Polilla
Pablo Garssía
Ahí estaba el Polilla, con su rostro moreno y sus eternos pantalones sucios, con sus pies encerrados en sus zapatos desgastados, y sus puños, gruesos y fuertes, dentro de las bolsas del pantalón, a causa del frío.El día era muy joven todavía, pero un dolor que muy probablemente significaba hambre le inundaba el estómago al Polilla. La noche anterior no había disfrutado de bocadillo alguno y sus pensamientos más íntimos se centraban ahora en hacerlo lo más pronto posible, a como diera lugar. Sacó sus manos de las bolsas, se frotó la nariz, y le extendió el brazo izquierdo a una señora que caminaba rápidamente sobre la acera. Ella no le prestó atención y, con la mirada puesta en el suelo que pisaría más adelante, siguió caminando apresuradamente. Polilla metió otra vez sus manos a las bolsas laterales del pantalón y se recargó en la pared.
El voceador de la esquina estaba llegando y traía consigo varios kilos de papel periódico. Mientras abría su local de lámina estancado casi al final de la cuadra, Polilla lo observaba. Aquel sujeto le era familiar; lo veía casi todas las mañanas mientras desamarraba y ponía sobre una pequeña mesa los periódicos de cada día. Era un hombre anciano y huraño, de cuerpo enclenque y espalda jorobada, quien, cierta tarde en que empezaba a recoger los diarios que no se habían vendido, se percató del desamparo de Polilla y le dio unas monedas. Polilla pensó en ir y pedirle alguna limosna esta mañana, pero no lo hizo; sólo se acercó al local y empezó a mirar con mucho detenimiento las revistas que estaban colgadas en la parte superior del local. Raras veces Polilla hacia eso, ya que es una actitud propia de una persona que seguramente va a comprar alguna de ellas y él...
Entre las publicaciones, había algunas que llamaban la atención de Polilla por los colores que resplandecían sobre sus portadas, sin embargo, la que más le causó admiración fue una que, precisamente, carecía de papel brillante o de colores atractivos. Era una revista rara; tenía enormes letras negras que Polilla no entendía y una amplia fotografía del cadáver de una señora con las orejas cercenadas y los ojos destruidos. "Marido troglodita" decía el encabezado.
El viejo voceador, notando que Polilla se encontraba perplejo y atónito, posó su mano en uno de los hombros del niño, pero no dijo "¿Te gusta?... si quieres, te puedo mostrar otras más bonitas que tengo allá dentro", no, al contrario, su voz grave y rasposa le expresó con cierto desagrado que eso era sólo para gente grande, que no era bueno que un niño se interesara por la sangre y los maridos trogloditas. Polilla, observándole a su interlocutor el bigote gris que tenía sobre los labios y que lo hacía parecer siempre enojado, dio media vuelta. Con sus cicatrices en la frente y sus dientes corroídos en la boca, sereno y sin decir palabra, empezó a caminar de nuevo. Pero, antes de que bajara de la acera y cruzara la avenida, el voceador le habló de nuevo. Sacó debajo de la mesita un vaso desechable cuyo contenido expedía vapor incesantemente y se lo puso en las manos a Polilla. Después de haber sido atacado por un par de sorbos del viejo, el café ayudó a Polilla no a aminorar su humilde apetito, sino a disimular un poco el frío que le recorría el cuerpo mientras caminaba sin prisa por la calle, con las luces de los autos golpeándole su rostro desencantado.
Es Octubre y a Polilla ya no se le ven las marcas de su cabeza. Su cabello está crecido y su barba también. Hace algunos años abandonó su sobrenombre y su infancia; ahora se llama Ignacio y parece que, junto con la edad, le ha llegado un poco más de suerte en la vida, si es que se le puede llamar "suerte" al hecho de no sufrir más por el más extremo apetito, por el frío paralizador que uno siente al verse solo ante el mundo y por la tristeza de ver sólo eso, un impresionante mundo ajeno, lleno de seres y cosas ajenas.
En la mañana, Ignacio abandona el viejo y derruido inmueble en que habita. Se va caminando a los baños públicos que están a dos cuadras de su hogar y, después de asearse y librarse de impurezas, se dirige a desayunar a cualquiera de las miles de restaurantes callejeros que hay cerca de los paraderos de autobuses. Compra algún diario de amarillas tendencias después de comer y se va rumbo a la casa de Reina Gómez Cruz, una mujer que le dice el nombre, el domicilio, la edad y el aspecto físico de la persona a quien debe vigilar sin tregua esta vez, durante algunas semanas. Es ella también quien a veces le entrega fotografías, croquis y documentos confidenciales, pero no quien le dice cómo y cuándo debe actuar; eso corresponde a don Leopoldo Arriaga, un hombre que se transporta siempre en un enorme automóvil negro con vidrios oscuros, en el cual recoge a Ignacio en su domicilio los viernes por la mañana.
Arriaga siempre saluda a Ignacio como si fuera su hijo. Metidos en la cochera de Reina, dentro del auto, hablan sobre la persona en quien han estado centrando sus pensamientos durante los últimos días. Encima de la piel negra de los asientos, don Arriaga le expone a Ignacio porqué hay que portarse rudos con tal o cual persona y porqué hay que hacer todo con precisión y exactitud. Ignacio escucha con mucha atención a su jefe; graba cada una de sus palabras en su inconsciente, las almacena como mandatos celestiales de necesaria ejecución.
Horas después de ejecutar las complicadas labores que ordena don Arriaga, Ignacio recibe de manos de Reina Gómez un par de sobres con su sueldo y la instrucción de desaparecer de aquellos lugares por algunas semanas. Así, se ha empezado a comprar objetos como teléfonos celulares diminutos, gruesos relojes de titanio o pantalones Levis genuinos. Pero no disfruta del todo su vida. Sabe que el viejo voceador de la esquina de la calle central aún vive, que está igual de viejo y que trabaja más duro que nunca; que todavía bebe café dentro de su pequeño local de lámina y que se ha enterado de los últimos asesinatos de ese hombre temible y desalmado a quien años atrás le regalaba café y le prohibía husmear las excelentes revistas de notas policiacas, ése a quien le notó en el cráneo cicatrices de severas golpizas, a quien desde muy chico vio deambular por las madrugadas en la misteriosa y mal iluminada ciudad; ése que todavía ronda por el barrio y a quien algunos antes llamaban "Polilla".
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Mar/00