El Pasillo Oscuro
"... y me encerré en mi recámara a esperar que la
tormenta pasara (todas terminan por pasar)."
Ignacio SolaresArturo Guzmán Martínez
Ana espera a Paco sentada en el último escalón con las manos muy cerca del rostro, adivinando en la penumbra el flamante trazo de sus uñas largas. Desea con inquina roer, mordiscarlas, pero no lo hace. Es un compromiso consigo misma. Quiere adueñarse del barniz rojo que vio en el autoservicio y alardear. Va a cumplir dieciséis y se siente obligada a lucir como una mujer mayor. De súbito, la desconcierta el gorgoteo que produce un remolino de agua bajando por el caño y vuelve la cabeza. En el pasillo no se distinguen realmente las cosas: todo es sombras de objetos, como si estuvieran al revés, con la entraña vuelta hacia el aire. La bombilla está rota y en esa opacidad resulta imposible precisar la hora, el tiempo se aletarga acurrucándose en las lozas pringadas del suelo, en los ángulos desconchados de las paredes, en la pintura rajada.
Paco, pensativo, viene ascendiendo la escalera. Se acaricia la mejilla y con las puntas de los dedos percibe la sutil aspereza de una barba inaugural. Luego enmudece sus pasos para que Ana no lo escuche. Quiere sorprenderla, pegarle un susto. Desde la oscuridad del descansillo largar un grito y... Sonríe malicioso anticipando la broma.
De los departamentos insomnes huyen los ecos que engendra la marcha de la cotidianeidad: fútbol narrado con ardor, el llanto inagotable de un niño, cumbias con acento colombiano, chillidos, una voz iracunda, el reclamo perentorio de un teléfono y la belicosa actividad de la bomba del agua. Todo se desplaza lábil hacia la misma noche de un día cualquiera.
Ana da un salto y se lleva las manos al pecho. Paco ríe a carcajadas. Eres un imbécil Paco, dice y le tira un manotazo. Después se besan en los labios con mucha fuerza ignorando al resto del mundo.
Ana vive con su madre. Su papá se fue hace años y ni quién quiera saber algo de ese cabrón dice Doña Ana, que todavía resplandece en sus vestidos formales. Doña Ana trabaja en una oficina del gobierno. Se acuesta con un par de burócratas aburridos que a veces le regalan dinero y siempre hablan de lo mismo: que si las esposas son una desgracia, que si los hijos los tienen hartos, que se hacen viejos, que si la fatalidad... Le hablan como en las telenovelas: entre las sábanas, después del coito. Ella tolera paciente esos monólogos insulsos porque acaba de tener un orgasmo y está relajada. Y los soporta mejor, e incluso se permite encajar algún comentario que considera sesudo, cuando su presupuesto escasea y necesita el dinero. Ahora Doña Ana está en el departamento haciendo cuentas, pensando que este mes no habrá problemas para cubrir los gastos y percibe distante su entrepierna rozada. Por la tarde fue a un hotel barato con uno de sus amantes en vez de ir al salón de belleza como de costumbre.
En el pasillo Paco tiene la mano bajo la blusa de Ana y le soba los pechos. Lo aturde la textura de los pezones, la morbidez que recubre las aureolas. Ana agacha la cabeza, la deja caer en el hombro de Paco y acerca más su cuerpo. Con el vientre alcanza a percibir el miembro endurecido e instintivamente mece las caderas. Todos los sonidos del edificio se enturbian en un suspiro armónico. Ana desliza el brazo y soba con fruición.
Paco vive en la planta baja. Su padre es contador y su mamá, según palabras del propio Don Paco, es una güevona que nunca tiene la comida lista ni la ropa planchada, se la pasa todo el santo día frente a la pinche televisión y está hecha una cerda. Pero ella es muy cariñosa con Paquito y siempre le da algo del dinero que le sobra. Le gusta verlo bien vestido porque así luce mejor. ¡Su hijo tan guapo! Cómo fue a fijarse en la hija de esa piruja del tercer piso, se pregunta, la niña no está tan fea pero lo puta se hereda. Ah, pero Paquito no quiere entender.
Doña Ana sabe que Ana está con Paco en el pasillo. No es ninguna tonta y se imagina muy bien lo que han de estar haciendo: si hasta cree que debería salir y agarrarlos en pleno faje para quitarles lo cachondo. La verdad es que siente envidia, unos celos pacíficos de la juventud, del candor de ese encuentro elemental que deben estar experimentando. Ya no recuerda cuando fue la primera vez que un hombre la tocó pero guarda la incierta memoria de algo bello.
Ana tiene la mano dentro del pantalón de Paco y una forma nueva de asombro la obliga a explorar el miembro duro. Su calzón está mojado y la embarga una languidez difusa.
Teresita, la mamá de Paco, llora ante la última escena de la telenovela. No puede creer que ese hombre guapo y rico desdeñe el amor de una chica tan buena y bonita sólo porque es pobre. Al mismo tiempo desliza la plancha sobre una camisa. Durante los comerciales se le ocurre que Paco es el hombre de la historia: rico, apuesto, rechazando mujeres hermosas. Está escena, al contrario de la otra, la enciende en orgullo. Paco sí conocerá lo bueno de la vida, piensa, por eso debe estudiar mucho, para llegar a ser alguien.
Paco se lleva los dedos a la boca y prueba el flujo de la vulva de Ana. Tiene un sabor curioso, incitante. Ella gime bajito y no encuentra fuerza para negarse a las caricias bruscas, a la miopía de esas manos rudas. Imposible deshacerse de la curiosidad, del placer ignorado que ahora estalla en cada roce, en cada presión. Cómo decir no al cordial que se introduce en su vagina. Nada más contener un pujido y cerrar los párpados con fuerza.
Doña Ana asegura que su hija tiene un gran porvenir y la exhorta constantemente a no flaquear en los estudios. Échale ganas al inglés Anita, dice cada vez que la descubre con la mirada perdida en la ventana, entonces le pellizca la mejilla con más ímpetu del que requiere un gesto cariñoso. Su ilusión es que Ana sea secretaria bilingüe en uno de esos bufetes tan distinguidos de Polanco, que se case con un licenciado próspero y galán. Ana es muy bonita y cuando se viste seria tiene mucho porte, hasta se ve fina. Va a triunfar y Doña Ana también a través de ella, porque los logros de los hijos encumbran a los padres.
Pero aquí no, dice Ana con voz entrecortada. Está oscuro, ¿quién nos va a ver?, contesta Paco sin detener las caricias. Ella aprieta los puños cuando él pasa las manos bajo la falda y de un jalón le baja los calzones. La noche avanza, los ruidos del edificio decrecen.
Don Paco abre la puerta del departamento y se asombra al encontrar a su mujer planchando. Entra al baño sin decir una palabra. Hace tiempo que dejaron de saludarse. Hablan lo necesario, nada más. Recargado en el lavabo admira su rostro en el espejo. No es mal parecido. Las mujeres en la oficina le hacen caso, sobre todo porque lo encuentran simpático. Siempre tiene la broma apropiada. Pinche bufón, dice Teresita cuando hace reír a la gente en su presencia. Qué gorda está Teresa, piensa Don Paco, es que nunca pone un pié fuera de la casa y no se quita ese mandil aunque se caiga la tierra. La equipara con sus compañeras de trabajo, siempre tan bien vestidas, con el maquillaje adecuado, delgadas y Teresita pierde. Don Paco confía en que Paco conozca otro tipo de mujeres, la niña del tercer piso no está mal pero... Mira de nuevo el espejo y comprueba, orgulloso como siempre, las semejanzas que su unigénito le ha heredado.
Paco no necesita una explicación, el placer es inmediato y el instinto le hace mover las caderas de atrás hacia delante, un metrónomo su pelvis. Ana quisiera quejarse, gritar, pero sabe donde está. El vientre le duele, la están abriendo, se siente como un pollo al que el carnicero mete las tijeras y parte por la mitad. Ana no sangra, sólo puja, respira hondo y sufre; esperaba que el sexo tuviera algo más, que fuera hermoso, el umbral de algo sublime. El pasillo está oscuro. Paco presagia el chorro de esperma y enseguida se vacía en las entrañas de Ana. Queda quieto, piernas trémulas, pupilas dilatadas. Para ella todo ha sido demasiado violento aunque sus palabras no alcancen para definir la insatisfacción. Con un solo movimiento se sube los calzones. Luego observa a Paco, atontado, que tiene la mirada perdida en la penumbra.
Doña Ana abre la puerta y sin asomarse llama a su hija: Ana, ¡métete!, ya es bien tarde y mañana tienes que ir a la escuela.
Paco está torciendo la comisura de los labios, parece sonreír. Ninguno sabe qué se dice ahora. Ocultando la mirada, Ana se despide con un beso frío. Paco no lo entiende.
Ana azota la puerta sin poner atención a los regaños de su madre. No tengo hambre, contesta y va a su cuarto en silencio. No enciende la lámpara del buró. Tendida en la cama, adolorida, llora y, sin darse cuenta, mordisquea sus uñas.
Paco baja las escaleras con las manos en las bolsas, aturdido. Entra al departamento. Don Paco cómplice le guiña un ojo y Teresita lo observa con un ligero reproche. Cenan en silencio. Paco se levanta de la mesa, hasta mañana, dice y cierra la puerta de su recámara. Desnudo sobre la cama, sin poder dormir, rememora. Una erección lo asalta y comienza a masturbarse.
Ana no trabaja. Se la pasa el día encerrada (su suegra es una bruja), viendo telenovelas en el cuarto que solía ser de Paco cuando soltero. Ahora, con los ojos clavados en la pantalla, está amamantando a su segundo hijo. Dos y aún no cumple dieciocho. Paco no quiere usar condón; a ella, las pastillas le hacen daño. Su mamá se mudó y no la visita, en realidad ya no le habla. Ana está de malas.
Don Paco casi nunca está en casa, no tolera los chillidos de sus nietos. Paco no pudo terminar la preparatoria, no soportó la presión a pesar del llanto y las súplicas de la señora Teresita. Desde que se casó con Ana, en varias ocasiones, antes de regresar de la fábrica en que se desempeña como contador auxiliar y hacer frente a la monotonía de la recámara y a la expresión abúlica de su esposa, Paco se ha ido de putas. Ahora, mientras espera el arribo del metro, se le ocurre que acaba de cobrar y no es mal día para una juerga. Las putas no siempre lo complacen porque lo que él quiere es hacerlo en un pasillo. Ana está hecha una cerda, piensa y, resuelto, aborda el convoy.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ago/01