Fuego lunar

Rebeca Mata

Resbalé y caí muchas veces, mi vientre pesaba mucho. Las ramas crujieron bajo nuestros pies mientras huíamos por el bosque. Recorrimos el laberinto sin errores, ya que don Joel lo conoce muy bien. Nunca soltó mi mano. Ahora entiendo porqué mis padres le tenían fe ciega. Los hombres gritaban, nos seguían con rifles y palos.

Anoche nos refugiamos en su cabaña. En ese momento nació mi hijo. Don Joel lo recibió. Me fui desvaneciendo en el cansancio. Desde que desperté, todo es confusión y siento los pies flotando en un calor dulce.

Hace tiempo mis padres fallecieron en un accidente. Tuve una impresión terrible al ver sus cadáveres descoyuntados. Mi hermano Daniel y yo recibimos de ellos esta hacienda, donde pasamos nuestra infancia. Tras muchos años de separación y estudios en el extranjero, nos volvimos a encontrar en este pueblo, entre las montañas.

Estando fuera del país, yo tenía vagos recuerdos del sitio, pero el entorno empezó a devolverme escenas. Con el aroma fresco del campo sentí un intenso deseo de permanecer aquí para siempre. Acordé con Daniel pasar una temporada en este territorio recién heredado. Al verlo llegar, me di cuenta de que mi hermano se había convertido en un hombre apuesto.

Durante las tardes, entre pinos y oliendo la tierra húmeda, recordábamos la necedad de nuestros padres de mantenernos separados. Ellos nos visitaban a cada uno en internados diferentes y después desaparecían por largas temporadas. Al resultarme tan ajenos, su fallecimiento apenas me dolió y me libró del encierro.

Desde que llegamos, la gente del pueblo nos evitó. Mencionar mi nombre y apellido fue suficiente razón para que se mostraran adustos. Yo intentaba conversar, pero ellos me daban respuestas cortantes. Como por varios años la propiedad estuvo deshabitada, traspusieron poco a poco los límites. Sus animales abrevaban dentro de nuestro terreno y merodeaban la casa. Los vecinos deseaban nuestras tierras.

Los sirvientes empezaron por esconderse y luego se fueron de a poco. Al principio, justificaban su partida; después, simplemente desaparecían. Sólo quedó don Joel, el viejo guardabosque. Lo recordaba bajando la falda de la montaña con leña a cuestas.

Me buscaba en los ojos de mi hermano y me reconocía en su rostro, en sus manos largas. A los pocos días, recordé un sueño que había tenido de niña: corría tras algunos animales en medio de la oscuridad.

Al llegar la primera luna llena, mientras dormía, escuché la voz suave de Daniel: "Juliana, vamos al campo". Esa noche volvió el sueño de la infancia: al final yo ardía en medio de lumbre blanquecina.

Amanecí desnuda junto a él, cubierta de sangre y besos. Aún podía evocar su pelambre, sus manos como garras sobre mi espalda, la tibieza de su respirar sobre mi cuello. Entonces, comprendí la separación y el desarraigo. Esperaba ansiosa las noches para bañarme bajo el resplandor lunar, del que emergía sin memoria, desconocida de mí misma. Después, nos metíamos bajo la cascada y nos frotábamos el cuerpo. Él me recorría con su lengua, sus manos acariciaban mis senos y mi vientre. Se enredaba entre mis piernas. Luego corríamos y aullábamos hasta quedar exhaustos.

Un día, durante la cena, don Joel nos comentó: "Hay mucha irritación en el pueblo porque ustedes caminan abrazados y se toman de la mano. Anoche aparecieron despedazadas tres ovejas. Hubo aullidos hasta la salida del sol. La gente tiene miedo, pues piensan que los animales mueren por culpa suya."

Así pasó el tiempo, sin poder evitar doblegarme ante los murmullos de Daniel. Pero llegó el momento en que me fue imposible correr: mi vientre abultado me lo impedía. Aún recuerdo la última vez que lo escuché entre sueños: "Juliana, vamos a cazar". No tuve ánimos para contestarle, hundí mi nariz en el hueco que dejó sobre la cama.

Desperté asustada al amanecer. El viejo guardabosque me dijo que había encontrado muerto a Daniel. Hombres del pueblo con rifles, escondidos en los corrales de sus carneros, le dispararon. Pretendían apropiarse de las tierras.

Salimos por la puerta trasera, cuando los vimos venir entre antorchas, listos para la cacería. Huimos por veredas durante todo el día.

De nuevo llegó la noche, los rayos de la luna atravesaban la ventana. No resistí su poder hipnótico y me sumergí bajo su luz. Me recosté llena de placer. Acepté, con resignación, mi encierro.

Durante un buen tiempo, será imposible salir de aquí. Pensé en morir, pero el nacimiento de Julián me lo impidió. El suave calor que sentía en los pies subió por mi cuerpo. Escuché la voz de Julián: "Madre, vamos al campo". El bebé, con pelambre y garras, succionaba leche de mi seno.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Mar/05
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