Saludos de Darth Vader

A Carlos Becerril

Mauricio Carrera

"Llamando a todas las unidades, llamando a todas las unidades", sonó el aparato. "Un 030-20-1 en Mercer y Bellevue. Repito: un 030-20-1 en Mercer y Bellevue..."

-¡Eso es cerca de aquí, Elliot!

"El sospechoso es un hombre blanco, probablemente armado y mantiene rehenes. Procedan con precaución todas las unidades...", continuó el aparato con su voz de sargento o suegra radiofónica.

-¡Al Capone! Tiene que ser Al Capone.

-¿Cómo lo sabes?

-Intuición, corazonada, mi olfato de sabueso, llámalo como quieras.

-¿Vamos a ir?

-¡Claro, Elliot! Es nuestro deber.

-Pero...

-Nada de peros. Tú, tranquilo. Vamos, que para eso nos pagan. Agárrate bien y pásame el micrófono. "Aquí unidad 26, aquí unidad 26. Procedemos, digo, procedo...", por poco y te descubro -le susurró a Elliot-, "a 030-20-1. Repito: unidad 26 procede a 030-20-1. Cambio y fuera".

La sirena ululante les abrió paso entre el pesado tráfico de la tarde. Las llantas rechinaron al doblar la esquina de Broadway y Roy, donde en busca de un atajo bajaron a toda velocidad por la empinada calle. A lo lejos, como un reflejo atrayente y dorado, se veía el mar. El mar con la profusión de lanchas y de veleros de quienes habían salido para aprovechar el primer día del verano. Algo que el policía apenas notó. Estaba nervioso, las manos bien apretadas al volante; un sudor frío recorría su espalda, su frente.

-¡Ah, cómo me gusta, cómo me gusta esto! -quiso darse ánimos-. Como en los viejos tiempos, ¿eh, Elliot? Cuando jugábamos a policías y ladrones.

-Si, pero eso era un juego; ésta es la vida real. Los ladrones no disparan con pistolas de agua.

-Es lo mismo.

-¿Cómo que es lo mismo?

-Con las pistolas de agua uno se cuida de que no lo empapen y con las otras de que no nos maten. Es lo mismo. Son los riesgos de crecer, Elliot.

-O de aceptar este empleo.

-No seas miedoso.

-¿Qué?

-Que no seas miedoso. Es miedo lo que tienes.

-¿Miedo? ¿Miedo yo? ¿De qué hablas? Bueno... -se hizo una pausa-. Un poco. Como siempre.

-No te preocupes.

-"Tú déjalo en mis manos" -lo remedó Elliot.

-Sí. Tú déjalo en mis manos.

-Igual que la otra vez. Tu "déjalo en mis manos" y mira lo que pasó: con los bomberos, dos meses en el hospital; en el rodeo, nos vistieron de payasos; y con los guardaespaldas y los paramédicos, ¡nos despidieron de inmediato!

-No sigas.

-¡Cuidado!

Estuvieron a punto de atropellar a una anciana que parecía llevar cien años tratando de atravesar la calle y a la que le faltaban cincuenta más para llegar al otro lado. El policía dio un rápido giro al volante y, subiéndose a la banqueta, la esquivó milagrosamente.

-¡Fiuf! -exclamó Elliot.

-Como en los viejos tiempos, ¿eh? Tú Fittipaldi y yo Ayrton Senna. ¡Roammm, roammm, roammm...! -imitó el motor de un Fórmula 1 y metió el acelerador hasta el fondo. -Ahora sí -amenazó sonriente-: te llegó tu hora, Al Capone...

Fueron los primeros en llegar.

Estacionó la patrulla frente al restaurante.

"Betty's Fine Food", se llamaba.

No se veía a nadie pero se escuchaban gritos y ayes de dolor, algunas peticiones de auxilio.

-¡Los está matando! Hay que hacer algo. ¡El altavoz! -tomó el micrófono. Lo conectó a la bocina y ordenó; tenía la voz temblorosa: -¡Entrégate, Al Capone, estás rodeado!

La respuesta: un disparo que agujereó el parabrisas y pasó rozando la cabeza de Elliot.

-Traicionero como siempre.

-¡Ese estuvo cerca! Mejor vámonos. James, por favor, te lo pido...

-Pero, Elliot, no podemos. Es una oportunidad de oro: ¡atrapar a Al Capone!

El policía utilizó de nuevo el altavoz: "¡Tú te lo buscaste!", amenazó, y abrió la puerta. Estaba a punto de salir cuando Elliot lo detuvo:

-¿Adónde vas?

-A detenerlo.

-Pero, ¿por qué nosotros? ¿No podrías esperar? No tardan en venir los refuerzos.

-Elliot -paternal, le puso la mano en el hombro-, se trata de Al Capone. Y mantiene rehenes. Los puede matar en cualquier momento. Escucha sus gritos. Tenemos que hacer algo.

-No me dejes solo, entonces. Te lo suplico. Tengo miedo.

Un nuevo disparo se estrelló en la puerta; otro más, al desinflar una llanta, hizo que el carro se ladeara.

-Por favor...

-OK, vamos. Pero tienes que ayudarme. Toma esa escopeta. Tú me cubres. A la cuenta de tres, disparas...

-James, sabes que no puedo hacerlo.

-¡Claro que puedes!

-No. ¿Qué no entiendes?

-¿Entender qué? El que debe de entender eres tú. Entiende que es lo de siempre: indios y vaqueros, buenos y malos, policías y ladrones...

-No, James, esto es la vida, crecer, tener que ganarse el pan, tú lo dijiste.

-Tonterías. ¡Acompáñame! ¡Vamos a darle su merecido!

El policía y Elliot salieron corriendo del carro. La ráfaga de balas que los persiguió terminó por estrellarse en el árbol tras el que se parapetaron.

-¿Estás bien?

-Sí, eso creo. Pero insisto...

-Calla. Tengo un plan: tú te asomas, le pides que se rinda, y si no lo hace e intenta dispararte, yo me le adelanto y le disparo.

-No me gusta.

-Pues tienes que hacerlo. Así lo hemos hecho antes. ¿Recuerdas? Hank Solo y Luke Skywalker, Flash y Linterna Verde, Sherlock Holmes y el doctor Watson...

Elliot cerró los ojos, trató de calmarse; estaba temblando.

-No puedo.

-¡Claro que puedes! Como cuando capturamos a Goldfinger. ¡O al Guasón! ¡A Moriarty!

-Pero eran juegos, James, juegos...

-¡Cobarde! Si no lo haces tú, voy a ser yo el que dé la cara. ¡Cúbreme!

-¡No! -lo detuvo. -Déjamelo a mí.

Elliot asomó la cabeza. Ordenó:

-¡Ríndete, Al Capone!

-Muy gracioso, muy gracioso -se escuchó una carcajada-. Mira, policía, lo que hago con tu muñeco, ¡ventrílocuo estúpido! -dijo alguien desde el restaurante. Tenía una máscara que enronquecía su voz, y en su mano, una pistola grande como el cañón de un acorazado.

Sonó un disparo.

La bala perforó la frente de Elliot, quien con el impacto escapó del brazo de James.

-¡Noooo! -gritó el policía. El muñeco salió volando y rebotó con su cabeza en el asfalto. Quedó ladeada y desfigurada en medio de un charco de aserrín y de astillas. James salió de su escondite:

-¡Muere, Al Capone! -disparó toda la carga.

-...seis, ¡siete! -contó el del restaurante- No tienes más balas -se incorporó de entre el refrigerador y una mesa que le habían servido de escudo y le apuntó con su Magnum 47. -¡Pum! -dijo y apretó el gatillo.

James, que pareció resbalarse con una cáscara de plátano, quedó en el piso con una perforación en el cráneo.

Cuando los refuerzos llegaron era demasiado tarde. Encontraron a Betty, la dueña, a Fiorio, su cocinero, a Naomi, la mesera, y a Thomas González y Andrew Schelling, dos de los clientes que a esa hora habían tenido la mala fortuna de ir a probar la sopa de mariscos que era el especial del día, ejecutados de un tiro en la nuca. El policía, a la entrada del restaurante, yacía con la mitad de los sesos de fuera. Tenía puesta, en lugar de la placa oficial, una de juguete en la que se leía "James Bond" y el número "007". En el muñeco, de quien todo mundo se preguntaba qué diablos hacía ahí, hallaron una placa parecida a la del policía aunque con otro nombre: "Elliot Ness". Su rostro de madera estaba desfigurado por el impacto de una bala expansiva y su uniforme perforado y quemado por tres disparos a quemarropa. Sobre su gorra, que el maleante había pisoteado en su huida, hallaron una nota que decía: "Saludos", y la firma "Darth Vader", subrayada con la sangre de una de las víctimas.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03