Puerta al horizonte

Itzel Saucedo Villarreal

Nunca quise creer todas esas historias de fantasmas y de muertos que mi compadre contaba. Francamente me parecían pura fantasía producto de su imaginación.

La última vez platicó la historia de un muchacho al que según él se le aparecieron los espíritus. Yo no le hice caso porque sabía que siempre contaba historias de ese tipo en época de muertos, pero mi mujer sí; ella también cree en esas cosas, se la pasa poniendo ajos en las puertas y yendo a ver a Doña Cata para que le haga sus limpias, tiene llena la casa de santos e imágenes religiosas, hace bendecir la casa cada año para que los diablos no entren a ponernos en tentación y nunca ha faltado a misa.

Yo soy músico, toco el clarinete y la guitarra en la banda del pueblo. En ese entonces, nosotros éramos de las mejores orquestas de por aquí y creo que no podíamos quejarnos, incluso nos habían llegado a contratar en otros pueblos cercanos al nuestro.

Aquella noche, Justino, mi compadre, me dijo que quería proponerme un negocio, no quiso decirme en ese momento de qué se trataba que porque a su mujer no le daba muy buena espina, pero que él estaba seguro de que sí nos convenía.

Al día siguiente se presentó como habíamos quedado, en la pulquería de Don Fausto. Justino llegó apresurado y empapado de sudor, se tomó una jicarita de pulque y al fin soltó la sopa.

Es un buen negocio -me dijo- yo te pago por adelantado toda tu parte, pero quiero que me asegures tu participación.

Dudé por un momento, sin embargo tenía razón, el trato era muy bueno a pesar de la lejanía del lugar y yo tampoco le vi ningún inconveniente, así que acepté: el domingo, en 15 días, nos veríamos muy temprano en casa de Jorge, junto con otros de la orquesta, para ir a tocar por dos horas a una fiesta que se iba a hacer en un pueblo que se encontraba casi llegando a la ciudad. Así que tendríamos que ensayar mucho más para desquitar lo bien pagado por nuestro trabajo.

Con el adelanto que me habían dado, hasta pude comprarle cuerdas nuevas a mi guitarra, la afiné y la limpié; la cantidad de dinero ameritaba que cualquiera se luciera.

Quedamos de acuerdo en que no diríamos la verdad a nuestras mujeres, la esposa de Justino podría convencer a todas las demás de que algo extraño había en el hombre que llegó a su casa a proponerle el negocio a su marido, así que preferimos decir que iríamos a tocar a uno de los pueblos que normalmente nos contrataba en su fiesta.

Mi mujer no sospechó nada. Me dijo que la mujer de Justino ya le había contado de aquel hombre extraño y que se quedaba más tranquila sabiendo que iríamos a un pueblo conocido. Estuve tentado a decirle la verdad, sin embargo, me callé.

Ese domingo me presenté bien puntualito en casa de Don Jorge, el trompetista de nuestra orquesta, los demás también iban llegando al mismo tiempo que yo. Le pedimos a Rubén que nos ayudara, él era el que normalmente nos llevaba a los pueblos donde nos contrataban y tuvimos que explicarle la situación para que no nos fuera a delatar. Aceptó. Justino había quedado con el hombre de que nos recogiera en el camino que llevaba a Puente de Dios y, cuando llegamos, una camioneta igual a la de Rubén estaba ya esperando.

El hombre era realmente raro, iba vestido de color negro, con una camisa de manga y cuello largos a pesar del calor que hacía. También llevaba lentes oscuros y un sombrero de copa morado. Sus manos estaban llenas de pelo espeso y su cara brillosa parecía reflejar su entorno, -es la moda de la ciudad- dijo Justino, y nosotros le creímos.

Nos pasamos a la otra camioneta, el chofer no hizo ningún comentario aunque nosotros intentamos hacer plática, Justino nos tranquilizó diciendo que no había de qué preocuparse, que así era la gente que vivía más cerca de la ciudad, a lo que iban sin tanto rodeo.

Viajamos por un buen rato; el camino se nos hizo más largo de lo que realmente era pero, al fin y al cabo, podía ser la emoción de tocar en un lugar distinto a los de siempre.

Después de viajar por mucho tiempo en la carretera, el conductor se desvió hacia una vereda estrecha e irregular que iba haciendo mella en nuestra columna. Nadie lograba ubicarse muy bien, no sabíamos con exactitud por dónde estábamos. Vimos a lo lejos y de frente una gran puerta que seguramente sería la entrada al lugar; era un portón de madera altísimo que casi llegaba a las nubes y con figuras talladas muy extrañas. El hombre que conducía bajó de la camioneta, nos señaló unas sillas que se encontraban ahí afuera y dijo que volvería por nosotros después. No nos dio tiempo ni de preguntarle si debíamos tocar primero o entrar a la casa porque cuando reaccionamos él ya estaba arrancando la camioneta para luego alejarse rápidamente por donde llegamos. Creo que todos acordamos en silencio el sentarnos a esperar que nos llamaran, mientras terminábamos de afinar nuestros instrumentos.

Adentro se oía mucho ruido, vasos que chocaban unos contra otros, risas de mujeres, voces de hombres discutiendo. En verdad era una fiesta grande.

Entonces todo quedó mudo un instante y nosotros guardamos silencio también, una voz cavernosa gritó desde adentro: "¡Qué la música empiece!", y todos corearon la petición.

No comprendíamos nada de lo que ocurría, pero tampoco quisimos investigarlo, la voz que había bramado era terrible, capaz de atemorizar al más valiente, así que comenzamos a tocar.

Era extraño todo lo que estaba pasando, sin embargo ya estábamos en el negocio y no podíamos echarnos para atrás. Tocamos por una hora sin parar, el calor que se sentía era agobiante y agotador. Nuestras camisas estaban empapadas y los rayos del sol nos hacían como chicloso, parecía que íbamos a derretirnos a las puertas mismas del infierno.

Lo curioso fue que tocamos como nunca lo habíamos hecho, a pesar del cansancio nuestras notas salían con armonía, con ritmo y el ambiente que se oía adentro nos entusiasmaba aún más.

De nuevo se escuchó aquella voz tenebrosa que ordenó intempestivamente: "¡Silencio!, a comer todos" y el vacío se formó de inmediato. Ruidos extraños comenzaron a escucharse, sorbidos grotescos que nos repugnaban y una especie de rugidos horribles que acabaron por destrozar lo poco que nos quedaba de calma. Los chasquidos de las mandíbulas me hacían recordar a las presas devoradas por sus carnívoros depredadores, succionadas hasta quedar desinfladas como globos. Casi me atrevo a asegurar que podía escuchar los latidos de los demás, que juntos formábamos un concierto de percusiones y que nuestros corazones hubieran huido en desbandada si no fuera por su eterna jaula.

Una mujer apareció prácticamente de la nada para ofrecernos de comer, llevaba una bandeja enorme con diversos guisados raros y platos para servirnos. Ella, a juzgar por su aspecto, no era mayor de treinta años, sin embargo caminaba encorvada y con paso cansado como si llevara una gran carga a cuestas; sus ojos eran tristes, opacos como los de una anciana del pueblo. Nos dejó la comida en una mesita que estaba junto con las sillas cuando llegamos y las gracias se quedaron a la mitad porque cuando alzamos la vista, ella ya iba lejos, caminando hacia el horizonte, en dirección contraria a la fiesta y dejando un rastro de serpiente tras de sí.

Creo que preferimos no hacernos más preguntas, lo único que en ese momento interesaba era acabar lo más pronto posible con el compromiso y salir de ahí. Los guisados olían muy bien a pesar de su aspecto y yo comí demasiado, aún y con las sospechas de los demás que apenas si probaron la comida; hasta después de un gran rato me di cuenta de que todos sabían a lo mismo, que tenía una horrible sensación en la boca, un sabor a vísceras crudas, a sangre fresca, a animal recién sacrificado.

La voz, esta vez, preguntó "¿Qué pasa con la música?" y nosotros como resortes brincamos a nuestros lugares y comenzamos a tocar.

La fiesta continuó. La hora restante pareció alargarse muchísimo más. El día se iba acabando pero nuestros relojes avanzaban lentamente, negándose a juntar sus manecillas. Hasta que, por fin, se extinguieron los últimos minutos y la canción que tocábamos agonizó también.

Entonces, el chofer apareció con la camioneta que nos llevaría de regreso al pueblo y con el dinero restante del trato.

Muy bien -nos dijo- el patrón quedó muy contento con su música, dice que probablemente los traiga al siguiente aquelarre y a todos los que siguen, buen trabajo, señores. Y nos dio unas palmaditas en la espalda con sus manos toscas que casi nos hicieron escupir los pulmones.

Así, subimos lo más aprisa que pudimos a la camioneta. Justino, que desde hacía un buen rato estaba blanco como papel, recibió el dinero y agarramos camino de regreso al pueblo. Adolfo preguntó en voz alta: ¿Qué es un aquelarre? y el silencio respondió por todos nosotros.

Yo sentía que íbamos muy rápido, el chofer se estaba yendo por un camino distinto y entonces volteé para saber qué tanto habíamos avanzado.

Primero supuse que lo que veía era a causa del calor, ya que siempre me había hecho mucho daño el asolearme, pero después de mucho esperar que mis ojos corrigieran la imagen, me di cuenta de que no era una visión lo que yo estaba viendo. No había nada tras la puerta. Era simplemente una hoja de madera sostenida por el aire. No se veía casa, gente o sillas. Habíamos tocado en una fiesta inexistente.

Supongo que el asombro dejó salir de mi boca algo en voz alta porque todos voltearon hacia donde yo miraba y no había duda alguna, no podía ser que todos estuviéramos viendo visiones, la puerta sólo separaba al horizonte en dos inmensas mitades. No quisimos hablar más, sin embargo, tampoco nadie podía quitar la vista de aquella gran puerta al horizonte y lo que siguió nos dejó aún más impresionados: de la hoja de madera brotaban personajes extraños que brincaban hacia todos lados, correteándose entre sí o atragantándose de la comida que nosotros habíamos dejado en la mesa. Cerré los ojos y no quise ver más.

Llegamos al pueblo en cuestión de minutos y tan pronto como bajamos el chofer arrancó dejándonos perdidos en una nube de polvo y confusión. Cuando al fin pudimos ver algo, observamos que Rubén se encontraba dormido en su camioneta, bajo el árbol de la entrada al pueblo. Supusimos que no recordaba nada, a excepción de la feria a donde dijimos que iríamos a tocar, pues no preguntó respecto a lo demás. Durante el camino de regreso al pueblo, juramos nunca hablar de lo que ese día nos había pasado.

Justino no volvió a hablar, su mujer trató de todo para que dijera algo, pero nada funcionó. Adolfo se volvió loco, no se podía entablar conversación con él, siempre terminaba respondiendo algo incoherente, una vez se paró en medio de la plaza, se subió a un banquito que siempre andaba cargando y dijo:

¡Era un aquelarre, el diablo nos engañó para que fuéramos a tocar en su rito satánico. Todos nosotros quedamos malditos al comer guisados embrujados, él vino a decírmelo, vino a explicarme qué era un aquelarre y ahora lo sé; hemos quedado condenados, todos nos iremos al infierno; es más, él está aquí ahora entre nosotros, lo estoy viendo, nos está observando y se está riendo porque sabe que le pertenecemos!

Entonces se desplomó como si algo lo hubiera derrumbado y empezó a convulsionarse. Por supuesto nadie pudo creerle, simplemente quedaba confirmado que se había vuelto loco.

Jorge desapareció. No volvimos a saber nada de él.

Yo jamás le comenté a mi mujer lo que pasó por temor a que aumentara su superstición, y además porque aún no quiero admitir que algo raro pasó ese día, que después de todo ellos tenían razón. Ahora lo sé, ahora que me da por salir en las noches a beberme la sangre de las gallinas y que tengo que ocultarle a mi mujer que ya no quiero su comida, que la tiro o se la doy al perro porque ya no admito otra cosa que no sea la carne y las vísceras crudas...


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Ago/00