Pasión de Cristo

Juan Manuel González

Levantándose solemnemente entre el bullicio de una de las avenidas principales de la ciudad se encontraba la iglesia de la Pasión de Jesucristo. Diariamente veía pasar a miles de transeúntes que en su caminar apurado habían perdido la costumbre de presentar sus respetos desde hace algunas décadas. Las miradas clavadas en la acera eran como una majadería para la imponente arquitectura barroca que había abandonado con los años la esperanza de llamar la atención. Escondido entre el excremento chorreado de sus bajorrelieves seguía guardando el recuerdo de alguna época en la que sus gárgolas habían escoltado a las personalidades más importantes. De esos años quedaban memorias aisladas, retratadas en los escalones desgastados y grabadas en los chirridos de sus pesadas puertas. De su anonimato pocas eran las historias que podían aún ser contadas con coherencia y una de ellas era la de sus portones.

Por los años en que su obra fue encomendada al grupo de artesanos locales los lineamientos para su construcción fueron muy bien determinados por el Arzobispado, pero los portones que la dividirían de la calle nunca fueron planeados. Tiempo después, cuando la revolución la convirtió en trinchera nadie cuestionó la generosidad de quien decidió reforzar la seguridad con sendas puertas férreas para por lo menos darle que pensar a los liberales antes de intentar un asalto.

Cuando los años de alboroto y lucha acabaron vino una crisis aún peor, la de la apatía del pueblo. Para ese entonces su suerte estaba echada. El paso del tiempo se encargó de borrar su historia de la memoria colectiva. Nadie recuerda con exactitud que fue lo que pasó en los años intermedios, pero de seguro no fue obra de un hombre común.

Su minuto de fama se dio cuando la misa de un domingo acabó en escándalo al descubrirse que sus portones principales ocultaban un diseño peculiar. Nunca antes alguien se detuvo a estudiar sus siluetas hasta el día en que durante la homilía se oyó a alguien gritar milagro. Todo el mundo salió corriendo y encontraron los hierros de los portones principales retorcidos en formas imposibles que narraban indiscutiblemente cada una de las escenas de la Pasión de Cristo. Ninguna de las escenas era mayor de unos pocos centímetros, pero cada rincón de la reja había sido deformado. Pareciera como si la locura de Munch se hubiese poseído de los irregulares diseños de metal y en su angustia por seguir los pasos del maestro cada una de las curvas terminara por consumar el tributo de manera prodigiosa. Los personajes de cada uno de los cuadros tenían toda la desesperación de "El Grito", lo cual hacía la revisión minuciosa de la historia narrada una experiencia escalofriante. Nadie volvió a persignarse a la ligera dentro de sus muros.

Pero de esos años sólo quedan los portones que, actuando como filtro de historias, dejan pasar apenas un ligero esbozo de la otrora majestuosa iglesia.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Abr/00