El novel escritor y su librito

Roberto Gutiérrez Alcalá

1. La gestación duró más tiempo de lo previsto: casi siete años. Además, estuvo marcada por varios periodos de absoluta esterilidad que sumieron a aquel novel escritor en la desesperación más abrumadora.

Por si fuera poco, cuando llegó la hora del parto, éste se complicó tanto en la última etapa, que hubo un momento en que todos creyeron que el producto estaba perdido definitivamente.

Sin embargo, gracias a que el dueño de la editorial aportó más dinero, el novel escritor al fin pudo dar a luz, en medio de grandes risotadas y palmas de sus parientes y amigos, a un bonito libro de escasos trescientos gramos de peso.

El hombre recibió el librito de manos del editor, lo olió, lo hojeó con sumo cuidado y, mientras lo besaba una y otra vez en el lomo, le susurró tiernamente:

-Serás un libro de bien.

Luego, todos brindaron por aquel acontecimiento tan feliz.

 

2. Había que dar a conocer el nacimiento de aquel libro de poco más de cien páginas. Así se acostumbraba en aquel lugar. El novel escritor, entonces, se dispuso a organizar una velada literaria-musical, en la que un actor leería algunos fragmentos especialmente inspirados de su prosa.

A continuación, después de una breve pausa, un cuarteto de cuerdas, integrado por ex compañeros de la preparatoria a la que el novel escritor había asistido en su primera juventud, tocaría alguna obra de Haydn.

Por último, todos los presentes -incluido él mismo, por supuesto- entablarían, copa de vino en mano, una amena e inteligente charla alrededor del único tema posible esa noche: su librito.

Eso es lo que el novel escritor había planeado en su mente. Faltaba que ocurriera en la realidad.

 

3. El salón alquilado por el novel escritor lucía semivacío. Apenas unos cuantos familiares y amigos, y dos o tres individuos despistados que habían ido por mera curiosidad o para combatir el aburrimiento, se removían impacientes en sus sillas metálicas, a la espera de que el autor se decidiera a abrir el acto.

Pero el novel escritor ni siquiera se atrevía a acercarse a la mesa del presidium. Estaba parado rígidamente detrás de una cortina deshilachada y sucia que servía como telón de fondo, y lo único que deseaba era largarse de allí, con su librito bajo el brazo, y perderse por las calles de la ciudad, hasta que el inclemente sentimiento de ridículo y vergüenza que lo agobiaba fuera desapareciendo de su alma poco a poco.

El actor y los integrantes del cuarteto, no obstante, lo conminaron a dar inicio a la velada literaria-musical que con tanta ilusión había planeado en las semanas anteriores.

-Tú te sientas a la mesa, yo me planto frente al atril y, así, sin más, leo el primer texto, que, dicho sea de paso, me parece muy bueno. Te aseguro que de inmediato voy a captar la atención de los presentes -le dijo el actor.

-Sí, tú no tendrás que decir nada -añadieron los integrantes del cuarteto de cuerdas-. Cuando él termine de leer -y señalaron al actor-, nosotros empezaremos a tocar el primer movimiento de “La Alondra”. Cuando finalicemos, él -volvieron a señalarlo- se pondrá a leer otro texto, y así, hasta que toquemos los cuatro movimientos. Luego podrás dar las gracias, decir que tu librito está a la venta en la entrada del salón y despedirte.

-Pero...

-Nada, nada, es hora de enfrentar el compromiso que te echaste a cuestas.

-Bueno, está bien -accedió, más resignado que convencido, el novel escritor.

Las cosas salieron como tenían que salir: el actor trastabilló de fea manera en casi todas sus lecturas y el cuarteto de cuerdas, por más que hizo su mejor esfuerzo, desafinó en todos y cada uno de los movimientos de “La Alondra”.

Al final de aquella desafortunada velada literaria-musical, el novel escritor sólo vendió trece ejemplares de su librito, es decir, no muchos más de los que vendería el resto de su vida.

 

4. El novel escritor cayó en una profunda depresión. Se la pasaba pensando obsesivamente en el destino trágico de su existencia y en la penosa incertidumbre de los tiempos por venir. Incluso llegó a creer que la profesión de escritor implicaba, por fuerza, dolor y sufrimiento, y para demostrárselo sólo tenía que recordar, una y otra vez, a innumerables autores que, debido a múltiples y variadas causas, habían tomado la determinación de suicidarse o, bien, concluido sus días en un manicomio, revolcándose en sus propias miserias, olvidados del mundo y, lo que es peor, de sí mismos.

Era de verse lo que sufría el novel escritor.

Sin embargo, como dicen los sabios, el tiempo pasa y todas las cosas, incluso las más terribles, se desinflan y van adquiriendo, lentamente, una dimensión tolerable.

Al cabo de tres semanas, el novel escritor despertó una soleada mañana sin sentir ya sobre su ser el peso descomunal que lo mantenía en un estado de sopor permanente.

-¡Hurra! -exclamó entonces, y por primera vez en muchos días dejó la cama y se dio un buen regaderazo.

 

5. El novel escritor se dispuso a vestirse y sentarse a la mesa del comedor para disfrutar un par de huevos rancheros con frijoles refritos y un café americano con dos y media cucharaditas de azúcar.

Tenía la cabeza llena de ideas deslumbrantes y buenas intenciones.

Uno de sus objetivos inmediatos era llevar su librito a los críticos literarios que escribían en los periódicos y revistas de la ciudad. En ese momento venturoso creía que aquellos individuos bien podían prestarle atención, y aun comentarlo y -¿por qué no?- ponderarlo positivamente.

Eso creía el novel escritor.

Apenas terminó su desayuno, fue a la papelería más cercana, compró diez sobres de papel tamaño carta y metió en cada uno de ellos un ejemplar de su librito. A continuación los rotuló, los acomodó en una gran bolsa de plástico y salió a la calle, dispuesto a no hacer otra cosa que entregarlos en sus respectivos destinos.

Iba tarareando una melodía que hacía muchos años le había escuchado silbar a su padre. No sabía cómo se llamaba ni quién la había compuesto (su padre nunca se lo dijo), pero era tan encantadora, tan hermosa, que daban ganas de llorar, o casi.

 

6. El novel escritor tomó otra determinación trascendental: inscribir a su librito en un certamen literario convocado, año tras año, por una institución educativa de indudable reputación y por dos o tres mecenas de la iniciativa privada que aún no estaban convencidos del todo de que apoyar dicho certamen fuera lo mejor (para ellos, claro).

Había que mandar, por correo, cinco ejemplares de la obra concursante, así como los datos personales del autor (edad, nacionalidad, dirección, teléfono...) en un sobre lacrado.

Con entusiasmo sincero, el novel escritor recurrió otra vez a su lote personal de ejemplares, envolvió cinco en papel de estraza, puso sus datos personales en un sobre que ensalivó más de la cuenta y se encaminó a la oficina de correos más cercana. Cuando salió de allí, se sentía ligerito, ligerito.

En su pecho latía una posibilidad luminosa como una luciérnaga: ganar el concurso.

 

7. Durante las siguientes semanas, el novel escritor no dejó de comprar, a diario, los periódicos y las revistas donde consideraba que podría salir publicado algún comentario sobre su librito.

Iba directamente a la sección cultural y con ojos ávidos y curiosos buscaba las notas referidas a las novedades editoriales. Luego, al comprobar que ninguna hablaba -ni bien ni mal ni regular- de su librito, suspiraba hondo y, para no caer en las filosas garras del desánimo y la desesperanza, se decía a sí mismo:

-Calma, sé paciente.

Pasaron las semanas, los meses, hasta que un día el novel escritor resolvió ya no malgastar su dinero en aquellos periódicos y revistas que, por lo demás, iban formando unas columnas cada vez más altas y peligrosas en el estrecho pasillo del departamento donde vivía.

Ahora lo único que podía hacer, pensaba, era esperar el resultado del certamen literario.

 

8. Ya se sabe que depender emocionalmente del resultado de un certamen literario -o de lo que sea- es, además de desgastante, inútil. ¡Cuántas mentes brillantes y talentosas, pero pusilánimes y soberbias hasta el extremo, han sucumbido ante un fracaso mal digerido, ante la natural frustración que conlleva cualquier derrota o, si se prefiere, la falta de éxito! El novel escritor pertenecía a esa clase de seres, aunque no estamos seguros de que realmente fuera brillante y talentoso.

Por eso, cuando se enteró de que su librito no había obtenido el primero ni el segundo ni el tercer lugar -vaya, ni una triste mención honorífica- en aquel concurso, sintió que el mundo se desplomaba sobre él.

Se puso la piyama, se metió en la cama y prestó oídos, una vez más, al canto oscuro de la diosa Melancolía.

9. Hagamos un alto en el camino y descubramos qué era lo que pensaba y sentía el otro protagonista de esta historia: el librito.

Estaba un poco asustado ante lo que podría llamarse su futuro incierto y, también, muy confundido y desilusionado de la vida, pues al nacer, en medio de tantas muestras de entusiasmo y alegría, había creído que sería más o menos fácil darse a conocer en el ámbito de las bellas letras, y ser leído profusamente y admirado y premiado por toda clase de academias, institutos, sindicatos de críticos literarios y agrupaciones de lectores anónimos. Ése era, según su entender, el desarrollo lógico de un libro como él, concebido y escrito con tanta ilusión, tanta pasión y tanto deseo.

Pero ahora se daba cuenta de su error de apreciación. ¿Cuál era la razón de su falta de éxito? ¿Acaso las letras, las palabras, las cláusulas gramaticales que contenía, no hablaban de cosas sabias y maravillosas, de cosas inquietantes y sublimes que podían iluminar el entendimiento de los lectores y conmover su corazón? ¿Acaso él no era lo que se dice un excelente libro, como se le había hecho creer? ¿Había sido engañado? Éstas y otras preguntas agitaban sus exiguas páginas y lo hacían derramar todas las noches, mientras permanecía en silencio en un frío estante del librero de su autor, no pocas lágrimas con olor a tinta aún fresca.

 

10. Cuando levantó cabeza de nuevo, como se dice, el novel escritor empezó a llevar un Diario en el que apuntaba todo cuanto pensaba, veía y sentía. Por ejemplo, si hacía mucho calor en la ciudad, abría la libreta destinada para tal fin, ponía la fecha en una hoja y debajo, con letra bien delineada, escribía lo siguiente: “Hoy hace calor.”

De esta manera, reflexionaba, las generaciones futuras tendrían acceso tanto a sus mejores ideas como a sus nobles -y a veces no tan nobles- sentimientos.

Por lo que se refiere a su librito, lo tenía arrumbado en aquel frío estante de su librero, a la espera de mejores tiempos para volverlo a lanzar al mundo.

Un día consideró que esos tiempos habían llegado. Se puso en contacto con los directores de las diecisiete bibliotecas del país y se los ofreció, en donación, para que pudiera ser leído y consultado por quienes estuvieran ávidos de placer estético, conocimientos e ingenio. Eso les dijo.

Los directores de las diecisiete bibliotecas del país aceptaron el librito y le agradecieron al novel escritor su generosa donación.

Con todo, aquel enclenque librito no sería solicitado por nadie que visitara esas bibliotecas en los próximos cuarenta y cinco años, y aun después.

 

11. Muy pronto, el novel escritor abandonó la redacción de su Diario, porque se dio cuenta de que la realidad lo desbordaba a cada momento. Pero como era muy terco y obstinado -y además tenía que ganarse la vida de algún modo-, incursionó en otros menesteres relacionados con la palabra. Así, trabajó como corrector de estilo en una revista semipornográfica, escribió -por encargo- un folleto médico en el que explicaba con lujo de detalles cómo evolucionan las hemorroides y fue redactor en jefe de una imprenta dedicada, exclusivamente, a la elaboración de recibos de honorarios, calendarios, tarjetas de presentación e invitaciones de todo tipo (a bautizos, primeras comuniones, bodas...).

De vez en cuando revoloteaba dentro de su cabeza, como un pajarraco mal comido y sediento, la idea de garabatear otro libro. Sin embargo, la amarga experiencia vivida con el primogénito lo disuadía de inmediato.

 

12. Una noche, luego de una larga y aburrida jornada de trabajo, el novel escritor se encontró de pie frente a la puerta de su departamento. Entonces, por esas cosas que tiene la vida y que suelen ser inexplicables, bajó la vista y vio tirado, debajo de la alfombrilla de la entrada, un sobre.

El novel escritor se agachó, lo levantó y se lo guardó en la chamarra. A continuación metió y giró la llave en la cerradura, empujó la puerta y entró en su departamento. Todavía transcurrieron unos segundos (digamos tres o cuatro) antes de que resolviera dejar su portafolios y su paraguas junto a una enorme planta de sábila que le servía para preparar, cada fin de semana, una extraña pócima contra el estreñimiento.

Ya libres ambas manos, sacó el sobre de la chamarra, le dio vuelta y supo que se lo enviaban de la editorial donde había dado a luz hacía ya bastante tiempo. Lo rasgó, desdobló la hoja de papel que contenía y leyó lo siguiente:

 

Fino y estimado señor Z.:

Por órdenes del señor Y. le comunico que, desde el 7 de marzo de 19... hasta hoy, 7 de marzo del 20..., se han vendido, en la única librería que aceptó exhibirlos, once ejemplares de su obra.

Le adjunto un cheque por la cantidad correspondiente a los derechos de autor de esos once ejemplares. Asimismo, me permito notificarle que, a partir del 8 de marzo del año en curso, ha quedado sin efecto cualquier compromiso mercantil entre usted (el autor) y nosotros (la editorial).

Atentamente,

Licenciada X.

 

El novel escritor cogió de nuevo el sobre desgarrado, extrajo de él un cheque por una cantidad irrisoria y pegó un grito de franca alegría.

 Aunque lamentó el rompimiento con la editorial, esa noche se entregó a la felicidad: brindó por su librito y, también, bailó un conocido tango en su honor.

Cuando ya estaba en su cama, semidesnudo, le vino a la mente una pregunta angustiosa: ¿y si aquellos once compradores de su librito no lo habían leído?

 

13. Ustedes se preguntarán cómo se la pasaron los ejemplares del librito del novel escritor en la librería donde debieron permanecer todo ese tiempo, a la espera de que alguien los comenzara a hojear y se aventurara a comprarlos, ilusionado por lo que prometían sus páginas.

Respondemos: mal, muy mal.

Al principio, por un lapso muy corto (de sólo siete días) compartieron la flamante mesa de novedades con un sinnúmero de libros más gruesos, atractivos y prestigiosos que ellos. Casi todos se dedicaron a mirarlos feo y a ridiculizarlos en voz baja -y también en distintos idiomas-, debido, obviamente, a su aparente endeblez tanto física como literaria.

Este martirio llegó a su fin cuando el dueño de la librería decidió que era hora de poner las viejas novedades no vendidas en los estantes del fondo, pues las nuevas novedades habían arribado y cada una tenía derecho a ocupar un espacio en la mesa de novedades.

Por fortuna, los ejemplares del librito del novel escritor fueron colocados muy lejos de los libros que los habían humillado, con lo cual experimentaron cierto alivio. Sin embargo, en su nueva ubicación, las posibilidades de ser vistos y manoseados (en el buen sentido de la palabra) disminuyeron de manera considerable.

Allí, en compañía de otros libros igualmente ninguneados por la mayoría de los compradores, se prepararon para enfrentar otra etapa de su existencia: la del empolvoramiento y el olvido total.

Como ya se dijo, once tuvieron la suerte de evadir, en distintas épocas, ese destino adverso.

 

14. A pesar de que lograron salir airosos de aquella librería, ninguno de los once ejemplares vendidos fue leído nunca por su respectivo comprador ni por nadie más en cuyas manos cayó alguna vez.

Hubo un caso emblemático: un hombre sacó, de manera accidental o fortuita, un ejemplar del estante en donde yacía olvidado y, atraído por su portada, lo adquirió sin darle muchas vueltas al asunto.

Ya en casa, el comprador empezó a analizar lo que había hecho. No tardó en llegar a una conclusión en verdad molesta para él: aquélla había sido una compra compulsiva, pues, viéndolo bien, no tenía tiempo para leer nada, ni siquiera la obrita que ahora sostenía entre las manos.

Entonces, encorajinado hasta la médula, arrumbó el ejemplar del librito del novel escritor en una caja de cartón, junto a otros libros de otros autores que pensaba vender en una librería de viejo, con el fin de recuperar parte del dinero que había invertido en ellos.

 

15. Un hombre maduro, de andar lento y pesado, entra en una de esas librerías de viejo que se ubican, casi siempre, en el centro de las ciudades. Durante un rato pasea la mirada por los estantes que cubren, del piso al techo, las paredes de aquel establecimiento ruinoso y maloliente. Aparentemente busca un libro en especial, pero en realidad sólo está curioseando, como se dice.

De pronto, uno atrae su atención. Alarga una mano y lo saca de su estante. Al contacto con los dedos del hombre, el libro parece crujir.

El hombre lo abre al azar, en cualquier página, posa sus ojos cansados y tristes en el comienzo de uno de los párrafos, y empieza a leer. A la par que las palabras van entrando en el laberinto de su cerebro como diminutos vagones de un ferrocarril infinito, los ojos se le llenan de lágrimas. Intenta repetir en voz baja la última línea, pero no puede. La emoción -una emoción auténtica, poderosísima- se lo impide.

Cuando el dueño de la librería le dice que es hora de cerrar, el hombre acerca el libro a su boca, lo besa y lo vuelve a acomodar en su sitio. Luego sale de aquella librería de viejo, voltea a derecha e izquierda, y se incorpora al torrente de gente que a esa hora de la tarde-noche ya inunda las calles de la zona.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05