Hielo
Fernando C. Pérez Cárdenas
Jacobo Ortiz Ulm observó con detenimiento a cada uno de los integrantes del pelotón de fusilamiento y luego escupió con desgano, contemplando cómo su saliva levantaba polvo al golpear el sucio suelo de adoquines rojos. El presidente se situó detrás de los mal uniformados soldados, sinceramente deseando que Jacobo se decidiera a hablar, que explicara que todo había sido un malentendido. Mas éste miraba tranquilo al firmamento, como adivinando formas en las escasas nubes que manchaban la bóveda azul. Exactamente a las doce, un irregular sonido proveniente de las múltiples descargas de fusiles indicó que todo había terminado: Jacobo se despidió de la existencia con la mirada clavada en el cielo capitalino.
José Eduardo Falcón, presidente constitucional de México, le comunicó al cochero que en lugar de abordar el carruaje caminaría hasta Palacio Nacional. E insistió en que lo dejaran solo. Una caminata de media hora al lado de las abandonadas vías del hoy difunto Levi-Mex-Tren no le caería mal. El mismo recorrido le hubiera tomado no más de seis segundos tres meses atrás, a bordo de uno de los vehículos que se deslizaban sobre una película delgada de aire, levitando a lo largo de rieles superconductores. Desafortunadamente aquéllos eran otros tiempos, antes de que todo se lo llevara la chingada, pensó. Aunque casi un total ignorante del pasado del país, comprendía que la historia nacional estaba salpicada por una larga sucesión de derrotas militares y desastres financieros. Cuando los mexicanos más seguros estaban de alcanzar un lugar relevante y definitivo en la escena mundial, algo los devolvía a la insignificancia. Después, todas las energías las gastaban en encontrar culpables. ¿Sería Jacobo en verdad inocente, como veladamente se lo habían sugerido voces que adolecían de convicción? ¿A quién se refirió aquella vez? Eso ya no importaba porque de todas maneras Jacobo sería recordado como un traidor a la patria. Una patria que en su momento de gloria recorrió el espacio interplanetario en veloces cohetes nucleares y que hoy no avanzaba más rápido que un cansado burro.
A medio camino, José pudo divisar un imponente y moderno edificio que hasta recientemente había pertenecido al departamento de planeación del Centro Espacial Mexicano (CEM). En los buenos tiempos, ahí se diseñaban las naves siderales con las que la humanidad conquistó los más remotos parajes del sistema solar. Épocas en las que Jacobo, director de dicha institución, era una figura relevante del país. En la espaciosa estructura germinaron las ideas que hicieron posible los vehículos a propulsión que impulsaban el prestigio y bienestar de los mexicanos a insospechados niveles.
También ahí se inició la debacle nacional.
No cabía una persona más en el auditorio del viejo edificio del CEM cuando el presidente de la república anunció desde el podium que el presupuesto para la ciencia y tecnología se incrementaba cinco mil por ciento. Todos los centros de investigación contarían con instalaciones dignas del primer mundo. Inaudito: el gobierno le apostaba a la investigación científica. Los descendientes de los aztecas no solamente seducirían al mundo con sus canciones y poemas; ahora se aprestaban a participar en el desciframiento de los más ocultos secretos del Universo. Terminado el discurso presidencial, José Eduardo se dirigió a platicar con los principales investigadores del país, quienes se veían felices tomando vino y engullendo trocitos de queso. Después de repartir promesas y escuchar anécdotas por media hora, por fin pudo hablar con Jacobo. Disculpándose con los demás, tomó a éste del brazo y se lo llevó a una sala de conferencias, para conversar a solas.
El semblante de José se tornó serio. Sin dar explicación, extrajo de su saco una fotografía publicada en la revista Ciencia Sideral y la colocó sobre una mesa ovalada. Señaló un puntito que apenas se distinguía en la imagen estrellada. Preguntó:
-¿Sabes qué es este pinche objeto?
-Por supuesto. Es el Cometa Juárez. Mi grupo de científicos lo descubrió. Lo podrás observar a simple vista en cinco años, cuando se aproxime más al Sol.
La preocupación de José Eduardo pareció dar paso al alivio. Tomó a Jacobo por los hombros.
-¿Quieres decir que es un cometa mexicano?
-No mames, José. Bien sabes que pertenece al patrimonio universal de la humanidad.
-Necesito que lo traigas...
-Estás chiflado... ¿Para decirme esta mamada me trajiste aquí? Ya ni la chingas...
-Es en serio. Mi esposa lo quiere para la casa que construimos en Cuernavaca. Sé que corremos el gran riesgo de que alguien nos descubra, pero créeme que le tengo más miedo a ella que a todos los países juntos. No quiero pensar en lo que sucedería si nos sorprendieran apoderándonos de un objeto del cosmos, pero he decidido jugármela.
-Espérame aquí.
Jacobo salió y regresó en dos minutos con unos diagramas:
-¿Ves estas curvas? Son los espectros del cometa. Por medio de ellos te puedo decir, con mucha certeza, de qué está compuesto. Aquí tienes la composición. ¿Ves? Es un trozo de hielo sucio. Hielo. Agua. Agua contaminada por elementos comunes en la Tierra. Dame unos días y mis químicos te construirán una réplica. Mándame un refrigerador y se la llevamos a tu vieja. Le dices: mira, nos costó millones el viajecito pero aquí tienes tu estrellita. Sencillo, ¿no?
-Sí, construye esa réplica... -dijo el presidente, pensativo-, pero luego vas al espacio y la cambias por el original. ¿Qué tal si ella se entera de que la quise hacer pendeja? ¿Te imaginas? No discutamos más. Sé que cuento contigo, me lo dice esa larga y entrañable amistad que nos une. Ármate un plan y comunícamelo mañana. Por dinero no pares.
Y salió apresurado de aquel lugar para dirigirse al Palacio de las Bellas Artes a la coronación de Miss México.
Cuatro años después, José Eduardo observó en la pantalla de la televisión al Transbordador Guadapulano en su base de lanzamiento, listo para zarpar e iniciar un largo recorrido. Esa imagen nocturna era una prueba irrefutable de la capacidad innovadora del intelecto mexicano. Oficialmente la misión se limitaba a medir el viento solar en la región de los asteroides; el verdadero objetivo era conocido tan sólo por el presidente, Jacobo, el jefe de la tripulación y otros pocos. Como todo parecía marchar perfectamente, José Eduardo decidió irse a dormir, ya que el despegue estaba programado para las siete de la mañana.
A las siete y media, el sueño tranquilo de José fue interrumpido por una llamada telefónica.
-Señor presidente, ha ocurrido algo terrible. Los europeos descubrieron nuestro plan...
-¿Y...?- preguntó el presidente todavía medio dormido.
-Derribaron el Transbordador Guadalupano tan pronto alcanzó la estratosfera. Perdimos toda la tripulación...
Ignorando el escándalo internacional en el que el país se encontraba envuelto, José citó a Jacobo en su oficina cuatro días después.
-La Primera Dama no se resigna, Jacobo. No se resigna...
-De ella te quería hablar, José. Un reporte de inteligencia indica que ella le presumió a la esposa del embajador alemán lo del cometa. Por eso se enteraron.
-Bueno, ya sabes lo orgullosa que se siente de todos los logros de mi administración. En fin, esas cosas pasan.
Perplejo, Jacobo observó al presidente buscando con tranquilidad algo en su repleto escritorio. Satisfecho, sacó de entre la montaña de papeles un calendario. Lo estudió con calma. Sin levantar la vista interrogó:
-¿Para cuándo crees poder tener lista otra nave espacial? Es imperativo conseguir el cometa.
-Imposible, las Naciones Unidas han impuesto una moratoria a todos los vuelos espaciales mexicanos.
-¡Me vale madres! Prepara la misión. Si es necesario, le declaro la guerra al mundo entero.
José Eduardo Falcón aceptó el cese al fuego cuando ya la infraestructura científica y tecnológica de México estaba totalmente destruida. La tarde del 18 de junio del 2043, después de firmar el Tratado del Cerro del Chiquihuite, el cual establecía los términos de la paz, el presidente reunió a su gabinete para discutir los planes para reconstruir el país. Ese mismo día convocó a los medios de comunicación para que esparcieran la voz optimista del gobierno mexicano a todos los rincones. Sus palabras fueron las primeras en escucharse en medio de la ruina. Habló de un futuro glorioso, del seguro regreso de la nación al club de superpotencias, de nuevas aventuras espaciales, del lugar relevante que el estudio de los cometas tendría dentro de su programa científico. Enseguida, el secretario de economía apuntó que la situación de México era favorable en lo macroeconómico. Y así, cada alto funcionario describió un panorama optimista. Ahora era el turno de Jacobo, quien se veía bastante incómodo. Aunque sabía que las cámaras de televisión transmitían su imagen a todo el mundo, empezó a llorar. Fue un llanto silencioso. Derramaba copiosas lágrimas. Para él, un hombre nunca debía perder la compostura, mucho menos en público. Se quitó los lentes para tallarse los ojos. Sin éxito buscó un pañuelo en los bolsillos. Clavó la mirada en los apuntes que tenía enfrente, pero no dijo nada. Cuando el siguiente orador se disponía a hablar, los micrófonos de alta tecnología alcanzaron a recoger las últimas palabras que Jacobo balbuceó antes de sumirse en el silencio que lo acompañaría hasta la muerte:
-Pinche vieja...
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03