Querida Margot

José Antonio Moreno

Que no te extrañe recibir noticias mías, Margot, estoy un poco nervioso porque desde hace mucho tiempo no sabes nada, absolutamente nada de mí. Apenas recuerdo los rostros de Alberto, de papá, el triste verdugo, del que de vez en cuando me llega su voz como salida de una botella. Mi memoria le ha perdido el rastro, con esfuerzo puedo rescatar su endeble fisonomía de entonces, la barba bien peinada y su mirada melindrosa, ajena a todo lo que no fuera ver maquetas y dibujos en los que hacía gala de ínfulas arquitectónicas, pero nunca se atrevió a construir mi propia habitación, sino que ahí me tenías en la tuya, robándote un espacio en esa inmensa cama que él te compró en uno de tus cumpleaños, para tenernos junto a él, despiertos hasta el amanecer, contándonos historias y compartiendo sobre todo las ilusiones que nos hacían inmunes al dolor, a la tristeza, porque tú y yo sabemos que nacimos siendo tristes.

Tantos años sin saber de ti me pesan, Margot, han significado desvelos y llanto, inmensas ganas de volver a verte, ya distinta, toda una mujer madura, tal vez con hijos de una belleza envidiable, como debe de ser. Todavía más, mi angustia se agudizó cuando me enteré de la muerte de nuestros padres, qué tragedia y tú sola, desamparada, sin la compañía de la abuela. Pero no podía aparecer justo en el duelo, con la cabeza gacha buscando el perdón que nadie podía concederme. Además me encontraba muy lejos de casa, era imposible acudir en el instante. Espero, Margot, que me perdones.

Las cosas han cambiando, desde luego, imagínate, no por nada los años pasan y con ellos nosotros empezamos a modificar instintos y modos de ser. No quiero ser melodramático, por eso voy a cambiar el sentido de mi carta, es preferible contarte ciertas cosas que, a mi parecer, son importantes, mismas que han cambiado el rumbo de mi vida. ¿No lo crees así?

Ahora, en donde vivo, soy feliz a mi manera, me entretengo con los atardeceres, son cálidos y luminosos, apacibles como la vida de los ancianos rebosantes de buena salud. La casa, tu casa, nuestra casa, se encuentra en un sitio inmejorable, a un paso del mar. ¿Te la imaginas? Es pequeña, limpia, con un patio trasero en el que hay sillas para contemplar cómodamente las olas, el tumbo de las olas antes de la media noche cuando el mar está embravecido. Para los atardeceres no es el lugar idóneo, te diré, prefiero trepar al acantilado y tumbarme sobre la inmensa espalda de una roca, a tiempo para no perderme el nacimiento del crepúsculo. Si vieras como me place hacer esto todas las tardes, menos hoy porque estoy tratando de cumplir con el llamado de la sangre, el atardecer puede esperar, pero tal vez tú no. Aunque Roberto me dice que vivo para ello, que pienso como un atardecer, siempre en cámara lenta y que los cambios de colores semejan mi carácter voluble y altanero.

Durante media hora observo sin pegar las pestañas, dirás que exagero, cómo el sol deja a un lado su arrogancia (ojalá y nuestro padre hubiera hecho lo mismo, por lo menos conmigo) y permite que las nubes, el viento, el reflejo del mar hagan suyos los destellos que irradia para colorear el horizonte. Luego, como música de fondo, el rumor del mar, el aleteo de los pájaros que hurgan en busca del nido, le imprimen una suerte de irrealidad. No está por demás confesarte que alguien como yo, propenso a la tristeza, se ponga a llorar irremediablemente. Llegan a mi memoria tantos recuerdos que me sofocan y me hacen perder la compostura; entre ellos tú, la más hermosa de la casa convertida en princesa.

Bajo a la casa extasiado, en más de las veces con los ojos enrojecidos. Roberto me dice Volviste a llorar, no es posible, haciendo eso frente al mar, es un pecado. Se burla de mí y no le hago caso, me he acostumbrado a sus palabras con doble sentido. Pero es tan bueno que no me atrevo a renegar. Le he contado mucho de ti, además le he dicho que tú y yo éramos idénticos cuando niños, con las únicas excepciones (además de las ya consabidas) en el cabello y el color de nuestros ojos, los míos eran de un azul intenso, los tuyos verdes como los de la abuela. Pero ahora, con los años encima, ¿crees que nos parezcamos en algo, tan siquiera en la mirada, en los gestos o en la forma de caminar? De lo que sí estoy seguro, es en no compartir ni por equivocación tu mal genio (espero que con los años lo hayas controlado), porque eras capaz de acciones impensables, como la que hiciste en contra del pobre Gabriel ¿lo recuerdas? Le lanzaste una piedra a la cabeza del tamaño de mi puño. Cuando lo vi tirado en la entrada del Colegio pensé que estaba muerto, empapado en sangre, y tú aguantando el llanto, con los ojos desmesurados. Así eras de pequeña, dispuesta siempre a tomar soluciones radicales ante un problema sin importancia. Si Gabriel te había dicho que yo era un mariquita era preferible que hubieses contestado con el silencio, porque no hay mejor respuesta que el silencio. Sin embargo, aunque nunca te lo dije, agradecí tu gesto.

Roberto me dijo ayer, medio en broma, que algún día de estos viajará a tu casa, la que fue de nuestros padres y mía también, para conocerte... Creo que voy demasiado rápido, es más adecuado hacer preámbulos sin que me domine la ansiedad. No es necesario contar más de la cuenta o todo de un golpe. Ya ves, yo sigo mencionando a Roberto, a quien nada más le correspondía aparecer en la posdata. Entre paréntesis incluiría una breve explicación Amigo de la casa.

Es que inevitablemente te conviertes en tema de conversación. Por eso le platico tanto de ti. Para complacerme, mandó a ampliar una fotografía tuya y la colocó en medio de la sala. Es la que te tomé en el jardín, cuando festejábamos a nuestro padre, en la que apareces sonriente, viendo fijamente a un punto infinito, con un vestido azul que te llegaba hasta los tobillos y te hacía ver mayor. También lucías la gargantilla de la abuela que tanto te gustaba, la que al final tuvo que venderla para asegurar su ingreso al asilo de ancianos. La abuela. ¿La recuerdas tanto como yo, Margot? Sólo ella conocía mis gustos. Lástima que tuviera que marcharse. Se fue nada más para morir, pero me reconforta que haya sido una decisión que tomó ella misma. La recuerdo en sueños en los que siempre aparece vestida completamente de blanco y me llama por otro nombre, abre los brazos y yo me entrego a ellos, cálidos e impregnados de ternura. Me susurra palabras al oído que me hacen sonrojar. Asegura que si no fuera por el color de mis ojos, me confundiría contigo. Así la recuerdo, en esos sueños que poco a poco comienzan a desperdigarse.

Recuerdo el enorme espejo de tu recámara. Era como una cámara cinematográfica grabando a dos hermanos convertidos en actores. Tú, con mis pantalones, vestida de niño, fingiendo una voz varonil, recia y altanera como la de tío Alberto, dabas largos pasos, mientras te llevabas a la boca lo que parecía ser un cigarrillo. Del armario salía yo enfundado en un vestido tuyo, sonriente. Recuerdo tu envidia al escuchar el comentario de mamá: El vestido le queda mejor al niño que a Margot. Tú te vanagloriabas denunciándome con el dictador de la casa. Pero no te preocupes, no te guardo rencor; en cambio a él no podré perdonarlo. El odio que destilaba cuando estábamos solos continúa amargando mi corazón.

Ayer le dije a Roberto que te escribiría, le dio gusto. Espero que la carta llegue antes de tu cumpleaños, como si fuera la primera solicitud de un perdón que sólo concede la sangre, porque sigo creyendo que tras abandonar la casa, la huida que nadie esperaba, me convertí sin más en el malvado de la familia y en el responsable de una herida que continúa haciendo estragos. Y además, como te lo vuelvo a repetir, la lejanía afecta más a los que se van de casa, ejemplos sobran, que a los que se quedan en ella.

Pero, dime ¿te has casado? Qué pregunta tan tonta. Mejor: ¿cuántos hijos tienes? ¿Tu esposo es de la ciudad? ¿Qué ha sido de tío Alberto? ¿Quiénes se acuerdan todavía de mí? Por nuestros padres no te pregunto, porque supe de la tragedia que te dejó sola en esa casa de la que todos se marcharon; menos tú.

Estaba lejos, pero al tanto de ustedes, no creas que el rencor supera a mi deber. Al enterarme pensé en volver a casa y acompañarte en el dolor, pero en ese entonces mi orgullo fue invencible. La maleta estuvo preparada durante dos meses hasta que me di por vencido.

Al día siguiente de la tragedia mi vida cambió, no para mal, porque era lo que yo deseaba que tarde o temprano sucediera. Entendí que para obtener lo más deseado hay que rechazarlo, ver el objetivo como de espaldas, a ciegas, y éste te llega en silencio.

Como recordarás, querida hermana, me fui de la casa sin despedirme, tan solo te dejé una carta sobre el buró, diciéndote que tarde o temprano sabrías de mí; además, imagínate, un viaje con poco dinero pero con muchos deseos de llegar al lugar más lejano que haya podido imaginar en ese entonces. Así llegué a esta ciudad cercana al mar, en la que conocí a gente amable, entre ellos, a Roberto, dueño del bar donde trabajo, aunque no lo creas, como cantante. Las clases de canto en el colegio y tus lecciones de maquillaje cuando jugábamos frente al espejo me ayudaron a cambiar el curso de mi vida.

(Mala suerte, Roberto toca a la puerta. Espero que cuando yo vuelva a tomar la pluma no olvide las tantas cosas que deseo contarte... Ya estoy de vuelta, querida, ahora escribo en la recámara para visitas, mientras Roberto se prepara para marcharse al trabajo, al bar donde nos conocimos).

Todo cae por su propio peso, cualquier dolor se erradica en tanto damos lugar a nuestros sueños, querida Margot. De algo me sirvió lo que aprendí de ti. Con dicho cambio de vida logré olvidar aquel pasado que me torturaba. Pero también me di cuenta al cabo de un tiempo, aunque te suene contradictorio, que ya no necesita volver con ustedes, más bien, contigo; pese a que no hay nada más doloroso que estar fuera de casa. Te lo juro, querida Margot.

En ese entonces, lo que más deseaba era ser como tú. Idéntica. Recuerdo cuando ustedes se fueron a la casa de campo del tío Alberto y me dejaron solo como castigo por no haber hecho la tarea escolar. Una reprimenda que se convirtió en dicha dominical porque aproveché la oportunidad para transformarme en la otra Margot. A mis anchas dispuse de un vestido de terciopelo negro que se adhirió discretamente como si fuera una extensión de mi propia piel, untado a mí iban también tus olores de sexo de gladiolo que respiraba para distinguir la delicada esencia de ser mujer. Sin embargo, frente al espejo, el lápiz labial, los polvos que ruborizaron mis mejillas, el delineador enarcando mis cejas (idénticas a las de nuestro padre), me convencí de que te estaba traicionando y me puse a llorar sin consuelo, hasta que mi cara se convirtió en una porquería, en agua sucia que se queda en el fondo del pozo.

No me guardes rencor, deja que el tiempo ayude a reconciliar nuevamente esta sangre que nos une y sigamos siendo frutos del mismo árbol que ya está seco. Esta carta es para que sepas de mí, para que no me olvides, porque el olvido duele más que la indiferencia cuando es deliberada.

Ni en mi cabeza cabe que no reciba respuestas tuyas, las estaré esperando ansiosamente, querida Margot, tus palabras serán como la medicina que ansío desde hace más de veintitantos años y no puedo postergar más tiempo, porque ya he ayunado mucho de ti. Me haces falta.

Para concluir, Roberto te manda afectuosos saludos y yo este incalculable amor que te tengo. De hoy en adelante te prometo también que ya no serás tema de conversación.

PD. Te pido, por favor, que olvides para siempre al niño de ojos azules, con el rostro aniñado y de finas maneras, porque ya no es el mismo. El tiempo es cruel, por lo mismo, ya no será necesario evocar su nombre, preferible que cuando me pienses lo hagas bajo el nombre de Margot, la misma que aparece en la foto que tienes en tus manos, junto a esta carta para que no me olvides.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03