reflejo de un mundo que no sabe de él. Sentado bajo un árbol la selva se extiende inmensa e impenetrable como la maraña de pensamientos e ideas que esta noche -como todas- esperan la retirada del último rayo de sol para tender la emboscada.
-Ha sido un largo día -piensa, mientras se dispone al ritual diario de sacar el tabaco y preparar su pipa; porque ha de aclararse que en las montañas toda rutina se convierte en ritual, acto que se eterniza entre las sombras para vestir al vacío con otro paisaje distinto al verdeazul de cada jornada. El frío se hace insoportable cuando alcanza a tocar aquella piel húmeda, hinchada por los insectos que ya han comenzado su nocturna labor. El tiempo transcurre lento, resbalando entre el follaje y atrapando cada gesto en la profundidad de la memoria.
Es precisamente en esas horas cuando el abatimiento hace mella en él. Un ventarrón helado asciende hacia el escondite trayendo aromas viejos cargados de rostros e imágenes de las que no quiere escapar: una tarde en el cálido puerto paseando por el malecón, discusiones nocturnas en la casa del comité, rebanadas de pastel, marchas de protesta, chocolate caliente, calles asfaltadas, música de Bach, y luego la figura de una mujer en la que se recrea, imaginándola bella e imponente como el paisaje que hoy le rodea. La otra tierra se desliza entre las cañadas y sube por la montaña reptando entre la maleza como anunciando que el tiempo no es propicio para pensar, para tirar del gatillo de la nostalgia y resarcir las piezas que desencajan porque se tiene enfrente al animal que te traga de noche, ese que te mata de a poco en estas noches de viento y que solemos llamar selva porque no hay otro nombre más vasto capaz de comprenderlo todo. Es entonces cuando el espíritu flaquea; el sub retiene el humo en la boca y en la espesura de aquel sabor delicado, imagina que regresa para responder que no, para cambiar el curso de la historia, salir de la humedad en que se encuentra y verse acompañado de alguien con quien se pueda soñar, hablar de libros o simplemente reír como se ríe allá afuera, muy lejos de aquí.
Lo devuelve a la realidad un crujir de hojas sueltas y una sombra amenazadora que se acerca. El fusil está fuera de su alcance, por un instante se siente perdido, el corazón le da un vuelco cuando la idea de ser engullido por el animal le parece un alivio, el epílogo eficaz para una fuga pactada. Silencio absoluto: la selva parece haber engullido de un bocado a las ruidosas aves que nunca duermen, tan solo el sonido del agua corriente acompaña al suspiro de alivio que interrumpe la inquietante calma. Jacinto, el niño tzotzil que siempre lo acompaña, sale de entre las ramas y se acurruca entre sus piernas. -Tengo miedo -aduce como justificación a su presencia, y recibe una caricia por respuesta a la vez que el guerrillero descubre torbellinos que le revelan el sentido secreto de la palabra temor.
Busca entre sus ropas un fósforo y mientras enciende el poco tabaco que le resta, sonríe plácidamente ante lo precario de su situación. Aspira con avidez el aroma del humo y de nuevo se transporta hacia su otra vida, la otra en que vive desfasado e inmerso, cual si fuera remedo de una misma existencia, lejos de la contienda aún sin librar y el sueño convertido en pesadilla que parece no terminar jamás.
A la madrugada, el fragor del combate nocturno, ese que se libra en las horas más acalladas, dejará una mañana apacible en donde habrá de recapitular y hacer acopio de fuerzas para continuar su lucha. La noche ha quedado lejana y el color del día lo invita a comenzar de nuevo, a estirar los brazos y ajustar las botas para emprender la marcha. El sol de la mañana disuelve el vapor que la tierra emana, y al tiempo que el sub camina sin prisa, su mente repasa una vieja idea: no hay nada como la brisa, ese airecillo húmedo que se estrella en el rostro para sacudir la piel de tan distantes recuerdos.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/00