Postrimerías
Leo Mendoza
-Cáncer -dijo el hombre doblándose contra la puerta.
Era mi vecino desde hacía muchos años y aun así ni siquiera conocía su nombre. Nunca había cruzado una palabra con él más allá de los consabidos buenos días, buenas noches y las felicitaciones de año nuevo. Sabía, como se sabe en todos los edificios, su profesión y su estado civil: arquitecto y divorciado. Pero eso era todo.
Y no estaba preparado para la sorpresa de esa noche. Subimos juntos en el elevador, con la sonrisa idiota y la mirada puesta en el tablero luminoso bajo ese acuerdo mutuo aun que jamás escrito: si no me molestas no te molesto, si no me hablas no te hablo. Nos dimos las buenas noches en la entrada cristalina del edificio y con eso creíamos estar a salvo. Pero justo en el momento cuando nos encontrábamos casi en la meta, frente a las chapas de nuestros departamentos, dispuestos a voltear para celebrar el rito del hastaluego, quelapasesbien, él se dobló por la mitad y se recargó en la puerta como un muñeco al que se le ha agotado la cuerda.
No sé, a ciencia cierta, cuáles fueron las causas que lo llevaron a revelarme su enfermedad, aquel mal que le corroía lentamente las entrañas. Pero lo hizo y no me quedó otra que ayudarle. Ya en su departamento me hablaría de la muerte de su abuela y de su madre a causa de tumores en el estómago. Envuelto por el halo protector de las fotografías familiares -él de niño, en su primera comunión, al lado de sus padres en unas vacaciones en Acapulco, la infaltable foto de la generación, el título enmarcado por volutas barrocas, las fotos de la boda y de los dos hijos; él y su familia en alguno de sus viajes (asomaban por ahí la estatua de la Libertad, el Big Ben, la Puerta del Sol)-, tumbado en un sofá de tela multicolor, a donde prácticamente lo arrastré una vez que traspasamos el dintel de su casa; mientras se tomaba una enorme y desagradable gragea amarilla, me dijo toda la verdad: el mal estaba en el páncreas, se lo detectaron en estado muy avanzado y eso hacía imposible la quimioterapia.
Esa noche nos presentamos. Se llamaba Gerardo, frisaba la cincuentena, sus hijos se habían independizado tiempo atrás y sus propios hermanos habían buscado en otros rincones del país rehacer sus vidas. Los veía de cuando en cuando, se hablaban por teléfono, pero no quería molestarlos, no quería causar lástima cuando cada uno de ellos, en solitario, se había lamido sus heridas. Ahora le tocaba a él resistir.
¿Qué consuelo podía darle alguien como yo quien todas las mañanas se miraba en el espejo de su propia soledad? ¿Acaso todo lo que dijera no sonaría falso, torpe, tonto? ¿Se puede decir lo siento, qué pena, y quedarse tan campante, como si no pasara nada, como si aquel hombre no estuviera condenado a muerte? La verdad sea dicha: a esas alturas del partido lo único importante era salir de aquel departamento, refugiarme en los discos de jazz, cerrar a piedra y lodo mis ventanas, seguir esa costumbre que, desde hace muchos años, me ha hecho votar por el mismo partido y mantener el escritorio de la oficina limpio para los elogios de los jefes.
Me quedé. No sabía nada acerca de la gravedad ni de la fase en que su enfermedad se encontraba. Por momentos, el hombre se retorcía en el sofá presa de violentas convulsiones. El dolor -me dijo- era un cristal abriéndose paso en sus entrañas. A veces el corte era profundo, desgarrador y se tornaba insoportable. Las más de las veces sólo había un cosquilleo, una efervescencia que era la llamada de alerta, el indicador de la presencia invisible de aquel mal jamás desvanecido.
Para calmarlo, para hacer retroceder esa angustia sudorosa, húmeda, le conté algunos chistes, anécdotas de la oficina. Historias de amor, de desgracias, burlas de colegio. No le hablé de mi infancia ni de los años de orfandad. No le conté de la muerte de mi padre, quien se fue antes de cumplir los cincuenta, víctima de una embolia ni de la manera cómo también el cáncer fue corroyendo el cuerpo aún joven de mi madre, dejándolo seca, yerma, sin sonrisas. No se trataba de eso. Preferí hablar de otras cosas: de las películas admiradas, de aquellos actores a los cuales nos rendíamos como si se tratasen de dioses.
Por supuesto que nada dije de mi torpeza, de mi falta de tacto, de mi carencia de voluntad. Por eso -no quise decirlo- era lo que era: el solterón de mi familia, aquel del quien se hablaba en voz en baja las reuniones, preguntándose por su vida sentimental, tratando de explicarse por qué aún no había sentado cabeza.
Luego, no sé cómo, recordé a Bertha y aquella mañana cuando me anunció su retorno a los brazos del ex marido. En aquellos años Gerardo ya era mi vecino. Ella llevaba ya casi un mes en el departamento. Acompañado por el frío cortante de los amaneceres, fui al mercado de Jamaica para comprar varias gruesas de rosas para alegrar el despertar de aquella mujer a quien amaba desde los días de la facultad. El departamento desbordaba de olores y colores cuando ella me lo dijo. Así, sin querer ofenderme: que me quería como amigo pero no como amante y se fue. Las rosas se marchitaron ahí donde estaban. El olor de aquellas aguas pútridas, aguas estancadas desde la partida de Bertha, se fue colando por todo el edificio hasta que el mismo portero bajó de las alturas para regañarme, para exigir el fin de aquella tortura. La desaparición de los restos de cinco gruesas de rosas me costó tan caro como cuando las compré, botones aún, en el mercado de abastos.
No sé si la historia fue graciosa o si aquella imagen, la mía por supuesto rodeado de flores moribundas, lo hicieron reaccionar y aun cuando el efecto de la pastilla no parecía duradero, el humor le cambió. Una tímida sonrisa asomó en su rostro que podría ser el de cualquiera de los chismosos de la oficina que, tras enterarse de mi fracaso, colocaban una rosa en mi escritorio.
Gerardo y yo asistimos a los mismos colegios e ingresamos a lo Universidad por las mismas fechas pero no teníamos ni amigos comunes ni compartíamos recuerdos más allá de los vividos en el edificio.
La carcajada fue como un placebo contra la tensión. Poco a poco el rostro de Gerardo quedaba limpio de las huellas del sufrimiento y su cuerpo surgía, erguido, de las profundidades del sofá donde estaba hundido, como si el dolor se apaciguara.
-Me separé hace seis años. Mi hija vivía en Europa y el pequeño hizo de Tepoztlán su vida. Entre nosotros, las cosas ya no andaban muy bien. Pero nunca anduvieron bien. Sus pesadillas las sumían en una angustia permanente. Abría los ojos y ahí estaba, despierta, negándose a dormir por temor a los sueños. Sospeché que había alguien más y las sospechas resultaron ciertas. Era un compañero de trabajo. Y lo peor es que su asunto ya llevaba años. Yo sin enterarme y ella sin el valor para decírmelo. No... No sabe que estoy enfermo, cuando nos separamos el mal aún no había sido detectado y no tengo ganas de contárselo.
Quién sabe cómo, pero las confesiones empezaron a brotar aquella noche: Gerardo me habló de sus amores, de aquéllos, lejanos, con una prima suya y del más reciente, poco antes de la enfermedad, con una compañera de despacho. Había estudiado arquitectura y aun cuando -él mismo lo reconoció- no era muy bueno en el oficio sí tenía la suficiente capacidad como para llevar adelante un proyecto; cosa que lo hizo imprescindible en el despacho. No llegó a ser uno de los asociados a causa de la enfermedad. Se la diagnosticaron cuando estaba saliendo con una de las secretarias de la empresa, una señora ya mayor, divorciada, quien siempre lo había visto con ojos de admiración. En su despacho se portaron bien, lo mandaron a casa con goce de sueldo porque no había más por hacer: sus expectativas de vida -el médico había sido muy honesto revelándole la verdad- no pasaban de un año.
-Ahora, si lo pienso bien -me dijo,- no creo que mi mujer hubiera soportado toda esto. Nos casamos enamorados y jóvenes. Pero luego, nos descubrimos tan diferentes que por veinte años ninguno de los dos se atrevió a dar el primer paso. Y qué curioso, fue ella quien de una vez por todas tomó la decisión de irse y dejarse llevar por los sentimientos. Claro que me dolió porque ella era como una costumbre. Y fueron, finalmente, veinte años los que pasamos juntos. Nuestros hijos crecieron creyendo en nuestro amor, en nuestros regalos de aniversario, en las vacaciones de familia y los viajes de tiempo compartido. Al final, había algo de cariño, por lo menos de mi parte. Y esa resistencia a abandonar lo conocido aun cuando hubo otras, otras que aparecieron y se fueron y no fueron capaces de romper la rutina. ¿Sabes cuándo me lo dijo? En mi cumpleaños. Para nosotros era una fecha sin importancia. Pero me lo dijo como para celebrar mi cincuentena. ¿Qué podía hacer? Nada, felicitarla por romper el círculo vicioso de las complacencias.
Gerardo se acercó a la ventana. El edificio es una mole gris, construida allá por los años cincuenta por un viejo judío ucraniano. Una mole deteriorada por el paso del tiempo, como su dueño quien, cada fin de mes, rengueante, sofocado por el ejercicio impuesto voluntariamente de subir pasito a pasito las escaleras, negándose al uso del elevador, y con una media sonrisa en los labios, pasa a cobrar las rentas departamento por departamento. Don Isaac es un sobreviviente: sobrevivió a los progromos de sus años infantiles y a la barbarie del Ejército Rojo y de los nazis y por eso, me imagino, construyó el edificio como si fuera un castillo, una trinchera, un lugar donde resistir si alguna vez soplan de nuevo aquellos vientos terribles. Lo curioso es que una vez terminada su fortaleza sus hijos se lo llevaron a unas cuadras más allá, a un casa con amplios jardines donde pasa las tardes rodeado por sus nietos. A mí, sin embargo, me gusta ese mundo cerrado, oscuro y húmedo que él construyó. Pocas ventanas, muros anchos, pasillos cómodos pero a la vez fácilmente clausurables y el estacionamiento, como un foso rodeando al edificio. Y esa solidez se ha trasminado a nuestros huesos, a nuestra sangre: vivimos aquí pero ni siquiera nos conocemos. Si no fuera por que todo ocurrió a las puertas de mi departamento, quizá jamás hubiera hablado con Gerardo. Y aun hoy, no puedo decir si aquel encuentro fue bueno para mí. Pero una cosa es cierta: Mi vida cambió un poco, algo, se movió de la pendiente rutinaria en la que se encontraba.
Las últimas palabras fueron dichas con un hilo de voz. Se derrumbó sobre el sofá. Era un hombre pesado y me costó trabajo llevarlo a su cama. Su esposa y él tenía cuartos separados. Cuando su hija se fue ella se quedó con el cuarto de la pequeña, pero a veces, me contó, recordaban los años de juventud, cuando aún la desilusión y el hastío no formaban parte de su vida.
Nunca lo había hecho. Sin embargo, con el periódico en la mano, tomé el teléfono y le hice aquel obsequio que él ya no pudo agradecerme. Dos días después vi el crespón de luto sobre la puerta. No quise ir al funeral ni presentarme como su amigo. Sólo nos unía una noche de confesiones, de dolor, de rabia y la mujer que despertó a su lado. Se llama Maira. Cuando le conté la historia, cuando le dije todo lo que sufría mi amigo y qué era lo que esperaba de ella, no puso objeciones.
Muy temprano, en cuanto Gerardo abrió los ojos, pasó por su dinero a mi departamento y se quedó a tomar un café. Aún hoy no sé si hicieron el amor porque ella no ha querido decírmelo. Es pequeña, comprensiva y cree en la Santa Muerte. Tanto que ya ha instalado un altar para que me proteja de todos los males. Muchas veces duerme aquí a mi lado y al levantarme y verla pienso en Gerardo, en lo que habrá sentido cuando despertó, olió su perfume y escucho aquella respiración acompañándolo.
Algunas mañanas me incorporó con la imagen de mi vecino rondando en la cabeza, lo veo recargado contra la puerta, azotado por el dolor.
Y en la noche, mientras espero que Maira vuelva de su trabajo, me invade una sensación familiar: la de estar muerto hace ya mucho tiempo.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/May/00