Golpe inesperado

Rebeca Mata

El Pantera se acercó a la puerta tras escuchar los golpes convenidos. Al abrir miró a ambos lados de la calle. Afuera, el Gato sonreía.

Ah que mi carnal, tan precavido, dijo.

Déjate de chingaderas y enséñame qué traes allí, rugió el Pantera.

Los amigos habían formado una excelente mancuerna desde hacía años. El Pantera, de mediana estatura pero muy fornido, se enfrentaba a cualquier peligro, mientras el Gato, alto y escuálido, tomaba lo robado y corría rápidamente con sus piernas largas. Jamás los habían pescado y se mantenían con trabajos menores, pero esta vez fue diferente. Caminaban por la calle cuando un hombre, vestido de pingüino, bajó del coche y entró al cajero automático. De pronto, el Pantera al sentir el llamado de la jungla, decidió robar el auto. La puerta se encontraba sin seguro, arrancó los cables bajo el volante con rapidez y encendió la máquina. El Gato lo esperaba a unas cuadras de distancia; al subir, le dijo:

¡Ay cabrón! ¿Qué hacemos con esta mercancía?

Lo pensé todito. Llévalo al deshuesadero con tu compadre.

El Pantera regresó a casa y esperó, con ansiedad, durante horas. Tenían que vender el coche rápido, completo o en partes.

Amalia, la mujer del Pantera, era gorda, envidiosa y sin hijos. Vivía reclamándole a su marido que se hallaran en condiciones tan deplorables. Casi no tenían muebles y guardaban sus pocos objetos de valor en un refrigerador descompuesto que cerraban con un candado. El Pantera siempre gastaba el dinero en alcohol y apuestas. Ella salió del baño cuando el Gato mostraba el botín, que había rescatado del coche, sobre la mesa: un reproductor de CD, una caja de herramientas, un gato, un montón de discos compactos de música desconocida y una guitarra grande. El Pantera le guiñó el ojo, la mano, que el Gato había metido en la bolsa del pantalón, acarició el fajo de billetes y permaneció en su escondite mientras decía:

Hay cosas para vender, pero lo que es los discos y el guitarrón, va a estar difícil colocarlos.

Tengo unos conocidos que cantan en Garibaldi. Tal vez alguno sepa qué chingados es esta madre, dijo el Pantera, levantando la guitarrota.

Los mariachis dijeron que se trataba de un violonchelo, una especie de violín grande. Les dieron la dirección de una persona que arreglaba instrumentos musicales; tal vez podría tener algún valor, aunque lo más fácil era ir al Monte de Piedad. Regresaron noche a casa. Amalia estaba inquieta, quería saber el monto de lo robado. Siempre se mantenía alerta para arrancar los primeros pesos de las garras de su marido; además, pensaba que las primicias del botín le daban buena suerte. Ellos no le dijeron nada de la cantidad que habían obtenido en el deshuesadero, pero sí acerca del violinsote. Ella insistió en verlo. Lo sacaron de la funda, en una bolsa lateral encontraron un palo largo que dejaron en el suelo. Pulques, el perro, comenzó a mordisquearlo. Los tres miraban el instrumento con extrañeza.

Brilla chido, parece un mueble. Y esto, ¿cómo se toca?, dijo Amalia.

Sepa la madre, mañana lo cambiamos por unos pesitos y asunto arreglado, agregó el Gato.

¿Qué tanto pueden valer unas tablas embadurnadas de laca? Pero lo que nos den, será para usted, mi reina, aseguró el Pantera en tono zalamero.

Al día siguiente, fueron al Monte de Piedad. El valuador les preguntó por el arco.

-Pues ni que fuera a disparar flechas, dijo el Gato.

Allí se enteraron que sin el arco, el palito que habían dejado en el hocico del Pulques, no les darían un centavo. Si lo recuperaban, obtendrían a cambio trescientos pesos. Probaron suerte en otro lugar.

La dirección que les dio el mariachi era de un violinista, quien los recibió con amabilidad. Sacó el instrumento de su funda y lo colocó con cuidado sobre una mesa. Los dos ladrones estaban sorprendidos pues lo examinaba como si fuera un doctor. Cerraba el puño y con los nudillos golpeaba la madera y sonreía. Con una lámpara pequeña revisó el interior. No les pidió el arco, lo cual consideraron una gran ventaja. Alumbraba una etiqueta que apenas se veía desde afuera. Permaneció pensativo y después de unos segundos les dijo:

Muchachos, este instrumento es muy valioso. No quiero saber de dónde lo sacaron, pero les puedo adelantar que no tengo dinero suficiente para comprarlo. Vale varios millones, unos diez o tal vez más. Los pondré en contacto con un traficante de arte, un franchute un poco mamón. No es fácil de vender, pero podrían salir de pobres. Cuídenlo: si lo rompen perderá su valor. Eso sí, me darán una comisión si se hace la venta.

El Pantera y el Gato se miraron con asombro. ¿Diez millones? Nunca imaginaron tanto dinero junto en su vida. Aceptaron de inmediato. Esa misma noche le contaron todo a Amalia. Ella se emocionó, reía y lloraba a ratos. Por fin tendría su casa. Quería una mansión grande en una zona residencial con muebles como los que se ven en la televisión y un coche del año. Las mujeres del barrio la envidiarían. Los dos ladrones la dejaron sumida en sus ensueños para asistir a la cita con el franchute.

Jean era un hombre bajo, rechoncho y de mejillas pálidas. Usaba un sombrero oscuro y una gabardina beige. Llegó a casa del violinista con un portafolio. Al examinar el instrumento, exclamó:

-Mon Dieu, un Stradivarius.- Sacó una bolsa del portafolio.- Aquí tienen, quinientos mil pesos. Yo me despido.

- Momento amigo. Aquí nuestro socio, nos dijo que vale más de diez millones. No nos vas a transar; aulló el Pantera, sacando una pistola.

El Gato quiso arrebatarle el instrumento a Jean, forcejearon. El violonchelo salió volando. Mientras estuvo en el aire, Jean sintió un escalofrío. El violinista se aventó entre ellos y lo alcanzó a detener antes de que tocara el suelo.

-¡Idiotas! Como gusten, pero es mi última oferta. Se van a arrepentir, gritó furioso Jean y salió de un portazo.

El cuarto quedó en silencio. El violinista los miraba con reproche.

-Bueno, creo que fue una pendejada. Estos instrumentos están asegurados y la policía ya habrá iniciado una investigación. Tengan cuidado. Váyanse. Por cierto yo no los conozco, agregó molesto.

Regresaron con un poco de temor a casa. Tomaron un taxi, no los fueran a asaltar en la calle. Les pareció extraño ver un hombre parado en la esquina cuando llegaron. Amalia estaba sentada en la cocina, con la cabeza llena de tubos y la cara blanca de crema. Se sorprendió al verlos con el instrumento.

-¿Qué pasó?

-Cállate, ahorita te contamos. Primero apaga la luz, tengo que asomarme por la ventana. Parece que nos venían siguiendo, murmuró el Pantera.

Amalia se enfureció al escuchar la historia ¿Quién les iba a comprar aquello? No tenían idea de dónde venderlo. Cuando llegaron a la parte de la policía, Amalia se le fue encima a golpes al Pantera. Ahora debían esconder el violonchelo. Por lo pronto, lo guardó bajo llave dentro del refrigerador descompuesto.

El Gato y el Pantera deambularon durante tres días por el centro. Preguntaron en las tiendas de música si sabían de alguien que comprara instrumentos usados. Los miraban con recelo y los mandaban al Monte de Piedad. Pusieron una nueva cerradura. Ahora vivían asomándose por las ventanas.

Una tarde lluviosa, un hombre de gabardina llegó a tocar a la puerta; dijo que era un investigador. Amalia supo que buscaba el instrumento. El hombre le pidió permiso para pasar, ella, temerosa, le permitió el acceso. Él se paró justo frente al refrigerador, pero no pidió la llave. Era una casa muy pobre, se marchó convencido de que a pesar del pitazo que le habían dado, allí no podía vivir nadie sospechoso. Amalia tuvo que despedirse de todos sus sueños de grandeza; se puso a llorar. Al anochecer, llegó la mancuerna. La mujer estaba histérica. No paraba de gritar, les reclamaba con dolor la pérdida de sus ilusiones. Luego de descargar su ira, los corrió y ordenó que sacaran cuanto antes aquella maldición de su casa.

El Gato y el Pantera pasaron la noche sentados en el escalón afuera de la puerta. Por la mañana hicieron un último intento antes de ir al empeño. Recorrieron las plazas buscando músicos ambulantes, pero ninguno usaba algo parecido. Cerca de la Catedral, encontraron una orquesta de viejos ciegos que tocaba valses de Juventino Rosas. Eran los clientes ideales. El Pantera le habló del instrumento al músico del tololoche. El viejo le dijo que eran pobres, pero se interesó y preguntó el precio. El Pantera, resignado a salvar algo del naufragio, le pidió mil pesos. El músico regateó y ofreció quinientos. Los ladrones se miraron con tristeza y aceptaron. Irían a recogerlo.

Llegaron sofocados. La mujer sacó el violonchelo del refrigerador y lo miró por última vez como quien mira el tesoro de Moctezuma irse de sus manos. Ese trozo de madera se llevaba sus sueños. Lo guardó dentro de una bolsa negra de basura. Los hombres la rellenaron de papel periódico para que pareciera un costal de desperdicios. Al salir, se dieron cuenta que los seguía un hombre de gabardina beige. El Pantera detuvo al tipo. Mientras se liaban a golpes, el hombre le gritaba: traigo el dinero, dame el violonchelo.

El Gato tomó el costal y corrió con todas sus fuerzas: no quería ir a la cárcel. Ya no soportaba esta pesadilla. A lo lejos, vio un camión de basura.

-Es el franchute, aulló con desesperación el Pantera.

Pero el Gato sólo pensaba en deshacerse del paquete. Se detuvo y le entregó la bolsa al hombre de la basura. Éste lo aventó al contenedor que se encontraba lleno. El Pantera y Jean corrían y le gritaban que se detuviera, pero el Gato no los pudo escuchar. El hombre de la basura dio la señal y el chofer accionó la prensa del contenedor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06
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