La Ruta de las Cigüeñas

Ricardo Martínez Cantú

Olaf tiene una habitación común y corriente en uno de los pisos intermedios de una torre habitacional como cualquiera. Millones de personas viven bajo sus pies y millones viven por encima de su cabeza. Una vez, siendo muy pequeño, viajó con su mamá a la planta baja y hasta salieron a la calle. Según le platicaba luego su madre, el viaje duró poco más de un año de ida y poco menos de dos de regreso. Él casi no logra recordarlo porque era entonces muy pequeño. Ignora por qué tuvieron que ir, pero sí se acuerda de que la calle es húmeda y oscura, con animalitos blandos que corren entre tus pies y a los que difícilmente alcanzas a ver como escurridizos manchones negros. No obstante que le resultó divertido caminar en ese suelo movedizo, ahora que es adulto y vive solo, no pensaría en volver ahí. En cambio a la azotea, a pesar de estar más lejos, sí tiene planeado ir. No quisiera morirse sin haber conocido las estrellas. A menudo se entretiene soñando con el proyecto de viajar alguna vez hasta allá arriba en el futuro; pero deberá ser más adelante, cuando disponga de un tiempo indefinido y haya podido ahorrar lo suficiente.

Hace apenas un año subió ochenta y nueve pisos -lo más lejos que ha llegado en esa dirección- para visitar a su tía Leonor. Esa visita a la única pariente que le queda en el mundo no duró mucho tiempo porque -aunque ella jamás se quejó y siempre fue muy amable- él se dio cuenta de que su presencia la incomodaba. Olaf mismo se sintió mortificado en una habitación que estaba tan ordenada y reluciente que, a pesar de todos los esfuerzos, uno terminaba dejando huellas de su paso por todas partes: en el piso, en el baño, en la cama que no se llegaba a tender con la perfección requerida y en cualquier otro objeto que se tocara. Además y sobre todo, lo desesperaban las ventanas cerradas. Leonor logra mantener el polvo alejado de su cuarto gracias a que nunca abre las ventanas. Pero eso también impide que el aire circule y que los pájaros puedan entrar.

A Olaf le gustan las ventanas abiertas y por eso las de su propia habitación sólo las cierra en invierno y únicamente los días en que hace mucho frío. Entonces es bueno sentirse protegido en un lugar cerrado. Su cuarto, como todos, tiene dos ventanas grandes: una que mira hacia el norte y otra que mira hacia el sur. Las cigüeñas que emigran en el otoño o que regresan en la primavera pueden cruzar la habitación de Olaf, evitándose tener que rodear el edificio. A él le gusta escuchar el batir de alas dentro de este espacio que es su guarida, pero que también es parte de la ruta de las cigüeñas. Le parecen mágicas las plumas blancas o negras que a veces las aves sueltan a su paso y que él colecciona en dos floreros de cristal transparente que ha colocado sobre el librero. Es cierto que las cigüeñas a veces dejan caer también otras cosas menos poéticas, pero Olaf sabe que la mierda es parte de la vida y no hay por qué hacer aspavientos al respecto como la tía Leonor. Basta con limpiarla y se acabó.

Cien metros hacia el norte y cien metros hacia el sur de la torre de Olaf hay otras torres habitacionales semejantes. La que se ubica al norte debe ser rodeada por las cigüeñas o, si acaso la cruzan, será por algún punto que él no alcanza a distinguir. Todas las ventanas que logra ver, tanto hacia arriba como hacia abajo, a la derecha y a la izquierda, están siempre cerradas y con las cortinas corridas. Ese no es el caso, sin embargo, de la torre habitacional ubicada hacia el sur. En ella hay, ahora, otra ventana abierta exactamente enfrente de la de Olaf. Las cigüeñas que atraviesan su habitación en el otoño, cruzan luego el espacio que separa las dos edificaciones y terminan perdiéndose al entrar en esa otra ventana. Las cigüeñas que regresan en la primavera, provienen precisamente de ahí.

En la habitación de enfrente vive una muchacha. Olaf la ha estado observando desde que se mudó. Por la distancia no logra distinguirla bien, pero la agilidad de sus movimientos y su silueta espigada, revelan que es joven y optimista.

Él tiene un telescopio guardado en un cajón de la cómoda, debajo de las camisetas. Lo compró hace algunos años en la ferretería que está dos pisos más arriba y kilómetro y medio hacia el oeste. Lo adquirió con el propósito de poder observar de cerca las estrellas cuando haga el viaje a la azotea. Ha sentido el impulso de utilizarlo para contemplar a su vecina con más detalle, pero se ha contenido porque espiar no le parece decente. Siempre que la mira, lo hace dando la cara, parado en la ventana. Está seguro de que ella se sabe observada y siente que eso no le molesta; incluso parece gustarle. Debe de ser bailarina -si no profesional, al menos aficionada- ya que se pasa toda la tarde danzando. Además practica sus rutinas donde él pueda verla.

Un día de verano en el que ya no hay vuelo de cigüeñas y ella no danza, sino que está ahí sin más, recargada en el marco de su propia ventana, con actitud melancólica y reflexiva, Olaf le hace una seña con la mano a manera de saludo. Ella, con un movimiento brusco, vuelve la cara hacia otro lado y desaparece. Apenas empieza Olaf a recriminarse el haber estropeado las cosas con su precipitación, cuando ella atraviesa, desnuda, el espacio de su ventana en un elástico salto de ballet. Después, las cortinas que nunca se cerraban, se cierran por primera vez. Pero al otro día amanecen de nuevo abiertas.

En la siguiente migración, Olaf atrapa una de las primeras cigüeñas que cruzan por su cuarto. Con un listón rojo le amarra en una pata la carta que tiene escrita desde el verano. Simplemente dice: "Me llamo Olaf y a mí también me gustan las cigüeñas." Se para en la ventana con el pajarraco bajo el brazo izquierdo y al mismo tiempo que levanta, con la mano derecha, la pata del animal donde ha amarrado la carta. Cuando está seguro de que ella lo ha visto, suelta a la cigüeña y sabe de inmediato que ella ha entendido la situación porque la ve correr a cerrar la ventana del fondo para que el ave, una vez que haya entrado en su cuarto, ya no pueda salir. La muchacha se oculta luego a un lado de la ventana del frente y, tan pronto como la mensajera pasa, la cierra también. Ha logrado atraparla en su habitación y no la dejará ir hasta tener la carta. Momentos después, se abre la ventana y ella aparece saludándolo con el papel que tiene en la mano para que él sepa que todo ha salido bien.

Tres días más adelante Olaf le envía otra carta que dice: "A mí también me gusta el viento. Y me gusta tu vestido azul cuando lo llevas puesto. Y cómo se mueve con el viento cuando atraviesas la ventana y cuando danzas." Dado que esa misma tarde la muchacha se pasa varias horas bailando con su vestido azul, él está seguro de que ella comprendió su mensaje y le corresponde. En esto último no se equivoca, aunque sí en lo primero. Ella habla otro idioma y las cartas de Olaf le han resultado incomprensibles.

Al iniciarse la construcción de las dos torres, hace ya varios siglos, las congregaciones que emprendieron el trabajo hablaban la misma lengua. Sin embargo, con el paso del tiempo esa lengua dio origen a dos idiomas diferentes. Lo único que la muchacha ha logrado entender de los dos mensajes enviados, es que él se llama Olaf. Por eso, cuando aquella tarde termina de bailar, se para frente a la ventana con una sábana extendida en la que ha escrito con pintura verde y grandes letras mayúsculas: OLGA.

Él sigue escribiéndole todos los días mientras dura la migración de las cigüeñas y ella termina por descifrar sus cartas porque se compra un diccionario bilingüe. En la primavera, con las cigüeñas viajando en sentido contrario, Olga es quien escribe. Entonces él sabe que ella habla otro idioma y también se consigue su diccionario. Para cuando la primavera termina, tienen ya un plan perfectamente trazado y, con la última cigüeña que retorna del sur, Olga le envía la red de estambre amarillo que ha estado tejiendo desde la semana anterior.

Sólo deberán, ahora, esperar algunos meses, a que se inicie de vuelta el paso de las emigrantes.

En el otoño, cuando las cigüeñas comienzan a cruzar otra vez por su habitación, Olaf empieza a atraparlas sistemáticamente con el procedimiento de cerrar la ventana de salida. Enviará un mensaje pesado y necesita por ello tres docenas de mensajeras. Al llegar al número requerido, amarra de sus patas los 72 extremos de los 36 hilos (18 horizontales y 18 verticales) que, después de entrecruzarse, sobresalen de la malla.

Extiende la red en el centro de la habitación -lo mejor que puede, ya que las cigüeñas nunca dejan de alborotar- y se sienta, con las piernas cruzadas, en el centro de la misma. Entonces se da cuenta de que yendo por completo dentro del tejido, de seguro se golpeará y, en lugar de salir, se atorará en el antepecho de la ventana. Por esa razón se pone de pie y saca las piernas por dos agujeros de la malla; saca también los brazos y amarra la red con un cordón por encima de su cabeza. Con las piernas libres, al menos podrá caminar hasta la ventana, tirado por las cigüeñas en su salida, y podrá subirse al travesaño antes de lanzarse al vacío.

Considerando que ya está listo, jala del cordón que ha dispuesto para poder abrir la ventana desde lejos. Tan pronto como queda despejada la salida, las cigüeñas se precipitan impacientes al exterior y se amontonan al querer salir todas al mismo tiempo. Ya que están fuera, el jalón que recibe Olaf fue tan fuerte que apenas logra saltar el antepecho para no golpearse la piernas.

A las aves, que por fin se han visto libres, les resulta sorpresivo el peso de la carga que deberán llevar y Olaf siente que cae vertiginosamente. Piensa que va a precipitarse hasta la calle y que las cigüeñas, en el mejor de los casos, apenas si le servirán de paracaídas; pero no es así. Diez o quince pisos más abajo el descenso comienza a detenerse poco a poco y es seguido por un trabajoso ascenso. Las cigüeñas saben que deben recuperar el mismo nivel del que partieron si quieren cruzar hacia el sur por el cuarto de la muchacha.

Hay un nuevo alboroto con las tres docenas de cigüeñas queriendo todas ser las primeras en entrar a la habitación de Olga. Olaf no puede impedir chocar contra la ventana del piso de abajo que, por fortuna, no se rompe. Cuando el vecino abre, indignado, las cortinas para ver qué pasa, sólo alcanza a mirar un par de piernas que desaparecen hacia arriba.

Treinta y seis cigüeñas y una muchacha jalan, ahora, a Olaf hasta que logra asirse del borde de la ventana que es su objetivo y elevarse para penetrar en ella.

Han pasado varios años. La pareja viaja en primavera y en otoño. Pasan el invierno en la habitación de Olga y el verano en la de Olaf. No han subido todavía a la azotea pero ya lo harán después, cuando Omar crezca un poco más. Porque ahora ya son tres; tienen un niño bilingüe y precoz, quien precisamente hoy le ha preguntado a su madre cómo llegó al mundo.

Olga le contestó sin dudar:

-Te trajeron las cigüeñas.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01