Santa Eduguijes

Alejandro Ordoñez

Les informo que la visita guiada va a comenzar en unos momentos. Por unos cuantos pesos podrán conocer la historia de la iglesia del pueblo y de sus venerados santos Eduwiges virgen y Fregonio mártir. Vale la pena conocer una historia que les fascinará.

La iglesia fue construida por Don Juan de Olid como agradecimiento al Apóstol Santiago, a quien se encomendó durante una refriega sostenida contra los aztecas cuando trataban de tomar la plaza de Tlatelolco, en la que los escuadrones mexicanos engañaron al mismísimo Hernán Cortés haciéndole creer que huían por una angosta calzada llena de barro y cieno, sólo para volverse contra él y sus hombres, apenas hubieron pasado sin precaución una honda abertura de agua, y atacarlo con tanta rabia, y con tanto escándalo, que pronto tuvieron que volver sobre sus pasos, y lo que intentó ser una ordenada retirada se volvió una desorganizada estampida, a pesar de los gritos de Cortés que llamaba a la cordura.

Refriega en la que atraparon a más de veinte soldados y en la que el propio Cortés fue herido en una pierna y rodeado por capitanes mexicanos que trataban de llevárselo; y, de no haber sido por la determinación con que Don Juan de Olid se abrió paso entre los enemigos, para llevárselo en la grupa de su caballo, Cortés habría sido preso y sacrificado a los dioses. Don Hernán Cortés, para agradecer el valor e gran concierto de su muy esforzado capitán, así como la discreción e buen tino que tuvo al hincarse ante la soldadesca afirmando que Cortés le había salvado la vida, le otorgó una de las mayores encomiendas de las que se tenga memoria.

Don Juan, hombre de mundo, hizo construir esta iglesia que ahora ven, reuniendo en ella las maravillas arquitectónicas que había visto; por ello, la iglesia tiene columnas que recuerdan a los templos griegos, ventanas góticas y un rosetón, copia del que puede admirarse en la iglesia de Notre Dame, en París. Su altar mayor muestra tallas hechas por los indígenas, cubiertas por una lámina de oro.

En la bóveda se observan ángeles y querubines, así como hortalizas y frutas que, por su belleza, colorido y excelente tallado, compiten con las que existen en la iglesia de Tonantzintla. Cuenta con varios altares, uno de ellos consagrado a Eduwiges virgen, y otro que durante años lo estuvo a Fregonio mártir. En cuanto a la iglesia, podemos concluir que es una verdadera joya.

Estamos aquí frente al altar de Eduwiges virgen, a quien el pueblo bautizó como santa Edugüijes, ya que se les dificultaba pronunciar la ve, además de que, por su incultura, no sabían que el nombre es alemán y que por ello, aunque se escriba con dobleú, se pronuncia como ve, así como la estamos escuchando: santa Eduviges.

Como pueden observar, la delicadeza de sus dedos, su cara noble y de rasgos finos, dentro de los que destacan su nariz, los labios y el mentón, así como el equilibrio armónico de su cuerpo, la hacen comparable con la inolvidable obra denominada La Piedad, de Miguel Angel Buonarroti.

Este santo que vemos ahora es Fregonio mártir. Fue hecho en tamaño natural, por manos anónimas, en madera de pino de segunda, por eso se aprecian escurrimientos de resina, los cuales no tienen nada que ver con las manchas que mencionaré después; los calzones de manta, el jorongo y el sombrero que viste son iguales a los que usan los indígenas de la zona. Los bigotes escasos, la barba casi lampiña y el cabello largo fueron hechos con crines de asno, y es por eso que tienden a parársele sin control. Como pueden ver, su color es prieto avanzado, tirando casi a negro, lo que nos indica que no fue natural de esta región, pues aquí todos los indios tenemos color ligeramente entintado, moreno claro.

La historia de estos santos se inicia durante el reinado de Carlos I de España y V de Alemania, hijo de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca; descendiente, pues, de los reyes católicos, por línea materna; y, por la paterna, de la dinastía alemana de los Habsburgo. Nació en Gante y no fue sino hasta los diecisiete años que viajó a España a reclamar su trono. Apenas llegado a España empezaron los problemas por su extranjería, al grado de que, en las Cortes de Valladolid, un consejero le pidió: "fuese servido de hablar castellano, porque haciéndolo así, lo sabría más presto y podría mejor entender a sus vasallos y ellos a él". Durante años fue considerado un advenedizo que, para colmo, se hacía acompañar por cortesanos extranjeros a quienes brindó tratos especiales, razón por la que varias ciudades protestaron. Pronto tuvo que enfrentar las rebeliones de las Comunidades y de las Germanías.

Desde su niñez, por influencia de su abuelo paterno, Maximiliano I, conoció el culto a Eduwiges virgen, mismo que pensó implantar en España; sin embargo, comprendió que la imposición de una virgen extranjera agravaría los problemas con su pueblo, por lo que difirió su proyecto. En 1532, durante la guerra que dirigió contra los turcos, para liberar a Austria, se encomendó a la virgen Eduwiges, por lo que, al entrar vistoriosos a Viena, en septiembre de ese mismo año, se dispuso a pagar la manda ofrecida, sólo que, antes de implantar el culto en España, decidió hacerlo en la Nueva España; para ello, ¿qué mejor que enviarles una escultura de la virgen que permitiera materializar en ella la devoción de los novohispanos?

Según lo prometido, la virgen sería esculpida por Miguel Angel, así que envió mensajeros a Florencia con las especificaciones del trabajo deseado y la oferta de pago por dos mil escudos de oro. Por supuesto, la virgen, de tamaño natural, sería colocada en uno de los altares de la catedral de la ciudad de México, cuya construcción había sido recién concluida, en espera de que llegara el momento adecuado para enviarla a España.

Hacía apenas tres años que se había firmado la paz de Cambrai, por la que el Papa Clemente VII recuperó su libertad, tras haber sido prisionero, durante dos años, de Carlos I, quien, además de vencerlo en batalla, permitió que sus tropas saquearan Roma. Clemente VII, escarnecido, esperaba la venganza, por ello, cuando sus espías le informaron los planes de Carlos I, decidió cobrarle las afrentas. Todo resultó francamente sencillo: los agentes papales esperaron a los mensajeros reales en una posada donde tendrían que cambiar cabalgaduras, les pusieron un narcótico en sus bebidas y sustituyeron el mensaje.

Transcurrían los meses, los informes de los mensajeros eran cada vez más preocupantes: Miguel Angel, envejecido y para colmo enamorado, manifestaba poca disposición para el trabajo. Tomasso dei Cavalieri, a quien los mensajeros reales describieron como un hombre bello y refinado, era el causante de ese desconcierto. No se sabe cuántos ducados costó a Carlos I convencer a dei Cavalieri para que partiera a Roma. Tampoco, cómo hicieron para lograr que Miguel Angel permaneciera en Florencia hasta concluir el trabajo; de lo único que se tiene noticia es de la cara de enojo de Carlos I y de la violencia con la que su puño arrojó a la chimenea el pliego que contenía unos versos escritos por el genio: "Pero si mi corazón no pudiera soportar/esa extrema belleza que nubla los ojos;/y si, cuando él está lejos, pierdo la paz,/ ¿qué me espera? ¿qué guía, qué escolta/ podrá sostenerme, guardarme de ti,/ cuya proximidad me abraza/ y cuya partida me aflige?"

Apenas quedó solo, Miguel Angel trabajó con su habitual genialidad. Entregó la estatua y partió a Roma, en donde moriría treinta años después, en los brazos de su secretario Daniele de Volterra, conocido como Braghettone, por haber vestido los desnudos del "juicio final", y de su siempre fiel Tomasso.

Si bien la idea era enviarla primero a España para que el rey la conociera, otros problemas lo impidieron, así que nuevas instrucciones la hicieron enfilar con rumbo al nuevo mundo. Al momento del embarque, los embajadores españoles que hubieran podido darse cuenta de la sustitución realizada, poco caso hicieron, pues les urgía regresar a su casa, después de dos años de espera, además de que no conocían a la tal virgen Edufijesss, como le pusieron por no saber pronunciar el alemán, ni les interesaba por ser una señora extranjera. Los agentes papales recibieron instrucciones de embarcarse rumbo a la Nueva España e impedir, a como diera lugar, que tal virgen reinara jamás en nuestros territorios.

Llegada que fue la virgen, se dispuso su traslado a la capital, viaje que duraría varias jornadas, dado el mal estado del camino. A pesar de la discreción que rodeó el asunto, la caravana no dejó de llamar la atención, y fue así como Fregonio, un indio que andaba alzado, llegó hasta la misma posada en la que tal Madona pasaría su primera noche en tierra mexicana. Fregonio era un fugitivo que se había escapado de su encomienda y se había ido a la sierra, con otros indios, de donde bajaban para asaltar a los viajeros. De nada valieron edictos condenatorios ni excomuniones: Fregonio se movía entre los cerros libremente.

Mientras la comitiva descansaba pidió a los criados le dejaran ver a Eduwiges virgen; al hacerlo palideció, jamás había visto a una mujer tan blanca y tan hermosa. Pidió permiso para tocarla. Pasó sus dedos por la noble frente de la santa, siguió la línea recta de su nariz, se maravilló de que una virgen pudiera tener unos labios tan sensuales y, aprovechando que se había quedado solo, pasó su mano sobre el lienzo que cubría a la virgen; casi saltó cuando sus manos se encontraron con unos senos que orgullosos apuntaban hacia el cielo, rematados por unos pezones diminutos, tan duros y sensuales que no pudo evitar que un estremecimiento recorriera todo su cuerpo. Suspendida la exploración por el intempestivo regreso de los criados, Fregonio quedó conmovido por la belleza de la virgen, aunque quizás sería más propio decir enamorado de aquella mujer.

Dos noches después, robó a la virgen y huyó hacia la sierra; los agentes de Roma sonrieron; el virrey Antonio de Mendoza organizó la batida contra tales gavilleros con la esperanza de recuperar a la santa y el rey, en la lejana España, montó en cólera. Fregonio llevó a la virgen a una cueva. Mandó que se prendieran no menos de diez antorchas y ante la expectación de sus hombres fue quitando el lienzo que la cubría. De pronto suspendió la operación y ordenó que se retiraran, dejándolo solo con aquella santa. El creía en Dios porque así lo habían educado los misioneros, pero jamás habría imaginado que una santa tuviera un cuerpo que parecía más propio de una diosa del amor. Volvió a maravillarse con la belleza de los senos; bajó sus dedos lentamente, admirando la perfección de las costillas; llegó a un sensual ombligo; bajó lentamente por la leve barriguita de la virgen; la hizo girar levemente y se solazó con aquellas caderas que se adivinaban fuertes tras la piedra; gozó los níveos tejidos de los muslos y se congratuló por aquellas gruesas pantorrillas.

Cuatro semanas permaneció en aquella caverna, y si por razones obvias no pudo haber ayuntamiento, sí durmió cada noche abrazado a ella; después hizo traer algunas prendas para cubrir a la virgen Eduwiges. Hecho lo anterior reemprendió la huida ante el acoso de las fuerzas virreinales. La persecución terminó cuando las tropas reales descubrieron que siempre volvía por aquellos lares; así, dejaron algunos guardias en el llamado paso del monte, a quienes no costó trabajo terminar con su vida, no sin antes torturarlo, martirizarlo, dijo la indiada, para que confesara dónde tenía escondida a la virgen. Algunos de sus hombres tomaron el cadáver de Fregonio y lo enterraron en la cueva, a los pies de su amada Eduwiges.

Al paso de los años la historia se fue difundiendo de boca en boca y fueron creciendo la leyenda y el culto a la virgen. También nació la devoción por Fregonio, a quien la indiada considera un mártir religioso por haber rescatado de manos de las fuerzas reales a tan adorable santa. Siguieron pasando los años; el rey abdicó y murió; cuatro virreyes pasaron por la Nueva España; cesó la búsqueda infernal emprendida por las tropas reales.

Un día, la indiada consideró que su santa había dejado de correr peligro y que era momento para instalarla en lugar digno; así, ante el estupor de la población, trajeron a Eduwiges virgen a esta iglesia de Santiago Apóstol: ya que no pudo ser la reina de México, se convirtió en la patrona de la comarca. Por aquel entonces, manos indígenas que habían conocido la leyenda de boca de sus padres tallaron la estatua de Fregonio y la colocaron en el altar contiguo al que ocupa la virgen. Pronto los milagros de este mártir conmovieron al paisanaje, pero lo que vino a cambiar todo fueron los acontecimientos que voy a narrar.

Había transcurrido un siglo; nada ocurría en la región; se aproximaba la fecha en que el pueblo festejaba a su patrona, y el cura de ese entonces, de nombre Agustín, pidió al sacristán, llamado Carlos, pintara el altar, por lo que a éste se le hizo fácil colocar a la virgen en el altar donde se honraba al mártir.

Una madrugada, Carlos fue hasta los altares para extraer algunas monedas de las alcancías; al retirarse se encontró con el machete, el paliacate y el sombrero de Fregonio, colocados a los pies de la virgen. Volvió el paliacate al cuello del mártir, colocó el machete en su cintura y le puso el sombrero, no sin antes aplacarle los pelos parados con un poco de saliva. Para no tener que explicar su presencia en ese lugar, a esas horas, guardó silencio.

Noches después, la escena se repitió, pero ahora estaban también, tirados, el velo de la virgen y la corona de oro que la leyenda dice mandó a hacer la indiada con lo que rescataron del tesoro que perteneció a nuestro señor Cuauhtémoc. Carlos comprendió que no podía seguir callado, así que dio cuenta de ello al padre Agustín y una noche lo llevó para que constatara lo que venía ocurriendo. El padre lo tomó con sentido del humor, pero, al recoger el velo de la virgen, le dijo a Carlos: entre santa y santo, pared de cal y canto, así que mañana mismo me vuelves a la virgen Eduwiges a su altar y dejas tranquilo al mártir Fregonio.

Al día siguiente, la virgen fue regresada a este altar que, como pueden ver, posee un enrejado de hierro forjado para proteger a la santa; por lo que respecta al altar de San Fregonio, carece de reja, ya que se estimó que nadie podría estar interesado en robar una escultura cuyo único mérito consiste en el valor estimativo que le da el pueblo, pues como leña seca no vale dos reales.

Pasados los meses, Carlos escuchó algunos ruidos y al acercarse al altar de la virgen encontró en el suelo el jorongo del mártir, su machete, su paliacate y su sombrero; a su lado, la corona de la virgen, su velo, su pañuelo y el cordón con que ceñían su vestido.

Días después escuchó ruidos impropios para una iglesia, provenientes del altar de la virgen, así que corrió por el padre Agustín. Al regresar, el cura quedó mudo. Después de largos segundos reaccionó, dio la espalda a la virgen y antes de retirarse pidió al sacristán poner orden en el lugar y mantener cerradas las rejas del altar de la santa. En el piso, la ropa revuelta de ambos; al fondo, los dos santos desnudos. Carlos vistió a la virgen, luego al santo y lo volvió a su lugar; cerró con llave la reja que protegía a la santa y salió.

Semanas más tarde, Carlos notó que de los ojos de la virgen escurrían gruesos lagrimones que habían empapado su vestido; más sorprendido quedó cuando encontró en el piso del altar del mártir gruesas gotas de sangre que escurrían de las palmas de las manos del santo.

La noticia corrió de pueblo en pueblo, de país en país: en la Nueva España había una virgen que lloraba y un santo con llagas sangrantes en las manos, al igual que nuestro señor Jesucristo. Hasta la iglesia del Apóstol Santiago fluyeron innumerables peregrinaciones que trajeron abundancia y el sacerdote vio cómo las limosnas alcanzaban cantidades inimaginadas. El mismo párroco hubo de entrar al negocio cuando descubrió que la gente arrancaba pelos y barbas al mártir para guardarlos como reliquias; ordenó al sacristán reemplazar los perdidos y para evitar que eso siguiera ocurriendo, reconoció como auténticos los relicarios que contenían cabellos de San Fregonio, que gente organizada por él empezó a vender y que ocasionó que los asnos de la comarca quedaran sin crines.

De la virgen, empezó a vender frascos con lágrimas, que eran agua del río, espesada con mieles incristalizables; que, además, tenían la ventaja de que al secarse dejaban rastros de su paso y si la gente las probaba, podía estar segura de que eran auténticas lágrimas de la virgen, pues ¿dónde se ha visto que éstas fueran de agradable sabor al paladar?

Hasta la iglesia llegaron también representantes de Roma y de la curia de la ciudad de México, acompañados por letrados de las universidades de Salamanca y de México, dispuestos a desenmascarar el fraude. Tomaron muestras de la sangre del mártir y comprobaron que no se trataba de resinas o de otras impurezas que suelen filtrarse desde las entrañas mismas de maderas tan corrientes; hicieron análisis para comprobar que no se tratara de la sangre de algún animal, embarrada en las manos; examinaron las llagas y observaron muestras de coagulación, llamadas vulgarmente costras, en las orillas de las heridas, las cuales también mostraban coloraciones que iban desde el rojo hasta el azul y el morado; y constataron que no habían sido hechas por pigmentos o colores artificiales.

Las muestras tomadas a la virgen indicaron que se trataba de un humor alcalino, incoloro, inodoro y de sabor salino, con un ligero dejo de amargor. En suma, eran lágrimas. Un doctor hizo colocar algunas sanguijuelas en ambas manos del mártir y éstas, presas de regocijo e gran contento, se prendieron de las llagas y empezaron a succionar como becerros en la ubre, hasta que monseñor ordenó parar ese espectáculo denigrante.

Para comprobar que no hubiera aparatos que bombearan lágrimas o sangre, desnudaron a San Fregonio, sin encontrar detalle que mencionar. Iniciaron la revisión de la virgen, pero cuando ésta empezó a develar su belleza, los sacerdotes mexicanos soltaron gritos de indignación: ¡alto, no sigan, esto es una herejía! Se cubrieron los ojos y dieron la espalda. Por su parte, los letrados de ambas universidades dijeron que en su vida habían visto mujer tan bella y se acercaron a tocarla ¡Es que era tan fina y tan suave al tacto!

De pronto, uno de los enviados de Roma dijo: lo tengo. Ordenó que terminaran de desnudarla. La miró largamente, pidió más luz y con la manga de su hábito limpió la base y, con voz ronca, sin poder contener la emoción, les dijo: hermanos, no puedo creerlo, podría yo morir en paz: nuestros ojos están contemplando a la Madona más hermosa que haya esculpido mano humana, jamás; estamos frente a una obra inmortal del celebre maestro Miguel Angel. Pero ¿qué hace aquí, en un pueblo perdido en la serranía de un país salvaje?

Se desató otra discusión: los letrados mexicanos la querían en México; los españoles, en Madrid; los enviados de Roma, en el Vaticano; y los sacerdotes mexicanos insistían en destruirla a martillazos. En medio de la polémica, nadie se percató de la presencia gris del sacristán que se abría paso hasta quedar en el centro de aquel círculo. Señores, casi gritó para hacerse escuchar, señores, están equivocados, esta virgen no puede salir de aquí, ¿ no se dan cuenta? Bastaría con que la sacaran de la iglesia para que todos ustedes fueran muertos. El representante del Papa pidió más respeto. ¿No sabía que bastaría una orden para que terminaran ardiendo en una hoguera, todos los que se opusieran? Sí, monseñor, le dijo, usted podrá ordenar que quemen a todo el pueblo; lo que no puede hacer es sacar a la virgen de esta iglesia, bajo pena de ser muerto usted y su comitiva.

Monseñor, la ciudad más próxima está a tres jornadas, antes de que llegaran a ella los indios se la arrebatarían y no la volverían a ver, con el riesgo de que en la refriega se destruyera. Tiene razón este indio, dijo monseñor, tal vez sería mejor dejarla en este lugar y preparar un plan que nos permita rescatarla sin correr riesgos, y ajustar más tarde las cuentas con estos bárbaros. Para cambiar de tema, el representante del Papa preguntó si había alrededor alguna bruja. Púsose una capa y sombrero negros y, con la compañía de un joven clérigo, caminó embozado hacia la choza.

Tomó la bruja el frasco de monseñor. Lo probó, hizo conjuros para alejar la mala suerte y dijo: son lágrimas. Mezcló el resto con otro líquido y repitió: son lágrimas de dolor, de una mujer enamorada, por su amante. ¡Basta! Dijo el representante del Papa. Arrojó unas monedas y salió de la vivienda, mientras decía a su ayudante: asegúrate de que esta infeliz hija de las tinieblas salude mañana a su patrono el diablo, ¿me entiendes?

Concluida la investigación levantaron una declaración por duplicado, uno de los ejemplares fue enviado al Papa y el otro al Rey Carlos II de España, quien a poco murió, por lo que ordenaron su guarda en el archivo de Indias con sede en Sevilla.

Pasaron varios años. Una noche, el sacristán reinició sus colectas nocturnas, con tan mala suerte que olvidó cerrar la reja del altar de la santa; al otro día descubrió que la virgen no lloraba; se acercó, tocó su cara, su vestido. Nada. No había rastros de humedad, como había ocurrido cada mañana de todos esos años. Corrió hasta el altar del mártir y comprobó que el santo no sangraba.

Cristo resucitado, dijo, ¿qué hago? Se arrodilló y empezó a llorar; había muchas cosas en juego. ¿Por qué, señor, por qué me pones estas pruebas? Sumido en la amargura oró pidiéndole a Dios que guiara sus pasos. Levantó la cara y su mirada llegó hasta los ojos de Fregonio. El mártir lloraba también; gruesas gotas corrían por sus mejillas y bajaban por el jorongo hasta los huaraches. Lloraba el santo, lloraba el sacristán. ¿Por qué yo?, preguntó. Se despidió de Fregonio, llegó hasta el altar de la virgen, que nuevamente lloraba, se persignó y le dijo: no llores, virgencita, ahora sé lo que tengo que hacer. Abrió la reja y se retiró a su habitación.

La noticia corrió de país en país. Los ojos de la santa se habían secado, las manos de su mártir también. Las caravanas dejaron de fluir. Nadie volvió a interesarse por un relicario con cabellos del mártir o un frasco con lágrimas de la virgen. Desesperado, el cura ideó un plan: preparó una mezcla de agua con sal y baba de nopal, para que diera consistencia y permitiera resbalar a la lágrima suavemente, pero ningun indio le creyó; cada mañana untaba las manos del mártir con sangre de marrano, pero con las calores que azotan por estos rumbos, en plena época de la canícula, para antes de la hora del ángelus del medio día, la sangre se había echado a perder y la iglesia olía a cadáver, lo que provocó que los indios empezaran a alejarse, incapaces de soportar aquella peste.

La vida volvió a la normalidad, los pobres volvieron a ser más pobres, los fieles de la comarca a ser más fieles, esperando un nuevo milagro que nunca terminaba por llegar. Una tarde, el sacristán se dispuso a cambiar el vestido de la virgen; al hacerlo, notó que el cordón con el que le anudaban la cintura no alcanzaba a darle la vuelta; pocas semanas después hubo de añadirle un lienzo al vestido porque ya no le cerraba; el sacristán no sabía qué pensar, hasta que una tarde escuchó los comentarios de unas mujeres paradas frente a la virgen. El pueblo quedó encantado con la noticia; las mujeres empezaron a mostrarse más alegres y los hombres más pacientes; todos hablaban en secreto, como con pena de que alguien los escuchara. Y es que nadie se atrevía a decir en público lo que pensaba.

Un domingo, ya para concluir la misa, una mujer se levantó y, con voz fuerte, dijo: Santa madre Edugüijes, ruega por nosotros, señora. Todos contestaron a coro y al fin del acto cada mujer depositó en el altar una flor para nuestra señora Edugüijes, y cada hombre una moneda para comprar géneros y estambres. Los meses restantes fueron de gorros, chambras y de vestidos cómodos para nuestra señora Eduwiges. Hicieron tamales, sirvieron atole y el mayordomo argumentó que él sería el padrino.

Los pueblos se dejaron venir en interminables procesiones; venían con miel, buñuelos, elotes, quesillo y hasta con animales para ofrecerlos a la santa madre; pero más que nada, venían con la fe en alto, con la esperanza como bandera ondeando al viento, y la sonrisa a flor de piel, felices de ser parte de un milagro.

Llegaron los tiempos de adviento, de la natividad y de esa interminable epifanía de reyes magos que, sonrientes y menesterosos, iban a adorar al niño y a convidarle de sus miserias. Llegaron también las noticias a Roma y alguien dijo que ya era suficiente, que habría que dar un escarmiento a toda esa gente que seguía siendo pagana. Llegaron las órdenes al Santo Oficio para que se instruyera un proceso al párroco que había permitido que su grey equivocara el camino, que había inventado lo de las lágrimas de la virgen, lo de la sangre que brotaba de las manos de un mártir que ni siquiera existía; pero, más que nada, por haber inventado que los santos se ayuntan carnalmente y que pueden tener hijos, y luego, por exhibir a un supuesto hijo de piedra. Llegó el citatorio al padre Agustín para que se presentara en la mitra de la ciudad de México donde lo esperaban clérigos del Santo Oficio. Llegaron sus días de torturas sin fin y, por fin, los de su muerte.

Llegaron también noticias al pueblo: clérigos del Santo Oficio, acompañados por la guardia, se encontraban a una jornada de distancia. Venían por los santos. Carlos hizo repiquetear a vuelo las campanas para convocar a todo el pueblo. La decisión estaba tomada de antemano: el sacristán y algunos hombres partieron a lomo de bestia con su preciada carga. Cuando la inquisición llegó, encontró a un pueblo rezando. En los aposentos del cura se instaló el tribunal, mientras los guardias se lanzaban a la caza de los fugados que, para mayor pesar, iban muy lentos por la carga. A los arrestos siguieron los interrogatorios, las torturas, las muertes en las hogueras que parecían estar prendidas día y noche. Dicen que antes de morir, preguntaban ansiosos: ¿los agarraron ya?, y al escuchar que no, morían con una sonrisa en los labios, encomendándose a Nuestra Señora Edugüijes.

Una noche corrió el rumor: los traen amarrados de las muñecas y los caballos los vienen arrastrando por el camino; los están desollando vivos. La aventura había terminado. ¿Y los santos? De seguro vienen atrás, ¿no ves que pesan mucho? Cundió la tristeza en todos los pueblos; pero, luego, otro rumor se fue soltando, al principio quedo; después, como un rugir de mar embravecido: no los tienen, no vienen con ellos. ¡Alabado sea Dios y bendita nuestra señora Edugüijes!

Poco después la esperada muerte de Carlos y de los héroes de aquella jornada. Luego, a contar los días en aquel pueblo acabado; a contar los años, hasta que llegaron a cien. A contarlo, también, a los hijos, para que no lo olviden; y las familias rece y rece, envolviéndose en la fe, esperando el milagro de la resurrección frente a los altares levantados en cada choza, en honor de nuestra señora Edugüijes.

Un día llegaron noticias de Guanajuato, acerca de un cura de nombre Hidalgo. Luego las revueltas de los insurgentes y el ejército realista atareado en otras cosas, ¿qué caso nos iban a hacer? Luego, como a una voz, a un solo sentimiento, se echaron a caminar hasta la cueva; las mujeres llevaban una flor en cada mano y una esperanza que no cabía en el pecho; los niños cantaban y los hombres arreaban a las bestias y empujaban las carretas en las partes más abruptas.

Decidieron dejarlos a los tres juntos, tal y como los ven ahora, porque después de todo son una familia. Y así quedaron en este altar: Fregonio mártir, muy serio; Santa Edugüijes, muy sonriente, con la criatura en los brazos, quien, como pueden comprobarlo con sus propios ojos, es igualita a ella, con las facciones tan bien hechecitas y la cabecita de mármol tan fino que hasta parece de Carrara.

Por lo que respecta a la virgen, en el archivo Vaticano podrán encontrar la carta original escrita de puño y letra del escribano de su majestad el Rey Carlos I de España y V de Alemania, en la que gira sus instrucciones a Miguel Angel para que haga una escultura de la virgen Eduwiges, de acuerdo con las especificaciones que le marca. Dicha carta cuenta con el visado del sello real de su majestad y el documento fue autenticado por la Real Academia de Historia de España.

Asimismo, podrán encontrar la carta que los espías del Papa Clemente VII cambiaron a los mensajeros de su majestad, la cual está escrita con una letra que no corresponde al escribano real y viene visada por un sello que a simple vista parece ser el de Carlos I, pero que la Real Academia de Historia de España, después de analizarlo, ha declarado falso, pues cuenta con no menos de diez imprecisiones.

En esta última carta, la falsificada, es posible leer las instrucciones que se dieron a Miguel Angel Buonarroti para que esculpiera una estatua de Afrodita.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Mar/01