Secta secreta se esconde en presentaciones de libros
Para Rosy, Guillermo, Mari Paz y CASUL
Rodrigo Johnson Celorio
Don Augusto hubiera querido que todos vistieran como él. No había sido fácil. Años de estudio, de análisis y, por qué no, de una propuesta espiritual.
Era el mejor, de eso no cabía la menor duda. No sólo había llegado a ser el jefe, sino que también era él, el creador de la organización. Sólo él, don Augusto, se había dado cuenta de las inmensas posibilidades que brindaba la cultura para el bienestar de los estómagos, como decía Brecht... ¿había escuchado eso en la Casa del Lago o en la de Frida Kahlo?...
Qué importaba, conocía todos los recintos culturales del país, se enorgullecía de haber viajado a provincia y en, una azarosa ocasión, a tierras en las que sólo se hablaba el inglés. ¿Qué tenían todos contra Belice? Eso nunca lo entendería.
Don Augusto tenía un sólo traje, azul marino, un tanto luido, "por el mar", como él decía. Un paraguas sin alambrones, mismos que no eran necesarios ya que nunca lo abría. Le gustaba retar a los valets parkings con su apariencia. Una vez logró, y fue una de sus grandes hazañas, que lo acompañaran hasta la estación Hidalgo.
Pero más que de su traje y su paraguas, se enorgullecía de su físico.
Y en especial, de su mandíbula: a ritmo feroz podía engullir cinco canapés de los más rebosantes de un sólo bocado; la velocidad con la que tragaba, siempre ayudado por un pésimo vino blanco alemán que la crisis y el mal gusto pusieron de moda, dejaba boquiabiertos al mejor organizador de eventos de la ciudad.
Ya en su cuarto, a solas, admiraba sus nuevas adquisiciones: era el dueño de la mayor colección de copas y vasos, y decía con modestia:
Y no es que fueran finos, al contrario. Sin embargo, sólo él, don Augusto, sabía quién había bebido en ellos y en qué ocasión.
Despreciaba a los mediocres que coleccionaban libros autografiados que nunca leerían. Don Augusto, por su parte, había brindado con los autores jóvenes, con los viejos consagrados y con los pujantes funcionarios, que ya no eran jóvenes, pero que apuntaban a ser viejos consagrados. Eso sí, con los tibios nunca, por aquello del dolor estomacal que a últimas fechas le había arruinado su forma de vida.
Los sabores y cosechas, y miren que las hubo buenas, no importaban. Don Augusto reconocía por las huellas y, hay que reconocerlo, por las pequeñas etiquetas que colocaba al pie de cada trofeo, a los participantes de cada presentación editorial, de cada estreno de gloriosos montajes que nunca llegaron a las cinco representaciones, pero en los que se gastaron parte importante de su presupuesto en ofrecerle una copa de vino y un refrigerio que lo haría sobrevivir al menos un día más.
Las artes plásticas eran su pasión, sobre todo si se efectuaban en una pequeña galería de su adorada colonia Roma. Había aprendido a adoptar mirada y paso de futuro cliente o coleccionista; los meseros se desvivían por atenderle bajo la presencia ingenua y avariciosa del artista en turno; algunos de ellos habían llegado lejos, lo cual le permitía a don Augusto reconocerlo años más tarde en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes. Pero sólo él, don Augusto, podía recordarle, sosteniéndole la mirada, qué tipo de ambigús se habían dado en su primera exposición.
Recordaba cómo, hambriento y desesperado, recurrió con estado depresivo, casi suicida, a su desprecio por la poesía. Se encaminó decidido por la avenida Álvaro Obregón y encontró lo que buscaba: la presentación de una antología. Con el estómago vacío vio como unos hombres de blanco y moño negro preparaban las viandas para los invitados. Sin darse cuenta, tras una hora de sufrimiento soporífero, empezó a cenar. Sin decir nada, sin deberla ni temerla, los meseros le acercaban charolas con taquitos de cochinita pibil y bolillos diminutos rellenos de mole y pollo.
En ese momento descubrió y reconoció su error: la poesía sí tenía sentido, y se dedicó a ella con todas sus fuerzas y con la mayor de las pasiones como sólo la subsistencia puede proporcionarlas.
Aquella noche terrible en la que estuvo a punto de perderlo todo y en la que descubrió a sus sesenticuatro años su verdadera vocación, amó profundamente el arte y decidió ayudar a sus hermanos en desgracia e ignorancia...
Temeroso, primero, comenzó por observarlo todo.
Era un sueño, no podía ser. Pero sí, París bien valía una misa... Con tan sólo escuchar las sabias palabras de unos cuantos solitarios, uno podía recibir comida y bebida gratis y, quién sabe, desarrollando habilidades, hasta alojamiento.
Invirtió su pequeño capital en revistuchas que reseñaban los eventos del día, periódicos y todo tipo de carteleras: Habemus papa, fue su feliz conclusión.
Al principio con cautela, Don Augusto comenzó por reconocer a los personajes importantes y de cómo había que comportarse frente a ellos. Desde luego a los meseros, una sonrisa caritativa, confianza desde arriba y cierto don de mando que los obligara a regresar con sus charolas bien provistas. En cuanto a los anfitriones, cara de vengo porque me interesa y sí, sí te conozco, pero todavía te falta, da gracias de que haya alguien en tu evento.
Don Augusto sabía escribir su nombre y tenía buena caligrafía, también hay que reconocerlo. No necesitaba más, algo se aprendía en las largas presentaciones de manteles verdes o azules, a según fuera el caso de un libro de la SEP o de la UNAM. Alguna vez fue víctima del protocolo y sus oficiantes, entre el secretario y el rector.
Degustar una invitación pública requería no de conocimiento, pero sí de sabiduría y experiencia. Fueron largos años. Discernir que la asistencia del presidente no conlleva necesariamente a un buen servicio, y la manera de entrar a las embajadas no fue tarea fácil. Hacerse cliente de los centros culturales y estar al pendiente de la noticia, además de hacerse pasar, de manera humillante muchas veces, como reportero de la fuente, fue labor que comprobó su dedicación, misma que muchas veces superó a la de los autores.
La tarea se asomó como gigantesca. Necesitaba socios o por lo menos subalternos -que es lo mismo cuando se comparte el pan que uno descubrió cómo ganar.
Don Augusto los había visto merodeando, tímidos, por sus terrenos. Probaban un bocadillo, se tomaban una copa y se iban con la ilusión frustrada de haberse llenado. No, ellos no entendían el espíritu y carecían de sensibilidad. Se disfrazaban de periodistas -desconociendo el verdadero movimiento de la cultura- o de diletantes ociosos. Era evidente, necesitaban un líder. ¡Quién mejor que él, Don Augusto, para conducirlos al Olimpo de la abundancia!
Por lo general, sus futuros entenados -y por lo pronto en esta narración, pequeños observados- eran desaliñados y poco astutos, y aunque nunca logró que vistieran de traje y mucho menos que dominaran el nudo de la corbata, ni siquiera el de vuelta simple, Don Augusto llegó a formar alumnos modelo.
Desgraciadamente llegó a oídos de don Augusto que algunos de sus pupilos intentaban presidir las mesas que dan de comer a la organización. Pobres. Nunca comprendieron que el recibir es una forma de dar. ¿Qué sería de un conferencista sin escuchas?
No, el mensaje era otro y por lo visto no había sabido comunicarlo con suficiente claridad. Ellos, la organización, salvarían a las bellas artes. Qué no entendían que se acercaba el fatídico momento en el que todos pintarían o escribirían. ¿Quién iba a ser el público, el espectador y el lector, y sobre todo, quién iba a comerse todos esos bocadillos?
Tenía pesadillas imaginando el día en que cada casa, cada hogar, fuera un recinto cultural con su artista de base, haciendo de las presentaciones un evento familiar y privado. Era evidente que la organización ya era demasiado grande... -Igual que él, pensó.
Con tristeza de moribundo recordó al primer traidor que se atrevió a ser el anfitrión.
Melquiádes fue el primer apóstol; siempre creí que había entendido... pero nunca supo separar el deseo del trabajo, y ese primer dibujo fue su perdición.
Como grupo entrenado en los campos de las letras, las artes y la plástica, siempre pensé que conocía los alcances de nuestra propuesta. El tiempo me daría la razón, y desgraciadamente a él no. Sé que soy un hombre de apariencia triste, que sabe disfrazarse con el anonimato, pero nunca he perdido mi dignidad. Melquiádes sí. Era mi brazo fuerte, mi sostén y heredero. Pobre Melquiádes. Esas harpías desheredadas, con sus cuadros y acentos ibéricos lo confundieron, como hacían con todos al presentarse como gemelas y promotoras. Querían dinero y un poco de amor. Melquiádes perdió la brújula.
Pobre, pobre Melquíades, olvidó los preceptos de la organización y acabó en los muros de esa galería, clavado como un infeliz sin derecho a un poco de vino y pan.
Aquí, perdido, con hambre y sed, recuerdo a don Augusto:
Él quería otra cosa; los canapés lo eran todo. Parece que me burlo del maestro. Pero es cierto: los canapés y el vino alemán lo eran todo.
Pobre Melquiádes, nunca entendió nada. Había que tomar la ciudad poco a poco, de copa en copa...
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99