Los Santos Reyes

Severino Salazar

Mi tío me trajo de regalo un lugar sagrado, un espacio portátil en el que sólo cabía una persona. Me dijo que desde él se podía hablar con Dios. A cada quien de la familia le trajo algo diferente de los lugares donde anduvo.

Estaban a punto de terminar las posadas cuando mi tío llegó de su largo viaje -que había durado más de tres años- a tiempo para pasar las fiestas de Navidad y Reyes. Casi toda la gente del pueblo vino a saludarlo, chicos y grandes. Pero no juntos, primero unos y luego otros. La casa se llenó de alegría, de abrazos, palabras de bienvenida y risas a lo largo de esos días.

Se pasó dos semanas enteras en la casa, que es la de los abuelos, contándonos lo de su estancia en Roma y después de sus viajes por Tierra Santa y sus alrededores. Habían venido mis otros tíos con sus esposas y mis primos y primas. Era un mundo de gente adentro de la casa. Decían que íbamos a pasar la Navidad y el año nuevo todos juntos, por primera vez en muchos años. Había como una feria en la casa, una fiesta que duraba y duraba y que no se le veía el fin ni nos cansaba. Todos los cuartos estaban llenos, ocupadas las camas. Todos dormían en hilera en el suelo de la troje -los que vinieron de Los Ángeles- en costales de dormir. La abuela consiguió dos mujeres para la cocina, que apenas se daban abasto para los desayunos y las comidas, cocinando y lavando platos.

Él estaba más flaco y más alto, huesudo y descolorido, como que no terminaba de crecer. Su vestimenta era toda negra, con su cuello blanco. Me acuerdo que esos días se nos iban como suspiro, que después de desayunar o de comer, nadie se paraba y se iba, pues nos quedamos las horas sentados alrededor de la mesa escuchándolo, bien atentos y con la boca abierta como si no tuviéramos nada más qué hacer, solo escuchar las maravillas que nos hacía ver tan sólo con sus palabras. Nos enseñaba muchas partes del mundo que no conocíamos, que habían permanecido ocultas hasta esos momentos, mientras los grandes tomaban café y fumaban; y nosotros saboreábamos ponches, refrescos y nieves. Hablaba diferente, como que los lugares donde había estado le habían cambiado la voz; y no nada más la voz, si no todo él por dentro. Uno de mis primos le preguntó si no había sacado fotos. Él lo miró por un momento como si no hubiera entendido o como si le estuviera haciendo la pregunta más tonta del mundo.

Él no se reía a carcajadas como los demás, sino que sonreía y miraba a las cosas y a las gentes serenamente, como si no le corriera ninguna prisa. O como si estuviera todavía muy cansado por el largo viaje, y no terminaran de pasar los lugares y sus habitantes por su mente. Dejaba sus largas manos sobre el mantel, casi olvidadas, una sobre la otra; de vez en cuando levantaba una y se rascaba el mentón o se tocaba la punta de la nariz.

Mi abuela no se llenaba de verlo, y suspiraba; se le hacía imposible que fuera verdad que su hijo amado, el escogido, ya estuviera de regreso y entre nosotros. Y quería abrazarlo, pero se aguantaba, porque nos decía que ya era un hombre consagrado y había que ser respetuoso con él. Que él ya era un representante de Dios sobre la tierra. Que era un espacio consagrado a Dios.

Mi papá y sus hermanos reconocían que él había sido el estudioso, el dedicado, el disciplinado, el inteligente de la familia. Se había ido a Roma para terminar sus estudios sobre la Divinidad. Luego se fue en un barco, que allá nombran fallucas, por todo el río Nilo, hasta otros países donde nacía ese río. Luego subió por todo el Mar Rojo hasta Tierra Santa, la que había recorrido palmo a palmo.

Mi madre decía que mi tío había ido a aprender cosas sobre Dios y el mundo que nosotros nunca llegaríamos a comprender.

Mi tío nos trajo regalos a todos, como creo que ya lo dije, el mío lo había comprado en Antioquía, o en lo que ahora es Antioquía. Me dijo: cada uno de los musulmanes, y son millones de ellos, tiene un tapete como éste. Es auténtico. Como puedes ver, está hecho a mano. Los tejen y los cosen hombres piadosos en algunas mezquitas. Y cada uno de los hombres de esas lejanas tierras posee el suyo y lo lleva enrollado bajo el brazo a dondequiera que va. A la hora de rezar lo extiende en el suelo y se hinca sobre él y luego se postra; y desde ahí le habla a Dios. Este tapete es un espacio sagrado, donde nada más cabe un hombre para estar sólo con Dios. Ellos no representan a Dios, como nosotros lo hacemos, me decía, estos símbolos son el infinito, el elemento y la casa de Dios. Y me describió uno a uno todos los dibujos y gariboles de colores bordados y cocidos en el tapete. ¿No le hace que ellos le recen a Alá?, le pregunté. Dios es el mismo en cualquier lugar, me dijo, solamente cambia su nombre.

Mi madre quiso que lo pusiera sobre la colcha de mi cama, para que me hincara a persignarme y a rezarle a mi ángel de la guarda todas las noches antes de dormirme y en la mañana al despertar. Luego mi tío me enseño cómo postrarme. Me dijo, los musulmanes creen que para hablarle a Dios, uno debe tocar el piso con siete apoyos de su cuerpo, con las palmas, las rodillas, la punta de los pies y la frente. Esta actitud ante la Divinidad nos llega de la noche de los tiempos. Así, me dijo, y se postró como un musulmán sobre el tapete, apuntando con el cuerpo hacia La Meca.

La noche del veinticinco hicimos una lumbrada en el corral, que alimentábamos con leña de mezquite y de pirul. Chicos y grandes jugamos y platicamos alrededor de ella. Ya casi amanecía cuando nos fuimos a dormir. Había una Luna enorme flotando sobre los techos del pueblo. Alguno de mis primos, no me acuerdo quién, dijo, miren al cielo, de un momento a otro Santaclós aparecerá volando sobre la casa.

Mi tío entonces soltó una carcajada, la primera que le escuchaba, y nos dijo; Santaclós es un invento de la coca-cola niños. Pero mírenlo bien; un viejo con esa panzota tiene el hígado crecido y las tripas hinchadas, por lo tanto es ruidoso y flatulento. No come, traga y bebe como un cerdo. Si tiene la nariz roja, llena de venas a punto de reventar, es porque es un borrachín empedernido, que por algo siempre andará muerto de risa; ¡Jo, jo, jo! ¿Dígame qué mensaje es ese? ¡Jo, jo, jo! Tiene la presión alta, el pobre vejete, Los dientes se le pudrieron de tanto tomar coca. Y, por como camina, ha de estar gotoso. Esa cosa no puede andar pro el cielo haciéndoles regalos a los niños. No hay nada espiritual en él como para que se levante la tierra y desafié la gravedad. Es más bien digno de lástima. Y tan grotesco como las botellas que anuncia.

Todos nos moríamos de risa por su descripción tan fea de Santa.

Pero mis primos, esa misma noche o más bien dicho esa madrugada, en la troje, mientras nos desvestíamos para meternos en nuestra bolsas de dormir, me dijeron que me iban a contar un secreto, con la condición de que no se la fuera a decir a nadie: pero que tampoco los Santo Reyes existían. Que los que ponían los regalos en los zapatos eran nuestros mismos padres. Saber esa noticia, que curiosamente ni por un momento dudé de su veracidad, me llenó de una tristeza instantánea, que fue como si me hubieran echado un costal de maíz sobre los hombros. Me sentía pesado, como oprimido contra la tierra.

Al siguiente día me las arreglé para quedarme solo con mi tío por algunos momentos, y le dije lo que mis parimos me habían dicho en la troje, que qué opinaba él. Mi tío se puso rojo y tan enojado, que si he sabido no le hago semejante pregunta; luego me contestó: malvados, dijo como para sí mismo, contaminaron y secaron la fuente de la ilusión y la esperanza. El pecado más grande que se puede cometer contra la fe. No les hagas caso, me dijo. Como ellos no tienen nada, quieren que los demás estén igual. Voy a hablar con ellos, dijo por último. Pero tal vez se le olvidó o prefirió que así quedara el asunto. Me dijo; cuida tu cuerpo y manténlo siempre limpio porque es un espacio sagrado. Es tu responsabilidad que no lo ensucien ideas extrañas, para que sea ligero y espiritual. Y flote sobre la mugre del mundo, y ésta no lo toque.

De todos modos, los primeritos días de enero empezó a vaciar la casa. Recogieron sus cosas y se comenzaron a ir mis tíos, mis tías y mis primos.

Una mañana también mi tío hizo su maleta, se puso su gorra negra, se subió al camión que pasa más temprano por el pueblo y se fue a su seminario.

La casa y todo el pueblo ahora se sentían vacíos, más vacíos que antes que llegaran a visitarnos. Pues las fiestas, una vez que pasan, como que nos dejan un agujero, que tarda su tiempo en llenarse. En un día más sería la Noche de Reyes. Pero ahora me daba vergüenza hacer mi carta y ponerla en mi zapato; me sentía estúpido, como si el mundo estuviera hueco, me quedara grande y yo fuera muy pesado: de plomo. Como si todo fuera tan burdo. Al mismo tiempo me sentía robado, saqueado. O engañado; no sabía ni qué.

Esa Noche de Reyes fue la más apacible de mi vida. Me empecé a sentir como en el aire desde que empezó a oscurecer. Desapareció la carga que había sobre mis hombros. No quería nada. No necesitaba nada. Ni un juguete; jugar no tenía ya ningún sentido.

Ya de grande, pienso que aquella noche en la troje sufrí la primera gran pérdida. Y mis primos me habían ayudado para que así fuera.

Sin embargo, aún tenía el regalo que mi tío me había hecho. La Noche de Reyes me hinqué sobre el tapete musulmán, junté mis manos, cerré mis ojos y le pedí a Dios que aunque los Santo Reyes no existieran, nos cuidara, que siempre estuviéramos todos juntos y que no llegaran guerras o desastres al pueblo. Me asustó un poco. Me senté sobre los talones y puse mis manos sobre mis piernas. Sin ruido, la ventana se abrió desde afuera y por ahí salí volando muy despacio, como una hoja en el viento, sentado sobre el tapete de colores. La noche era azul y estaba lleno de estrellas el firmamento. En un ratito crucé todo el pueblo. Con mis pensamientos le daba dirección a mi viaje. Abajo estaban los árboles, las torres y las cúpulas, los techos de las casas; más abajo, los patios y los corrales donde animales dormían. Nada se movía en el pueblo. Nada se oía tampoco, si acaso un burro que rebuznaba en la distancia o un gallo que cantaba entre las ramas de algún mezquite. Cuando de pronto vi que por el cielo del oriente venían cabalgando, sin prisa, los tres Reyes Magos, con sus costales repletos de juguetes. El oro de su coronas y las sedas y bordados de sus vestidos brillaban con la luz de las estrellas.

Pero lo más asombroso es que cuando pasaron por mi casa los vi que metían sus manos a los costales, sacaban muchos tapetes como el mío y los dejaban para que yo seguramente los repartiera entre los niños del pueblo.

Cuando terminaron, se fueron para le norte, rumbo a Jerez.

Al despertar -había pasado toda la noche sobre mi tapete- tenía la certeza de que algo muy grande todavía me quedaba. Y que eso iba a ser muy difícil perderlo o que me lo robaran.

De vez en cuando, a solas, me postro sobre mi tapete y permanezco ahí pensando e imaginando cosa por mucho tiempo, apoyándome y tocándolo con tan sólo siete partes de mi cuerpo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/00