Datsun 1969

Óscar Wong

Como un enorme gato Antonio se desperezó sobre el volante, después quedóse viendo el faro rojo que parpadeaba momentáneamente antes de pasar al verde. Accionó la palanca de velocidades y el Datsun modelo 1969 arrancó con un bufido ronco. El coche respondía a los continuos cambios de su conductor, como el caballo a la rienda del jinete, sin reparos ni relinchos, tal vez como esos papalotes que, al menor movimiento de la mano, suavizan su dirección pese a los golpes de viento, mientras el sol festeja la brillante libertad que emerge de la cauda. Lo había comprado con desvelos, noche tras noche, hasta completar el dinero exigido por la dueña, una obscura muchacha clasemediera que pugnaba por salvar a su padre del escándalo. Antonio aprovechó las circunstancias, los ocho días de plazo que le dieron para liquidar la hipoteca del anciano y ahora el nuevo dueño del automóvil sonría de satisfacción al contar su hazaña y las cualidades de la compra. Una parvada de palomas blancas, diminutas, escapó por la ventanilla derecha cuando la mano golpeó el cristal.

- De niña siempre me gustaba hacer trocitos de papel -rió Judith a manera de disculpa. Sus manos juguetearon con la llave del encendido; después se posaron sobre la palanca accionada en tercera. Paulatinamente la muchacha iba tejiendo la red que aprisionaría al felino en ese callado y delicioso juego adolescente, según se presentaran las circunstancias. La jovencita conocía a la perfección las reglas a seguir, alternando el papel de víctima y verdugo. Antonio sabía corretear tras la madeja sin peligro de enredarse. Es cierto que en ese momento ninguno de los dos sospechaba la sutilidad de las señales, los designios que de alguna manera confluían en el cochecito marrón que circulaba de este a oeste por la Avenida Montevideo, porque los ojos estaban pendientes del tránsito que embestía sordamente con un rumor igual al de los albañales tapados que eructan con rebeldía, o a las aguas del mar chocando contra el rompeolas; las manos jugueteaban con el llavero, que se movía acompasadamente de acuerdo a la velocidad del auto.

Atravesaban el parquecito que divide Montevideo e Insurgentes con el ánimo floreciendo en sus pechos. Las manazas aferradas al círculo metálico, emitiendo obscuramente los signos, los vericuetos por donde se reúnen las probabilidades, las ecuaciones que van del cero al infinito, sintiendo que en ese simple acto mecánico convergen la charla amigable, la potencia del auto, el dominio enérgico del conductor y el cierre inesperado, brusco, de las puertas de la ensoñación frente al camión materialista que está a pocos metros de la defensa del Datsun, entre las maldiciones del claxon que protesta, la mentada de madre del manejador y el chillido histérico de su hermosa acompañante. El tono de la voz había bajado antes de producirse la respuesta. Sin embargo ascendió nerviosa, balbuceante, como las volutas del cigarrillo con filtro de Judith, quien trataba de calmar los nervios.

- Un campo de espigas bajo los efectos lumínicos de la aurora. En medio una mujer rubia de cabellos largos, rojizos, que son al mismo tiempo las espigas y las raíces de la mujer, símbolo de algo o de alguien...

Judith sonrió al imaginar la pintura ya colgada sobre la chimenea de su casa.

- Espero que no quede en promesa -dijeron los ojos verdes de la chica, aunque la frase quedó aprisionada en algún recodo de la garganta, columpiándose en la lengua, en la atmósfera que la envolvía.

- Sí, ese cuadro será mi Obra Maestra, la que tanto he perseguido y que, empero, se me niega, se resiste a la pincelada, al momento sublime de la creación -confirmó Antonio exaltado.

El ronroneo del motor, la voz profunda que viene de la oquedad o del cansancio, aletargaron a la joven, en tanto el Datsun se internaba por estrechas calles arboladas, silenciosas pese a la hora. Arriba, como viejo pajarraco, el sol bostezaba ante las sombras que furtivamente se adentraban en la pesadez de los párpados, en el bostezo reprimido, en el frío que penetraba hasta los huesos. Judith corrió las ventanillas. Pardas tonalidades, en ocasiones rojizas, bermejas, adquiría la tarde, semejando un gigantesco incendio en el horizonte.

- Una vez pude reflejar, concretizar la hermosura del crepúsculo en la tela. Me dieron una miseria por el cuadro. Y eso que lo hice en acrílico. Ahora debe colgar en la sala burguesa, insultante, de algún imbécil con intenciones de político -masculló Antonio decepcionado y agregó.

- Si los grandes maestros renacentistas vivieran en esta sociedad de consumo, harían pósters para sobrevivir y posiblemente trabajarían como dibujantes de historietas o en una agencia de publicidad...

Ella no captó la intención, la amargura de la expresión porque sus enormes ojos verdes quedaron suspendidos en ese pequeño espacio vacío de respuestas, como palabra-anguila, escurridiza, que espera ser atrapada, contraída en la conversación cada vez más lejana, más ausente, igual que el Datsun comprado con sacrificios, con la sangre de Antonio que escapa por las heridas. El llanto se confunde con los alaridos de la ambulancia mientras se acercan al final del viaje. Inmóvil, apagada, Judith observa al médico que mueve la cabeza negando todas las posibilidades. Sus manos, pálidas, se crispan. Vuelve el rostro con resignación y suspira, mientras se enfrenta a la realidad: como un enorme gato Antonio se desperezó sobre el volante y sonrió, después quedóse viendo el faro rojo que parpadea momentáneamente antes de pasar al verde.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 09/Ene/04