100 gatos
Pablo Lores Kanto
Iba por la calle recogiendo gatos. Los recién nacidos y los sarnosos. En fin, todo lo que maullara. Por eso le decían la Loca de los Gatos. Es de suponer que la vivienda de alguien así reciba el apodo de su propietaria, una anciana anoréxica con un par de charcos de tristeza en la mirada.
Me dijeron que doblando la esquina estaba la casa de la Loca de los Gatos. Sabiendo de su piedad, le llevaba un gato callejero que había rescatado de las manitas de unos niños incapaces aún de distinguir una travesura de una maldad.
Toque con insistencia el portón. Era una finca inglesa levantada en Magdalena Vieja allá por los años Veinte. Estaba al borde del acantilado, desamparada, derruida por ochenta años de brisa marina, neblinas y garúas.
-¿Qué quiere? -se oyó una voz hosca al otro lado del portón. El maullido del gato la persuadió. Corrió los pestillos y por un resquicio pude ver sus ojos desconfiados.
-Este gato necesita de usted -le dije.
-Apesta a kerosén-dijo la vieja.
-Unos chicos le querían prender fuego- le expliqué.
Me hizo pasar y el jardín que circundaba la casa estaba poblado de gatos y en la sala, donde luego me sirvió una infusión de te, canela y anís, los gatos retozaban a sus anchas en sofás, sillas, alfombras y ventanas.
-¿Cuántos gatos tiene?
-No sé, quizá cien o más. Ya no los cuento- dijo en tanto curaba las heridas del gato recién llegado- Se pondrá bien. Con un baño le quitaremos el kerosén. Fue y al rato volvió de la cocina con una batea con agua tibia y una pastilla de jabón.
Una mañana se oyó un disparo. Incapaz de enfrentar un desfalco y restituir su buen nombre, honor y reputación, su padre se había suicidado. Sólo entonces se enteraron de que estaban en bancarrota. Las tierras en provincias y las propiedades urbanas les fueron embargadas y apenas lograron retener la finca inglesa, en donde, a los pocos años, su madre moriría de pena.
Germán, su hermano mayor, estudiaba en Europa y se quedó varado con la quiebra del negocio familiar. Luego, Alemania invadió Polonia y nunca más se supo de él. Ella, en cambio, se había casado con el hijo zángano de un acaudalado que esperaba sumar a sus arcas la fortuna de su nuera. Viendo que había sido un mal negocio, el acaudalado logró que su hijo se divorciara para volverlo a casar con una mujer de su clase, círculo y fortuna. En esa época Lima se movilizaba en tranvías.
Encontró en las copas el bálsamo a su soledad. El alcohol le hizo remontar las calles, los bares y las cantinas; le encantaba el aturdimiento que provoca la embriaguez, la llana algarabía que produce la batahola del brindis, y así fue disipando el esplendor de su belleza, consumiendo en juergas sus encantos, rifando su cuerpo por una migaja de cariño y de besos. Sí, juntas andaban ella y su tristeza.
Una madrugada de vómitos se miró en un espejo. El espejo le devolvió la piltrafa de una mujer incapaz de fijar la atención ni mantener el pulso firme que requiere un colorete al deslizarse por los labios. Caminó sin rumbo pero el rumbo tenía como destino los acantilados. Desde las agudas rocas de la orilla del mar donde las olas se despedazan, se vio a una mujer en el filo del precipicio. Demasiado al borde para que se tratara de alguien ensimismado en la visión que produce el horizonte al alba.
-Fue entonces que sentí un movimiento tibio rozando mis tobillos, y lo que se movía y daba vuelta alrededor de mis pies desnudos, tenía cola, ojitos y bigotes. Me estremecí. ¿Un poco más de té? -interrumpió su relato.
-No, gracias- le respondí. Tenía a la anciana al frente, sentada con un angora color caramelo sobre el regazo. Le acariciaba el elástico lomo.
-Lo aparté de una patada -continuó la vieja- pero el gato insistió. Buscaba el calor de mis pantorrillas, la caricia de mis manos. Era muy pequeño, de color pardo, quizá tenía seis o de repente ocho semanas de nacido. Me enojé. Estaba aún ebria. Le aparté de un puntapié y el gato fue a caer al precipicio. Sólo entonces recapacité en lo que había hecho. Pasmada no me atreví a mirar hacia el abismo. De pronto, unos maullidos desesperados treparon por la pendiente. El gatito estaba vivo en una leve saliente. Me arrodillé y estiré el brazo lo más que pude y lo rescaté. Sólo entonces me di cuenta de que yo no le había rescatado, sino que él me había salvado la vida.
-¿Si encuentro otro gato lo recibirá?
-¡Por supuesto! Esta es la casa de los gatos.
Oscurecía y para la anciana ningún gato era pardo en la noche. Al menos, los suyos. Caminando por el jardín iba nombrando a cada uno de sus felinos: esa es Rascuacha. Aquél, Encuentro. El otro, Armando. El de allá, Keke. González es el que allí salta; y ese otro, chusquito, se llama Kirin. El gordito que viene, Rodolfo... Y así, juntos llegamos al portón de la calle. Le agradecí el té.
-Por favor, visíteme -rogó la viejita.
-Claro que lo haré- le prometí.
-Como verá -dijo echando otro vistazo a su jardín- tengo aquí más de cien razones para seguir viviendo.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06